EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Un pedestal para el espía

Federico Vite

Mayo 09, 2017

La historia le dio a John Le Carré dos virtudes; la primera, un contexto que llamaremos Cortina de hierro, de ahí emanan dos de sus mejores novelas (El espía que surgió del frío y El topo); la segunda, ya agotada la ficción en torno a la Guerra fría, es la necesidad de reinvención temática.
Desde El espía que surgió del frío (1963), John Le Carré obtuvo fama y prestigio como narrador de espionaje. Capitalizando al máximo la geografía (espacio) y el entorno (político, social, cultural), Le Carré se ha ganado a cientos de lectores y probablemente sus libros tengan un segundo aire, no sólo por el enfático e incisivo cuestionamiento al poder detentado por unos cuantos, sino porque nos muestra que los tentáculos de la corrupción permean el deporte y la belleza; así lo deja entrever en Un traidor como los nuestros (Traducción de Carlos Milla Soler. Plaza y Janés, Barcelona, 2010, 400 páginas).
La novela arranca describiendo las vacaciones de una joven pareja: Perry, profesor de universidad, es inconformista y rebelde; enseña literatura, específicamente, poesía; Gail es una guapa abogada que tuvo una familia disfuncional. Se encuentran en la isla caribeña de Antigua. Ahí conocen a Dima, un ruso especialista en blanquear dinero, pertenece a la dura y agreste mafia rusa; es parte de los vor (ladrones en la ley). Consuman una amistad artificial que se vuelve sólida a base de partidos de tenis, cocteles y fiestas; sobre todo, cocteles. Antes de que terminen las vacaciones, Dima le da a Perry un mensaje para el servicio de inteligencia británico. La intención del ruso —quien perdió recientemente a su esposa y a su discípulo Misha en un ajuste de cuentas de la mafia— es desertar del crimen organizado y brindar información de gran relevancia al imperio británico; posee datos que comprometen e implican criminalmente a personajes del ámbito empresarial y político de Europa.
A esta introducción la acompaña una entrevista que Perry y Gail sostienen con trabajadores del M15, Luke e Yvonne; a ellos se les unirá un viejo lobo de mar: Héctor. Le Carré focaliza los intereses y los motivos de los personajes; nunca pierde de vista esos aspectos. Sobre todo, la solicitud de asilo político que requiere Dima para él y toda su familia.
Perry y Gail se convierten en agentes improvisados; acuerdan los encuentros entre Dima y los empleados del M15. Las reuniones ocurren de manera “casual”; tanto en París, como en Berna, Suiza, donde Dima acude a la inauguración de un nuevo banco. De manera explícita, Le Carré expone una de sus principales preocupaciones; las líneas de flujo del capital. No sólo muestra las enormes facilidades que tiene alguien para crear un consorcio y comenzar a crecer gracias a los paraísos fiscales y el lavado de dinero; detalla cómo nacen las empresas e instituciones que no ejercen actividad alguna, ni siquiera oficina poseen, pero obtienen ingentes ganancias monetarias. El autor se enfrasca, y con acierto, en la especulación política del lavado de dinero; sobre todo, en saber quién apoya a este tipo de inversionistas y se pregunta, ¿quiénes obtienen una ventaja mayor, los políticos o los empresarios legalmente establecidos?
La novela número 20 de Le Carré, Un traidor como los nuestros, es al igual que El jardinero fiel (2001) y El hombre más buscado (2008), un documento que nace del ejercicio de la mirada; en estos libros, la reinvención de Le Carré es palpable. Se acabó la Guerra fría, pero el enemigo es el neoliberalismo, el capitalismo más salvaje e inhumano. El lavado de dinero en Un traidor como los nuestros es apenas un sondeo simbólico al problema que crece y se multiplica como el cáncer.
El libro es de buena manufactura. Los antecedentes de Dima, en el crimen ruso, se desarrollan de manera superficial, pero con bastante verosimilitud; el autor no ahonda en los orígenes de los personajes, esta vez recurre a los estereotipos. Le Carré embellece la corrupción inglesa con alusiones al conservador político británico George Osborne; también refiere a Peter Mandelson, miembro del Partido Laborista, creador del Nuevo laborismo, proyecto que impulsó Tony Blair. Aparte de estos caballeros, menciona de soslayo a Oleg Deripaska, un millonario ruso, miembro de la junta directiva y presidente de la Compañía Unificada Rusal, dedicada a la industria del aluminio.
Ciertos fragmentos de la novela explican pasiones que no son la política ni el espionaje; por ejemplo, una de las reuniones orquestadas por Perry y Gail para que Dima hablé con los agentes del M15 se realiza en París, en el Abierto de Francia. Eso permite al autor algunas reflexiones sobre Roger Federer, sobre el tenis en general y la belleza de este deporte. Ciertamente el escenario parece excesivo, casi un capricho en la trama, pero se trata de una concesión, de una licencia poética pues. Aparte de ese asunto, sugerir la unión entre deporte y lavado de dinero, en algunos momentos el narrador muestra a Perry dando clases, entusiasmado no sólo por Lord Byron o William Blake; en esos fragmentos vitales el narrador justifica la fuerza y la pasión de un hombre que recién conoce a un mafioso y, sin pensarlo, lo ayuda; le da la mano porque entiende que se trata de un acto de congruencia, es algo que haría cualquier persona que entiende la poesía, alguien que conoce la hondura del espíritu humano. Ese tipo de citas son cándidas; una premura en el trazo de los personajes, de las acciones. Pero no pasa nada. Le Carré no tiene por qué hacer una obra maestra cada dos años.
Somerset Maugham, conocedor de historias oscuras y de espionaje, destacó en una entrevista: “No es bueno pensar que basta con escribir una o dos obras maestras, debe proporcionarse un pedestal para ellas, una cifra de 40 o 50 obras sin trascendencia alguna”. Un traidor como los nuestros es, sin bronca, parte de ese pedestal del que habla Maugham. Que tengan un diplomático martes.