EL-SUR

Lunes 14 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Un trabajo complejo desarrollado con sencillez

Federico Vite

Febrero 15, 2022

 

La santa de San Luis (México, Tusquets, 273 páginas, 2006), del narrador, traductor y poeta potosino David Ojeda es una de las piezas más atractivas de este escritor fallecido en 2016. Su paso por el Continente Literario nacional es luminoso, como traductor dio voz a Sylvia Plath y a James Fenton. Saltó a la fama continental en 1978 al obtener el premio Casa de las Américas con el libro de cuentos Las condiciones de la guerra.
En este documento moldea la realidad para darle un cauce estrictamente narrativo a una persona que condensa, en palabras de Ojeda, la potosinidad de San Luis: la beata Concepción Cabrera. Pero antes de hincar el diente en ese punto, vayamos al sustrato narrativo.
La santa de San Luis da cuenta de dos periodistas, Emilio Carrasco y Juan José Macías, personajes de la Ciudad de México que visitan San Luis Potosí. Viven en siglos distintos, XIX y XX, y brindan dos aproximaciones al alma potosina. Aproximaciones, no sobra decirlo, sumamente intrigantes. Por ejemplo, Emilio Carrasco describe la crónica de un viaje en globo aerostático y la vida de los potosinos de aquel tiempo. Habla de un futuro visionario que paradójicamente se fundamenta en el conservadurismo religioso. Juan José Macías, con quien arranca la novela, rememora su estancia en dos momentos; la primera en 1999 y finalmente en el año 2000. Año convulso políticamente para México e inolvidable para la vida de este personaje.
Inicia el relato con algunas notas sobre un reportaje de la vida política de esa región. Nunca publica el reportaje, por cierto, pero tiene algunas notas que le permiten organizar los hechos que se exponen en la trama. Macías tenía pensado pasar una semana en la ciudad para entender qué pasaba en esa zona del país. Va a conocer “el escenario político potosino en esa coyuntura electoral: 1999, la abrumadora propaganda panista, de Vicente Fox, y el entusiasmo que despertaba, sobre todo, por su bronca calidad opositora, dentro de los márgenes de una legalidad forzada por la derecha”. Durante una de las entrevistas que realiza, descubre Yo soy Conchita Armida, libro en el que Concepción Cabrera da cuenta de su vida como criolla y de algunos actos inexplicables: automaltratos, (cilicios y herrajes es lo de menos), alucinaciones (diálogos con Jesucristo y la visión de su corazón sangrante rodeado de luces) y delirios de grandeza. “Todo ello, además, se refiere desde una convicción católica que, como un péndulo, va de la candidez al fanatismo”. Este es el primer llamado al misterio. El segundo, el arribo del padre Juan Montalvo a San Luis en el mismo avión que abordó Macías. Montalvo es “auxiliar del promotor de la fe en el proceso de la canonización de Concepción Cabrera. Lo que ordinariamente se conoce como ‘abogado del diablo’”.
Macías y Montalvo son vasos comunicantes. Macías, primero muy interesado por lo social, empieza a seguir las pulsiones de la fe que movieron a Concepción Cabrera de Armida a dedicarse en cuerpo y alma a Cristo y a la religión católica. Macías abre un hueco por el que el lector ingresa con asombro a la educación religiosa de un reportero que ha cometido algunos errores garrafales, como abandonar a su esposa e hijo autista; esa educación católica implica, necesariamente, actos de contrición que sirven para equiparar lo que produce San Luis a quien se asoma a las entrañas de la potosinidad.
Macías se interesa cada vez más por la investigación de Montalvo. Eso permite que el autor mezcle la historia de Macías con la de Carrasco y obtenga así diversos puntos de vista sobre el caso real de Concepción Cabrera de Armida. La beata es analizada por dos frentes, desde distintos tiempos y en distintas geografías.
Ojeda usa los libros de Cabrera de Armida como apoyo para reproducir algunas de las laceraciones que la beata se infligió en el pecho; literalmente hizo algunos cortes con objetos punzocortantes. Aparte de eso se fusionan otros asesinatos que enrarecen el ambiente. Son parte de una atmósfera que nos acerca al año 2000. Hombres decapitados, mujeres torturadas. Hechos que antes no ocurrían en la región y eso le permite entender al lector que el problema de la violencia en el país tiene mucho tiempo, pero nunca con el impacto tétrico de ahora (basta con echar un vistazo a las estadísticas de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana para ello). De hecho, la punzante violencia es la que permite al narrador estructurar un análisis de la historia de San Luis que, para efectos de este proyecto, se cierra en el mítico año 2000.
Ojeda divide la novela en tres partes: Llegadas, Estancias, Expulsión y regresos. En estos apartados se agrupan las notas y las vivencias de Emiliano Carrasco, los textos de Concepción Cabrera, los recuerdos y las notas de Juan José Macías. La voz narrativa cambia constantemente; a ratos va en primera persona, otros tantos en tercera. Tanto Emiliano como Juan José analizan a Concepción Cabrera, quien aglutina todas las subtramas del relato y, en especial, representa esa potosinidad que Ojeda separa de la condición de sanluiseño. Es decir, para entender a una ciudad como la aquí descrita (religiosa, sincrética y esquiva) se requiere necesariamente comprender a Concepción Cabrera. La llave más grande del enigma termina cuando el papa Juan Pablo II declara como beata a Conchita el 20 de diciembre de 1999.
Ojeda deposita sobre Macías y Carrasco las piedras angulares de este documento en el que muestra, mediante documentos históricos de índole política, tecnológica y religiosa, rasgos de identidad de una región del altiplano central del país. Una empresa ambiciosa y bien lograda. No se regodea, por ejemplo, con el exorcismo que realiza a una casa, ni con la investigación sobre los posibles milagros de Chonchita sino que utiliza esos elementos para revelar cómo se vinculan y organizan los pobladores de esa región.
Uno de los milagros de la beata es justamente el hijo de Emilio Carrasco. Fernando, padre de un personaje con el que Ojeda cierra la historia y revela así cómo obra Conchita en la progenie potosina.
Ojeda encara la historia sin darle florituras ni excesos retóricos a la prosa. Carrasco / Macías refrescan el relato y profundizan en el tópico en cuestión. Inicia con un asunto político y social, pero deriva hacia la beata de manera asombrosa, como una subtrama que poco a poco cobra importancia y gracias a ella el cuerpo del relato da un giro extraordinario, pues al intentar hablar de política la religión se impone mediante estrategias narrativas que permiten comprender al lector que hay mucho de política en la canonización (celebrada en 2019) de la beata y la beata representa enigmáticamente un rasgo importante de la potosinidad; lo sanluiseño, describe Ojeda, es más o menos esto: “Entonces reconocí que esa tempestuosa mezcla de olores estaba destinada a hundirme en la complacencia o en el asco. Oler al prójimo.
“Los aromas se colaban por puertas y ventanas, como bocanadas salidas de gargantas enormes, de cráteres ocultos, todos dispersos en una ciudad que a esa hora del anochecer, salpicada por los pequeños ajetreos de ciudadanos encaminados a sus hogares, daba esa apariencia de parsimonia con que se muestran engañosas las urbes de provincias”.
La santa de San Luis no es un libro común. Confirma la riqueza narrativa del país e invita a conocer la obra de un escritor formidable. Si usted lee a Ojeda entenderá que la potosinidad y lo sanluiseño son aspectos que nutren una región. La obra de este autor, ampliamente recomendable, nos permite ingresar a ese territorio de la existencia que se clarifica justamente gracias a la literatura.