Tlachinollan
Agosto 23, 2005
En los más de cien días de gobierno de la nueva administración al frente del Poder Ejecutivo estatal, se han suscitado diversos casos que se relacionan intrínsecamente con el tema de la vigencia y el respeto a los derechos humanos y que en particular cuestionan de fondo la respuesta del actual gobierno frente a los mismos.
Podríamos comenzar reseñando el caso de los normalistas de Ayotzinapa sucedido a finales de mayo. A nadie escapa que un problema estructural que heredó la actual administración es el acceso a la educación, el cual se expresa de muchas maneras pero entre ellas destaca la existencia de comunidades y pueblos que exigen escuelas y maestros y en sentido inverso la existencia de normalistas que exigen fuentes de trabajo.
Resultó preocupante que el desenlace de la exigencia de los normalistas haya sido la mano dura a través de la fuerza pública que terminó por desalojarlos y con la detención de nueve de ellos. Pero no menos preocupante fueron las expresiones del gobierno del estado al mencionar que brindar el perdón a los normalistas significaría negociar el Estado de derecho.
Otro caso ejemplificativo es el de los presos políticos de Acapulco, quienes para recibir respuesta recurrieron a métodos extremos como lo fue su huelga de hambre que se prolongó hasta por 20 días de ayuno total. Ante esta expresión radical de solicitud de escucha y atención de sus demandas una vez más la respuesta del gobierno estatal fue cuestionada, primeramente por permitir que la situación se prolongara y subsecuentemente por calificar el ayuno como un sacrificio innecesario o en su defecto que la huelga no disminuye o aumenta la respuesta del gobierno.
Aún más preocupantes resultan ahora las declaraciones recientes del preso político José Luis García Llanos en el sentido de que la Secretaría de Gobierno no ha informado los avances en el estudio de sus casos.
Sin duda alguna otros dos casos paradigmáticos que han generado opinión pública en nuestro estado han sido el de los campesinos ecologistas de Petatlán y el de la presa hidroeléctrica La Parota. En ambos la reacción de las autoridades estatales ha sido ampliamente criticada y cuestionada. En el de los ecologistas porque simplemente no hubo respuesta. Felipe Arreaga Sánchez, declarado preso de conciencia por Amnistía Internacional, cumplió hace unos días ya nueve meses de encarcelamiento injusto y el Poder Ejecutivo a través de la Procuraduría se aferra a acusarlo y tenerlo por delincuente. En este caso el Ejecutivo calificó a los ecologistas con el adjetivo de “fundamentalistas” y a sus defensores como “no corresponsables”.
El caso de La Parota ha tomado suma relevancia, justamente por la reacción del gobierno ante los opositores, primeramente porque el Ejecutivo con claridad ha tomado partido en beneficio de la construcción de la obra y subsecuentemente porque su respuesta –al igual que con los normalistas de Ayotzinapa– fue la mano dura a través de la fuerza pública y no sólo eso sino que se anunció la integración de expedientes judiciales contra los opositores que fueron calificados por el gobernador como “rijosos”.
Los casos antes mencionados muestran que el actual gobierno no ha respondido adecuadamente a los diversos movimientos sociales que han demandado solución a injusticias, y contrario a ello se ha vislumbrado que la administración a cargo del Ejecutivo recurre a calificar a los normalistas, ecologistas, opositores, entre otros, como “rijosos”, “fundamentalistas”, “no corresponsables”, lo cual da cuenta de que lejos de emitir una actitud de escucha y diálogo se responde con descalificaciones que van acompañadas de actos de gobierno que en vez de aportar respuestas a las demandas criminaliza los movimientos sociales, ya sea mediante la fuerza pública, la integración de expedientes judiciales o en su defecto dando el tratamiento de criminales a los ciudadanos, como lo es el caso de Felipe Arreaga Sánchez.
Resulta crítico que el actual gobierno electoralmente nace de un partido de oposición que históricamente se ha caracterizado por la apuesta a la lucha popular y que, por lo menos en el ámbito formal, se identifica con los movimientos sociales. Sin embargo, esto no se ha visto reproducido en el ejercicio de gobernar, sino que por lo contrario el indicador que recibe la sociedad no es de cambio, sino de continuidad de las políticas anteriores.
Esta situación sin duda cuestiona al Partido de la Revolución Democrática, formación política que tarde o temprano deberá tomar partido en torno a sus actuales alianzas con el Ejecutivo. Resalta hasta ahora su silencio, que probablemente se entienda por el contexto electoral que se avecina, lo cual implica que la prioridad política para ese partido ha sido cómo asegurar el triunfo en las urnas para la próxima jornada electoral con la finalidad de sellar el control político en el estado, lo que hasta el día de hoy ha implicado no dar respuesta ni pronunciarse decidida y vigorosamente en torno a las demandas sociales y la reacción del gobierno frente a las mismas.
Frente a este contexto, sería de vital importancia contar con un Poder Legislativo y Judicial fortalecidos, que en la vida real jueguen un papel de pesos y contrapesos estableciendo un sistema de frenos por lo menos de índole político. Por desgracia el papel de la Legislatura ha sido igual de criticable, no ha jugado un papel de poder independiente y preponderante, pues lejos de hacer declaraciones no se ha comprometido a dar respuesta a las demandas sociales. La fracción parlamentaria perredista ahora es poder y ello significa hasta el día de hoy una alianza con el Ejecutivo ya sea de acción u omisión. En tanto que la fracción priísta aún no se constituye en un factor real de oposición, probablemente porque en el fondo coincide con la actual política instaurada por el Ejecutivo.
La política de mano dura, la fórmula de apego a derecho no para solucionar los problemas, sino para justificar los actos de gobierno, lejos de representar posturas que generen diálogo y soluciones consensuadas y pacíficas a los problemas sociales que aquejan al estado, agravarán las condiciones de confrontación y antagonismos, más cuando desde el principio condena a los movimientos sociales y criminaliza la disidencia. Esto establece por lo menos la interrogante: ¿un nuevo gobierno para quién? Hasta ahora, sin duda, no para las causas sociales.