Federico Vite
Julio 06, 2021
Las Jiras (1973), de Federico Arana, funda un precedente en la literatura mexicana que puede tantearse en otros monumentos narrativos como Idos de la mente: la increíble y (a veces) triste historia de Ramón y Cornelio (2001), del tijuanense Luis Humberto Crosthwaite. Esta novela, no sobra decirlo, fundamenta su poder en la recreación vital, y artística, de dos titanes musicales: Cornelio Reyna y Ramón Ayala, creadores de la legendaria agrupación Los Relámpagos del Norte. Pero antes de Crosthwaite, Arana nos metió a esa piel ruda, gruesa y térmica que poseen los músicos. Tanto Las Jiras como Idos de la mente ofrecen eso que a gritos pide el lector en México: una escritura viva, no un ejercicio narrativo para el museo de la posteridad. Nos mostraron las delicias creativas de quien teme fracasar recreando la armonía de la existencia. Arana nos dejó un banquetazo, porque su novela es jocosa y crítica, una historia sumamente actual, enmarcada en el realismo atroz de un país que desdeña por igual a los creadores como los científicos. Las actuales administraciones, federal, estatal y municipal, no son distintas a lo cincelado por Arana. El ADN del PRI, parece decirnos, es omnipresente.
En Las Jiras conocemos la historia de un grupo de rock, Los Hijos del Ácido, del entonces Distrito Federal. Esta agrupación sobrevivió a pesar de que todo lo contracultural debía morir. Evitó la extinción con diversas artimañas. Así que el único recurso que le quedaba a esa banda era irse a Estados Unidos. Es decir, hubo fuga de cerebros, aunque los músicos de esta agrupación no eran precisamente un dechado de inteligencia ni de buen comportamiento. Terminaron convirtiéndose en víctimas de un Estado que les negó toda posibilidad de existencia. Se fueron de México porque no tenían cabida. Los Hijos del Ácido que-rían vivir de su oficio. Y en ese tiempo, como ahora, la precariedad signaba el futuro de quien pretendía dedicarse a las actividades de expresión artística. Justamente en este punto, la migración de talento, la reciente nouvelle del escritor zacatecano Manuel R. Montes cobra gran importancia, porque ofrece continuidad a lo propuesto por Arana.
Manuel R. Montes es autor de varios libros, algunos de ellos son Loquios (2008), Llanto de Lisboa (2010), Pentimenti. Cuentos en retrospectiva (2012) e Infinita sangre bajo nuestros túneles (2013). La suya es una prosa boyante, sutil y seductora, que abreva de los giros gramaticales propios de la poesía. Posee recursos narrativos que para efectos académicos se denominan barrocos, pero ese adjetivo no alcanza a decantar todas las pulsiones que con intensidad desboca su estilo. Es un autor auténtico, algo complejísimo en el Continente Literario nacional. Trabaja con ahínco en la creación de un genuino universo interno. Su sello, esta prosa que parece haber aprehendido lo mejor de Antonio Lobo Antunes, literalmente parece brotar de las cuatro orillas de la hoja; en especial, cuando uno se acerca a Infinita sangre bajo nuestros túneles. Es tal el impacto que causa esa coral y armónica secuencia de estancias que uno no puede evitar la pregunta, ¿por qué tiene escasas menciones este libro? Es del mismo talante y poder vocativo que El Tornavoz (1983), de Jesús Gardea. Ergo: estamos ante la literatura como una experiencia que adquiere relevancia sólo cuando la muerte oscurece el panorama del texto. Este libro no tiene los lectores que merece. Ni duda cabe.
Con Tratado de la Ilusión, (España, Ediciones Oblicuas, 2021, 72 páginas), Manuel R. Montes inicia otro de sus proyectos: Vatako. Se propone cartografiar a Bernal, un baterista que deambula en pos de Euterpe, como bien dijeron los griegos. Montes busca darle sentido, mediante la riqueza estilística que nace de la fusión de dos idiomas, inglés y español, a una voz narrativa que muestra (a la manera de un Virgilio) el behind the music de un baterista imantado por la presencia de Ilusión. Esta historia breve, y bien modulada, traza minuciosamente el misterio que es la música.
Bernal es el personaje principal y narrador de este segundo tomo de Vatako –empresa literaria que Montes consumó en Ohio, Estados Unidos–. Es también el dispositivo narrativo que reproduce la cosmovisión de un músico mexicano en el ambiente underground de la costa del medio oeste de Estados Unidos. Es un mexicano, por cierto, de Zayro, eso dice Bernal. Se trata de un paisano que se las arregla para dedicarse a una pasión que bien podría ser la actividad sinónima de un yogui que se alimenta de cerveza y de cigarros. La epifanía de Bernal, cuando toca la batería, es la siguiente:
“Shall we.
Marco en los hi hats cuatro azotes.
Lights off.
Desaparecemos.
Me desvanezco y floto, entre los pliegues de la música, sin que recobre las referencias perceptibles que la ciñen hasta que arribo al puente del segundo tema, despertándome con brusquedad la lucidez con la que atestiguo el furor del remolino de girasoles que desencadené. Cornaduras, codazos, derribamientos”.
Este es el único momento en el que el autor vigoriza la pasión de su protagonista y la representa como un éxtasis de corte religioso.
Tratado de la Ilusión condensa mucho más que una tocada. Expone los mecanismos mediante los cuales un músico, no un rockstar, sigue un itinerario muy parecido al de un asceta. Sumerge al lector en los vericuetos de una vocación que no retribuye monetariamente lo que exige. Se atestigua la fidelidad a prueba de hierro de un músico que oficia con la batería su existencia.
Es un libro breve, sin excesos, con la tensión adecuada para mostrarnos que la música, así como todo lo relacionado con el arte, es un salto al vacío.
Técnicamente, Montes muestra el músculo narrativo. Logra secuencias impecables, escenas sugerentes y diálogos, eso es lo más atractivo, que sólo pueden existir en inglés con un soporte (desplazamientos narrativos, reflexiones, acotaciones, descripciones, recuerdos) en español. Si se traducen al castellano esos diálogos simple y sencillamente rompen la regla de oro: moldear el cuerpo del relato con dos espátulas igual de válidas, herramientas, digamos, que poseen diferente ritmo, distinta prosodia y musicalidad. Es como hablar de la armonía y de la melodía ensamblando una canción. Al fusionar los dos idiomas, más que convertirse en una especie de pocho, Bernal libera esa válvula de escape que es México. “Forzándome a resistir el sopor de un sesteo invencible, contemplo el collage que decora el triplay empotrado en el hueco de un ventanal que se resquebraja. Posters de asambleas, retazos de reseñas periodísticas, calcomanías de propaganda. Un 43 de barro al que orlan orificios de munición. IT WAS THE STATE”.
Sirva la nouvelle de Manuel R. Montes para recordarnos que mucha gente hace bien su trabajo, aunque no tenga los reflectores encima. El problema es que no todos tienen el espacio que merecen; no todos son leídos por los reseñistas que se oxidan en el centro del país, esos que dan y quitan títulos nobiliarios en el Continente Literario.
Afortunadamente, documentos como Tratado de la Ilusión nos demuestran que las editoriales fuereñas valoran el trabajo, no la fama, de varios autores mexicanos. A veces, incluso, ni siquiera se necesita proponer algo interesante a las editoriales transnacionales. Basta con tener un padrino, un maestro portentoso, un amigo afamado, un agente bien posicionado. Ya usted sabe. Fama, bluff, poca literatura. Para sacudir las hilachas escleróticas de la literatura contemporánea nacional, échele un ojo a la obra de Manuel R. Montes. Tratado de la Ilusión es un buen ejemplar para iniciar la travesía.