Silvestre Pacheco León
Agosto 26, 2018
Cuando llegué a la Ciudad de México en 1969 contaba con apenas 15 años de edad, y entonces mi mayor deseo era trabajar para ganar dinero, aunque la razón principal de dejar mi pueblo había sido continuar mis estudios, pero también pensaba que tener un empleo me permitiría satisfacer muchos deseos de joven insatisfecho, aunque fueran los elementales y mínimos de un provinciano. Era también un gesto de cierta vanidad frente a mis paisanos y familiares por la autosuficiencia que da el poder adquisitivo.
Fue con aquel propósito que comencé a trabajar como despachador de combustible en una estación de gasolina, en la esquina de la calle Vallarta y Avenida Hidalgo en la delegación de Coyoacán.
Por la recomendación de un vecino que trabajaba tiempo parcial en la gasolinera, me dieron el empleo para formar parte de un grupo numeroso de jóvenes provincianos con quienes compartía la misma situación de pobreza y ambición de estudiar para salir adelante.
La estación de gasolina cuyo propietario era un militar retirado con grado de teniente coronel, era administrada por un ex policía que le ahorraba a su patrón el pago de los salarios a los trabajadores con el engaño de que nos hacía el favor de emplearnos con nuestra corta edad, en un horario que nos permitía asistir a la escuela, atenidos sólo a la posibilidad de ganarnos las propinas despachando combustible a los automovilistas.
En su política de ahorro el administrador ni siquiera gastaba en capacitarnos. Cada despachador aprendía mirando y preguntando hasta aprender el sistema operativo de las bombas de gasolina, manual y automático, cómo a cobrar y dar cambio.
En ese autoentrenamiento me tocó endeudarme por causa de un pícaro taxista, chofer de uno de esos viejos coches verdes llamados cotorras. Todos en la gasolinera lo conocían, y sabían que jamás daba propina, menos yo que era nuevo y en mi entusiasmo por servirle no reparé en que nadie peleó por atenderlo.
Se trataba de un hombre mayor, de pelo cano y un poco desaliñado, dicharachero, pícaro y mal hablado al que candorosamente le pregunté como principiante de qué clase de gasolina y cuánto quería que le sirviera.
Después de lo que me pasó supe que las dos preguntas hechas al taxista habían estado fuera de lugar, por eso pícaramente me contestó que Pemex 100, tanque lleno, y se desentendió de mí, ocupado en revisar el motor de su carro y el nivel del aceite mientras yo, muy obediente de sus instrucciones me puse a despacharlo.
En esa época había cuatro clases de gasolina, la Mexolina que costaba 59 centavos por litro, la Super Mexolina que era de color rojo y costaba 80 centavos el litro, la Gasolmex de color verde, de 90 centavos y Pemex 100 que costaba un peso con 20 centavos el litro.
Obviamente la mayoría compraba la gasolina más barata y los taxistas ni se diga, pues la gran mayoría de los automóviles tenían motores de ocho cilindros y consumían mucho combustible.
El taxista se había burlado de mí que le llené su tanque con la gasolina más cara, de modo que cuando le cobré, montó en cólera echándome en cara mi novatez pagando solamente el equivalente al precio de la gasolina barata.
Con las propinas como único ingreso salarial, los jóvenes despachadores de combustible nos disputábamos cada cliente, sobre todo cuando se trataba de despachar aquellos que conocíamos como dadivosos. A veces llegábamos hasta los golpes cuando veíamos que la propina que podía haber sido nuestra iba a parar a manos de otro compañero.
Lo positivo en ese trabajo eventual mientras terminaba la secundaria es que aprendí muchas cosas que jamás imaginé en mi vida rural.
Me hice especialista en identificar todos los modelos y marcas de autos de la década de los 60, con la destreza para conocer el lado y el lugar del tapón de la gasolina, el sistema para abrir los cofres donde estaba la máquina, y ahí medir los niveles de los aceites, del motor y la trasmisión, el agua del radiador, de la batería y del depósito de los limpiadores.
La revisión y calibrado de la presión de las llantas y la limpieza del parabrisas, eran los servicios que ofrecíamos para forzar el pago de una propina.
En ese trabajo fue que aprendí a lavar los autos y a manejarlos porque era parte del negocio de la gasolinera ofrecer los servicios de lavado y engrasado de chasis, y de carrocería.
El administrador repartía entre nosotros el lavado de los autos que entraban al servicio general, y lo hacíamos de manera gratuita para tener derecho a disponer de las instalaciones para nuestro propio negocio de lavado.
Sólo en el lavado de autos que nos contrataban podíamos cobrar, pero a esa categoría llegábamos después de un largo entrenamiento pagado con nuestra mano de obra, hasta dominar la técnica desarrollada por los trabajadores más antiguos con el objeto hacerlo bien y con rapidez, para el buen prestigio del negocio.
El mustang descapotable
Como el servicio implicaba mover los autos del área del lavado al estacionamiento y viceversa, siempre era una ventaja saber manejar, y para aprender, todo nos resultaba fácil, no hacía falta más que contar con las llaves del auto y el valor de echarlo a caminar, luego a controlarlo, dominando el freno y el acelerador.
Claro que los accidentes nunca faltaban, sobre todo los rayones en las salpicaderas.
Yo aprendí manejando por todo el estacionamiento, en un mustang azul descapotable, automático y con palanca al piso, hasta que lo choqué.
El dueño que era un español flaco, fumador empedernido y algo jorobado, cliente asiduo y espléndido en la propina, quien confiado en mi trabajo casi nunca se fijaba en los detalles del lavado, hasta el día del choque en que se portó distinto, como si alguien le hubiera dado la noticia del accidente. Llegó, pidió las llaves y rodeó el auto revisándolo minuciosamente hasta que reparó en el daño, pero antes que preguntara me adelanté para comentarle lo sucedido, y no dijo nada o lo dijo todo con un gesto que yo interpreté como, “bueno, ni modo, fue un accidente”. Luego me pagó, me dio una espléndida propina y se fue.
Cada día llegaba a casa con mis bolsas llenas de monedas que ayudaban para el gasto. No era mucho el dinero pero mis hermanos sentían que rendía porque los 40 o 50 pesos diarios compraban mucho más que ahora. Las tortas costaban dos pesos, las tortillas menos de un peso el kilo. Había camiones que cobraban 30 centavos de pasaje.
Solo una vez gané 200 pesos de propina y recuerdo que fue un día extraordinario en el que trabajé hasta la noche. Se debió al aumento en el precio de la gasolina y entonces hubo pánico entre los consumidores que quisieron llenar sus tanques formados en filas interminables.