Lorenzo Meyer
Febrero 01, 2018
En México abundan los círculos viciosos. Uno de ellos, de naturaleza política, es el relacionado con el dinero ilegal en la compra del voto. Ese dinero, proveniente de fondos públicos o privados, se usa para comprar votos y la “victoria” así conseguida –o al menos una derrota menos contundente– le permite al partido que lo usa repetir el esquema en la siguiente ronda electoral.
De la existencia de ese círculo se supo desde su inicio, pero no el detalle de su mecánica y que ahora empezamos a conocer gracias a una investigación del gobierno de Chihuahua. Y es que al analizar las finanzas del sexenio anterior de ese estado –encabezado entonces por César Duarte, hoy reclamado por la justicia–, su nuevo gobierno, el de Javier Corral, dio con la documentación y los testimonios que le han permitido conocer la manera en que en 2016 se desviaron ilegalmente al menos 250 millones de pesos de dinero público que terminó en los cofres del partido entonces en el poder: el PRI. Desde luego que aún falta información, entre otras razones, porque ese desvío implicó no sólo al gobierno estatal sino al federal y a los de otras entidades pero que, por ahora, no parecieran dispuestos a ahondar en el tema sino a todo lo contrario.
Los detalles del esquema descubierto y expuesto en Chihuahua para transferir dinero del erario al PRI, están descritos en sus líneas generales en un artículo publicado por Azam Ahmed y Jesús Esquivel a finales del año pasado (The New York Times, 20/12/17). En esencia, el gobierno federal –la Secretaría de Hacienda– a inicios de 2016 transfirió recursos a Chihuahua y a otros estados que, de inmediato, lo usaron para crear empresas ficticias y a las que se pagó por servicios educativos –una educación a la que, por cierto, le faltan recursos para elevar una calidad que está por los suelos– que nunca se prestaron, pues los dineros los enviaron directamente al PRI, menos un piquito que quedó en manos de los intermediarios.
Sin embargo y pese a la inyección de esos fondos estatales ilegales, el PRI perdió seis de las ocho gubernaturas entonces en juego: Chihuahua, Tamaulipas, Aguascalientes, Veracruz, Quintana Roo y Durango. Ahí se empezó a romper ese círculo vicioso.
Todo aquel que medianamente conoce la política mexicana sabe de la inducción del voto mediante el clientelismo en los gastos sociales estatales y federales y de la compra del voto. Ciertos cálculos hechos a raíz de las elecciones del 2012 suponen que alrededor de una quinta parte de los votantes mexicanos son susceptibles a la propuesta de quienes ofrecen comprarles su voto o a la coacción de quienes pueden dar o quitar beneficios de programas públicos en función del sentido que den a su voto (Jorge Domínguez et al, Mexico’s evolving democracy: a comparative study of the 2012 elections, Baltimore, Johns Hopkins, 2015, p. 267).
¿A quiénes se les puede comprar su voto y por qué lo venden? Un principio de respuesta se encuentra, entre otras fuentes, en una publicación coordinada por Jaime Pérez Dávila y hecha con la ayuda de sus alumnos de licenciatura en comunicación de la FES Acatlán de la UNAM, tras las elecciones federales de 2015. La muestra de los vendedores de su voto en la zona metropolitana del Valle de México no es representativa ni amplia –fueron las redes familiares de los estudiantes las que permitieron identificarlos y entrevistarlos–, pero en cambio ofrece un relato que explica conducta y contexto, (Por qué vendo mi voto, México: Luna Media Comunicación, 2016). Ese trabajo, como la investigación de Chihuahua, no nos descubre algo que no supusiéramos de tiempo atrás, pero confirma el fenómeno por boca de los involucrados.
Quienes aceptaron ante los jóvenes investigadores haber vendido su voto no son parte de la sociedad “afluente”: su educación formal es poca y sus ingresos mensuales no rebasan los 4 mil 500 pesos. Vendieron el voto teniendo conciencia de que su acción no correspondía al “deber ser” pero la justificaron por su visión de la política mexicana, una actividad por la que no tienen interés y, sobre todo, que no les merece ninguna credibilidad ni respeto. Para ellos, la política es una práctica corrupta y de corruptos y que no beneficia en nada a la sociedad sino la perjudica.
La lealtad del vendedor de su voto es básicamente hacia su círculo familiar y lo que obtiene de esa venta –una despensa, un televisor y dinero hasta por 2 mil pesos– es para el beneficio de ese círculo íntimo –gasto corriente, útiles escolares, diversión. Por tanto, la transacción que les proponen los compradores vale la pena, puesto que de entrada los vendedores razonan que en su contexto social –uno que consideran improbable que cambie–, el voto, la política y la democracia misma, carecen de valor o sentido.
Ese México donde el punto de partida es el desinterés y menosprecio por la política y la ausencia de esperanza, no es el mayoritario, pero en un entorno de competencia intensa y cerrada como el actual, es donde el dinero administrado por la maquinaria que compra votos da sus frutos envenenados.
Si el círculo de dinero ilegal –compra de votos–programas sociales clientelares-coacción del voto–, se mantiene e impone una vez más, la auténtica transición seguirá como proyecto y la continuidad de una degradante realidad persistirá como nuestro único horizonte.
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