EL-SUR

Lunes 20 de Enero de 2025

Guerrero, México

Opinión

Un molde cuentístico forjado con pura sobriedad

Federico Vite

Junio 04, 2019

 

Hace muchos años pensé que debía escribir este artículo, pero por prisa, por andar trasnochado o simplemente por neurosis, no lo hice. Estaba en mi mente como una especie de nido, envidiosamente oculto por razones meramente humanas. Hablé de novedades no tan recientes, de opiniones nefandas, de relaciones de poder. Pero el caso es que Raymond Carver publicó The bath originalmente en Columbia (1981); después en What We Talk About When We Talk About Love (1981) y finalmente, con varias modificaciones e incluso le cambió el título a A small, good thing, en el inmenso libro de cuentos Cathedral (1983). En Beginners (2009) aparece en versión manuscrita y posteriormente se unió al grupo de textos Collected Stories (2009). Es un cuento muy conocido, usado también en Short cuts, película basada en los cuentos de Carver, dirigida por Robert Altman.
En este molde narrativo, a grosso modo, se cuentan dos historias; la madeja del relato Uno describe el accidente de Scotty y su estancia en el hospital; la madeja del relato Dos, un hecho aparentemente simple: la obligación de un pastelero por entregar el pedido para un cumpleaños. Esos dos hilos narrativos anudan y tensan la trama gracias a los padres de Scotty, Ann y Howard, el médico, las enfermeras y un par de personajes incidentales (en The bath el padre no tiene nombre, sólo es un tipo impaciente y tenso, borroso).
Ann visita la pastelería para hacer un pedido que debe entregarse en pocos días, es justamente para una celebración que no se consuma porque Scotty sufre un accidente y cae en coma. Mientras los padres van y vienen del hospital a su casa (sufren, rezan y solicitan un milagro), el pastelero se empeña en llamarles por teléfono para que recojan su pedido.The bath termina cuando la madre regresa a su casa para darse un baño y descansar un rato de la estancia en el hospital; pero antes de que se duche suena el timbre del teléfono y ella levanta el auricular. Tiene una charla confusa sobre Scotty. Ahí culmina el texto. Se trata de un cuento estándar, sin los superpoderes que caracterizan al buen Carver. Posee un misterio que no se resuelve, pero se intuye la resolución de los hechos. Gana en suspenso pero pierde en técnica. Parece un cuerpo abruptamente mutilado. Esa impresión, la de observar un cuento cercenado, se agranda cuando uno lee A small, good thing. Más que la reagrupación del discurso narrativo, estamos ante la grandeza de la reescritura. Podría haber dejado The bath así, simplemente, pero se ensució las manos y llevó esa empresa por senderos temerarios y con resultados asombrosos.
Cuenta Carol Sklenicka, en Raymond Carver A writer’s life (Scribner, USA, 2009, 578 páginas) que la fuerza de Raymond, después de haber dejado el alcohol, está en el reajuste de aspectos técnicos que mejoraron las perspectivas de sus cuentos; con esas reestructuraciones, dice la autora de esa biografía, logró matizar con ternura y con sufrimiento sus textos, dotó pues de una bipolaridad exitosa las 12 historias de su mejor libro: Cathedral. La mayoría de esos cuentos —sin duda muestran el dominio pleno de un oficio— parecen dictados por las Erineas de las que hablan los griegos.
Pero vayamos al punto, A small, good thing ilustra muy bien un asunto, el juego entre el pavor y la ternura. Antes de Cathedral, The bath no sería más que un cuento creado con fuerza y dramatismo, pero resulta inolvidable (adjetivo que fácilmente podría servir para darle sentido al valor de nuestras lecturas, de todo aquello que leemos, ¿qué emoción recordamos?) la tensión que adquiere la trama con la reescritura del cuento. The bath paradójicamente se convirtió en A small, good thing y la segunda versión de la historia consuma un arco dramático que sólo puede ser diseñado por quien comprende los ritmos e intensidades de un poema de largo aliento. Carver, ya con el oficio acendrado, publicó A small, good thin” con la intención de sacar del atolladero a su obra y con ello creó un nuevo molde de cuento (claro, habrá quien diga que Gordon Lish también es el artífice de Cathedral, pero en este asunto Carver luce como un titán) en el que la precisión dramática se consolida con descripciones austeras y con el punto de vista exacto y distante de la voz narrativa. Ese conjunto crea un texto atractivo para el lector.
The bat tenía una extensión de 10 páginas. Carver no desarrolló la convalecencia del accidente letal que sufrió Scotty, además, suspendió la madeja del relato Dos justamente en el pedido del pastel. Ese Carver, el de 1981, trabajó el texto para crear un final ambiguo. Agrandó, como les decía, el misterio y sugirió la muerte de Scotty, nada más. En A small, good thing, cuya extensión es de 30 páginas, retoma la madeja del relato Dos tras la muerte de Scotty. Recrea el fallecimiento de un hijo con matices humanos, probablemente aterradores por eso, sin estruendo ni fatalismo; justamente recurre al pavor inconmensurable que produce la cercanía de la muerte y a la ternura para equilibrar esas emociones. Es tan bueno mezclando esos tonos que gracias a eso consuma la historia con una escena inolvidable. Los padres van a la panadería para darle su merecido al pastelero, porque no deja de molestarlos para que recojan su pedido. Cuentan al pastelero que Scotty no pudo recoger su pastel ni celebrar su fiesta de cumpleaños porque murió. El pastelero les regala una frase, justa para definir la experiencia de lectura: “Eating is a small, good thing in a time like this”.
Carver consuma un estilo narrativo (arte mayor, por qué no decirlo) y con ese aparato estético da cuenta de las tragedias de los ciudadanos de la clase media. Sabe de lo que habla. Sirva esta brevísima opinión para dar cuenta de la valía del enfoque narrativo a la hora de explorar el oficio del escriba. Porque sé que el verdadero cuento de Carver, A small, good thing, es la descripción de esas relaciones inusitadas que se forman en el duelo, tras la reciente pérdida de un familiar; lo demás, básicamente es poesía.