EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Un espacio breve

Federico Vite

Enero 12, 2016

¿Para qué se hacen las listas de los mejores libros del año? Son la guía realizada por el ala académica. Más que un contagio pasional, motivado por ciertos textos, el lector recibe un número específico de esencias, oropel en el habitáculo del continente literario, que perfuma el rostro de la expresión artística nacional, la encumbra, vitorea y halaga públicamente.
Las listas propician el conocimiento de esos libros y la cercanía con los autores de esos artefactos. Apapachos que alivian. Esa secuencia de títulos y autores vertebra una propuesta estética para la mercadología de la literatura: crea umbrales sobre lo menos comercial de la industria editorial mexicana; lo más propositivo, la quintaesencia de avanzada, el motor de un progresista sistema literario.
Las listas no hacen que un escritor desarrolle más habilidades en el oficio; tampoco garantiza que ese autor esté en plena forma con sus herramientas y recursos estéticos, pero con lo que mostró basta para estar ahí, como eje o cabeza de serie. Destacan la existencia de una propuesta resuelta de manera afortunada, avivan una competencia, llevan a la literatura al sentido de lo deportivo, ahí donde juegan los autores de primera división, por decirlo de una manera trivial. Los autores de las listas son el árbitro literario. No son justos.
Pero recordemos la pregunta, ¿para qué se hacen las listas? Es necesario el reconocimiento de los congéneres para tener una compresión real de la diversidad temática y plural de la literatura mexicana, cierto, pero esas listas no representan todo el material publicado en el 2015. Quizá sean el filtro del filtro. El hecho de publicar en una casa de distribución editorial poderosa brinda el respaldo de más de dos personas (el dictaminador, el corrector y el editor, como mínimo). Así que desde ese nicho, puede un crítico, con la mano en la cintura, decir: Este libro entra directo a la competencia porque ya está avalado por alguien más. Bajo esa óptica, el crítico pensará que los libros publicados por fondos de cultura carecen, a menos que sean hechos por un autor conocido, de valor para ingresar al sustrato de un recuento. El otro filtro, entonces, nos lo da el nombre.
Se asoman a nuestra respuesta dos conceptos: criterio estético y rigor literario. Si cada lista nos habla del credo literario de quien la realiza, tal pareciera que estamos ante un juego de redes sociales de gran escala, donde hay ciertos tipos de likes, unos menos iguales que otros. De nueva cuenta, se revela el juego del ocultamiento (poner un autor y un libro para no hablar de otros más consistentes) y así consumar la noción más importante: si no existe, ¿cómo analizarlo? El criterio estético y el rigor literario sólo se aplican para lo que tiene cuerpo, forma y peso en la estantería comercial del país.
Si se invierten 12 horas de lectura en el texto de una editorial de prestigio mercantil, ¿por qué hablar de un libro del programa editorial de Nuevo Laredo o de Mérida? No. Eso sí que no. Nos vemos bien todos hablando del libro que es fácil de encontrar en los puntos de encuentro comerciales de todo el país. Eso documentos sí son importantes, se mueven por todos lados y los volúmenes que tienen poca distribución simple y sencillamente navegan en la noche del anonimato, igual que sus autores. ¿Realmente nos importan esos libros y esos tipos? Son un requisito que fundamenta la noción de arte y cultura gratuitos, un dejo paternalista del ogro filantrópico.
Descubrimos, entonces, que las listas adquieren valor en el sustrato de la mercadología literaria. Si hubiera más interés en los libros editados por fondos de cultura o en los que se distribuyen gratuitamente en internet, la noción de “lo mejor del año” se duplicaría, sobre todo engrandeciendo la lectura como experiencia pasional. No se trataría de los documentos que ponen sobre la mesa las editoriales potentes (¡ohh!, generosa industria), sino que se buscarían los libros por diversos motivos, casi todos ellos, de la mano curiosa del criterio estético y el rigor literario.
¿Será guajiro pensar que todos los libros publicados en el 2015 puedan ser seleccionados para una criba como lo son las listas? La noción de justicia no aplica en este caso; esas listas no deberían ser tituladas como lo mejor del año, así a secas. Sugiero: Los mejores libros del año en las editoriales comerciales. Porque sin esa precisión borran el resto del mapa literario.
¿Tendría sentido hacer una lista de los mejores libros del año si los más atractivos son justamente los que no venden? ¿Tendríamos el mismo capital simbólico de poder al señalar lo estético en lo que se distribuye a cuenta gotas o con nula voluntad? Pareciera que en muchas de las listas se intenta acumular una serie de conocimientos para imponer una especie de canon que será capitalizado de múltiples maneras. Se detenta el poder, igual que un plenipotenciario congreso poético. Se busca en el espejismo del todo la expresión fulgurante del canal de las estrellas. Se hacen las listas para meter en una cajón lo literario de una criba injusta. Se hacen las listas para institucionalizar ciertos filtros de calidad, pero en aras de una buena voluntad, espero, descartan gran parte del continente literario. Ciñen a editoriales de impacto comercial el andamiaje de la literatura nacional. Una actitud muy priista, por cierto. Nada sorpresivo.
Lejos de protagonizar una variante del X-Files, literario en este caso, creo que hay una extraña validación estética con estos ejercicios de estilo que a veces confundimos con crítica literaria. A pesar de que las conspiraciones no son mi fuerte, tomo las palabras de Spooky Mulder para referirme a esos listados en los que se presenta a la literatura como un avistamiento digno de ufólogos: I want to belive. Me parece que las listas de los mejores libros del año, parafraseando a Pablo Milanés, son ese breve espacio en que no estás. Que tengan buen martes.