EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Un paseo por cuatro narraciones ejemplares

Federico Vite

Agosto 04, 2020

 

(Primera de cuatro partes)

Un árbol, una roca, una nube* (1942), de Carson McCullers, es un cuento de características tradicionales: posee una introducción, desarrollo, clímax, desenlace y final. Todo está ordenado de manera aristotélica. Grosso modo: un viejo conoce a un muchacho, platican y uno de ellos sale renovado de la charla. Un narrador en tercera persona da cuenta de una conversación en una cafetería en la que un viejo le enseña a un vendedor de periódicos muy joven una lección inolvidable sobre el amor. El viejo muestra una fotografía. “Estoy hablando acerca del amor, dijo el hombre. Para mí es una ciencia”. El espectador de esa conversación es el dueño del establecimiento, un tipo amargo llamado Leo. “Hace doce años yo me casé con la mujer de la fotografía. Ella fue mi mujer por un año, nueve meses, tres días y dos noches. Yo la amaba. Sí… Él tensó sus borrosa, divagante voz y dijo otra vez: ‘Yo la amaba. Y pensé también que ella me amaba. Yo soy un ingeniero ferroviario. Ella tenía en la casa confort y lujos. Nunca pasó por mi cabeza que ella no estuviera satisfecha. ¿Pero tú sabes qué pasó?”.
El hombre cuenta que un día regresó a casa y ella ya no estaba. “Y esta mujer era para mí algo así como una línea de ensamble. Hacía pasar por ella los trozos de mí mismo y salían todos para completarme. ¿Me sigues ahora? En esas circunstancias, ya te puedes imaginar cómo me quedé cuando me dejó. […] Fui a todas las ciudades que había mencionado, seguí la pista de todos los hombres que habían tenido relación con ella. Tulsa, Atlanta, Chicago, Cheehaw, Memphis… Durante dos buenos años la busqué por el país tratando de encontrarla. […] Al principio sólo pensaba que ella volvería. Era una especie de manía. Pero con el tiempo trataba de recordarla, pero ¿sabes qué ocurría? […] Cuando me tumbaba en la cama y trataba de pensar en ella, mi cabeza se quedaba en blanco. No podía verla. Entonces sacaba sus fotografías y las veía.”.
El chico atiende la historia pensando que ese hombre está ebrio, pero a pesar de todo, le escucha con atención porque cree que oyendo esa charla ayudará a su interlocutor. “Pero un pedazo de cristal en la acera o una canción en un gramófono, una sombra en una pared por la noche me hacían recordarla. A veces eso me ocurría por la calle y yo me echaba a llorar y me golpeaba la cabeza contra un poste. ¿Me comprendes? Daba vueltas por ahí, no tenía poder sobre cómo y cuándo recordarla. Uno cree que se puede poner encima una especie de blindaje. Pero el recuerdo no viene al hombre así, de frente, viene por las esquinas dando rodeos. Estaba a merced de todo lo que oía o veía. De repente, en vez de ser yo el que cruzara el país para encontrarla, empezó ella a perseguirme en mi propia alma. Ella persiguiéndome, a mí. ¡Fíjate! Y en mi alma. […] Yo era como un pobre enfermo de viruela. Te confieso, hijo, que me emborraché, forniqué, cometí cualquier pecado que de pronto se me antojara. Me da asco confesarlo, pero así es. Cuando recuerdo esa temporada, está todo fragmentado en mi mente; fue terrible”, señala ese hombre. Mantiene en vilo al joven periodiquero y a Leo. En este punto, el cuento genera mucho suspenso; el lector espera que el desenlace de la historia adquiera mayor intensidad, obviamente, por voz de ese hombre que conoce un secreto trascendental. Así que la revelación de ese ingeniero ferroviario no consiste en seguir un pontificado amoroso; más bien, el cuento postula una forma generosa de la renuncia, pues la renuncia permite aspirar a la liberación. Uso un fragmento del texto para ilustrar mi comentario. El viejo señala: “Medité sobre el amor y lo razoné. Me di cuenta de lo que nos pasa. Los hombres se enamoran por primera vez. ¿Y de qué se enamoran? La boca suave del chico estaba parcialmente abierta, no respondió. Una mujer, dijo el viejo. Sin ciencia, sin nada por lo que pasar, emprenden la experiencia más peligrosa y sagrada en la tierra de Dios. Se enamoran de una mujer. ¿Es correcto, hijo? Sí, dijo el chico débilmente. Comienzan en el lado equivocado del amor. Comienzan en el clímax. ¿Puedes preguntarte si es tan miserable? ¿Sabes cómo deberían amar los hombres? El viejo extendió la mano y agarró al chico por el cuello de su chaqueta de cuero. Le dio una ligera sacudida y sus ojos verdes miraban sin pestañear, con seriedad. Hijo, ¿sabes cómo debe comenzar el amor? El niño se encogió y escuchó, quieto. Lentamente sacudió la cabeza. El viejo se acercó y susurró: Un árbol. Una roca. Una nube”.
Permítanme hacer una pausa aquí. Con esa respuesta, el discurso narrativo se aferra a una enumeración aparentemente ilógica, pero esa lista demarca una región ignota que el propio viejo no ha recorrido. Enuncia entonces una frase descontextualizando el lenguaje. Se trata de una enumeración que cambia el registro de todo el corpus literario; agranda la revelación y la signa como un secreto.
“Medité y empecé con precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un pez dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa a otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica. Durante seis años, he dado vueltas por mí mismo y he desarrollado mi ciencia. Y ahora soy un maestro, hijo. Puedo amar cualquier cosa. Ya no tengo que pensar en eso ni siquiera. Veo una calle llena de gente y una hermosa luz entra en mí. Miro un pájaro en el cielo. O me encuentro con un viajero en el camino. Todo, hijo. Y a cualquiera. ¡Todo extraño y amado! ¿Te das cuenta lo que puede significar una ciencia como la mía?
El chico se mantuvo rígido; cerró sus manos sobre el mostrador. Finalmente preguntó: ¿Te has enamorado de una mujer otra vez? El anciano se dio la vuelta y por primera vez sus ojos verdes tenían una vaga y dispersa mirada. Levantó la taza del mostrador y bebió la cerveza. Su cabeza temblaba lentamente de lado a lado. Luego, finalmente respondió: No, hijo. Ese es el último paso de mi ciencia. Voy cauteloso. Todavía no estoy listo”. Ergo: el discurso sobre el amor se vertebra como una manera virtuosa del desapego.
Un texto como este sólo puede ser escrito por alguien que domina el tempo narrativo; sabe llevar también la progresión dramática de la historia al estilo de los dramaturgos, en cada línea del diálogo construye con acierto el suspenso. Este cuento es entrañable gracias a una respuesta de exigencias poéticas: “Un árbol. Una roca. Una nube”. Si fuera una frase distinta, este documento no sería único ni entrañable. Funcionaría, claro, pero no cargaría con tanta intensidad el lenguaje.
* Traduje los fragmentos de A tree. A rock. A cloud que utilicé en este artículo para rejuvenecer la mirada de un cuento que fundamenta un canon de la literatura sureña de Estados Unidos.