Federico Vite
Diciembre 10, 2024
Ofrezco un adelanto de mi nuevo libro, que reúne seis cuentos, escritos hace nueve años pero recientemente publicados por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla en la colección Asteriscos. Esto sólo es una pizca. Ojalá que sea de su agrado.
El auténtico vate
Alejandro no va a cambiar su credo estético por una paliza. No, claro que no. Él predica con hechos una de las frases atribuidas al cubista Picasso: El artista mediocre roba, pero el genio plagia. Como todo buen actor, observa su entorno, reflexiona y lo critica. A ese desplante creativo se debe la molestia que terminó en una calentadita literaria. Parodió a una vaca sagrada de la literatura mexicana. Así que con el dolor propiciado por los golpes, aprieta la mandíbula para no soltar gemidos lastimeros. Eso no es de hombres. Eleva con dificultad el brazo para detener un taxi. Se sostiene de un poste palpando el costillar derecho con la mano izquierda. Chifla para acompañar el movimiento de su mano en alto. No hay mucho tráfico vehicular a esa hora. Se encuentra en una de las calles que enarbola la libertad de expresión nacional –muy cerca de las oficinas de los periódicos Excélsior, El Universal y Esto– como si de escaparates de ropa barata se tratara. Un Tsuru se detiene. Alejandro aborda despacio el vehículo, siente dolor en todo el cuerpo.
–¿Está bien? –pregunta el chofer arrojando la colilla del cigarro por la ventanilla. Observa a su cliente con morbo y repite la pregunta–: ¿De verdad está bien?
–No, carnal –dice limpiándose la sangre del labio abultado con el dorso de la mano–. Llévame al Hospital Ángeles. ¡Hasta los zapatos se llevaron estos cabrones montoneros! –mira con incredulidad las marcas negras de los puntapiés en sus calcetines blancos. Ladea la cabeza para ver su imagen en el espejo retrovisor–. Se pasaron de rosca. De verdad que se pasaron de rosca.
–El hospital está aquí en la Roma, ¿verdad? –pregunta frunciendo el ceño, como si acabara de cometer un error con sólo abrir la boca. Espera la respuesta con un gesto casi agónico mientras mueve la palanca que pone en marcha los direccionales–. ¿Sí me oyó?
–¿Sabes o no sabes, carnal? –el tono de voz se vuelve nasal. Se recarga en el sillón trasero con mucho cuidado. Jala aire un par de veces. Cobra conciencia de sus actos violentos y sigue al pie de la letra las indicaciones de la campaña nacional de autocontrol que se transmite por televisión: cuenta hasta diez en voz baja e inhala con fuerza, aunque el dolor en las costillas aumente–. Va ser aquí en la Roma, manito. Disculpa mi comportamiento.
El taxista afirma en silencio, mueve la cabeza de arriba abajo; también está contando hasta diez.
Frente al hospital, Alejandro siente una punzada en el párpado. La inflamación aumenta; pierde visión del ojo derecho. Sonríe pensando que tiene el pretexto ideal para hacerse ojo de hormiga con el pago, pero al ver el rostro adusto del conductor coteja la cuenta en el taxímetro y liquida el adeudo en silencio. Abandona el auto sin decir una palabra.
En calcetines y con el ojo cerrado, Alejandro avanza por el pasillo hasta la recepción. Cuenta los billetes en su cartera. Se detiene frente a una enfermera de la misma manera que lo haría frente a una cámara de televisión: exagerado sus emociones. Se palpa el costillar derecho. Un paramédico detiene frente a él una silla de ruedas, así que aborda el vehículo. Se alejan por los luminosos vericuetos del hospital rumbo al departamento de rayos x. Piensa en las consecuencias de la madriza. ¿Podrá grabar a tiempo su sección en La carabina de Ambrose Bierce? ¿Se notarán mucho los moretones con el maquillaje? Sin proponérselo, habla como su personaje, El vate del calcho: Pues bien, doctor, yo necesito que me cure, que duele todo como un morro, que ya no puedo ahíto estar de pie aquí con dolo y solo, solito.
Después de que le toman un par de radiografías en la sala de rayos x, Alejandro llega a una habitación pequeña. Se desviste bajo la mirada absorta del paramédico, quien le entrega una bata azul cielo y le pide, sin mirarlo a los ojos, que se acueste en el camastro y relaje los glúteos mientras le inyecta un calmante. Cuenta mentalmente hasta diez; enseguida duerme.
Bajo la premisa de que una copa no es ninguna y dos son una, se detuvo en El Consorcio por cuatro vodkas. Cumplida la misión, notó que un grupo de cinco jóvenes desaseados, con pantalones de mezclilla y playeras grises, lo observaban. Él bebía con ritmo, antes de terminar la primera ya estaba junto a él la otra copa. Checaba el reloj, porque un profesional suele beber contra el tiempo. Quince minutos por trago, no más. Antes de terminar el vodka, liquidó la cuenta. En cuanto salió de la cantina caminó pegado al Reloj Chino. Escuchó el sonido de unos tacones apresurándose hacia él; eran los jóvenes que había visto en El Consorcio. Apuró el paso, porque las calles en esa zona no suelen tener la iluminación suficiente como para sentirse tranquilo al deambular por ellas. No había duda alguna de la intención violenta de los muchachos. Corrieron para alcanzarlo. Rodearon al objetivo. Alejandro se aflojó la corbata, tuvo tiempo para desanudarla y la enredó en el puño. Un gesto optimista, pues seguramente creyó que lograría acertar varios golpes. Recibió una buena tanda de patadas, puñetazos y golpes de karate que terminaron por ablandarle las piernas. Al tocar el suelo, Alejandro se enconchó, pero las puntas de los mocasines enemigos dieron con fuerza en las nalgas, los muslos, los bíceps, el abdomen y algunas partes del rostro. Al final de la golpiza, uno de ellos, el del pelo más largo, recitó en voz alta un par de versos: “Me doctoré en masoquismos, también en jurisprudencia, me doctoré en la alta ciencia de fabricar silogismos y de inventar espejismos. Me doctoré en la vehemencia de saber que la conciencia sólo acelera los ismos […]”.
–No vuelvas a burlarte de la poetisa en tu programa chafa, pendejito. ¿Oíste, vulgar, ignaro, chupapijas del gobierno? –advirtió frente a Alejandro, quien a pesar de que se cubría las orejas con las manos, casi empuñadas, logró escuchar la admonición del rapazuelo–. Una más y te rompemos las piernas, actorcito de televisión pública mexicana.
El jovencito dio media vuelta, el resto del grupo imitó al líder. Se alejaron gritando: ¡Larga vida, Pita Amor!
El personaje de mayor éxito que personifica Alejandro es ‘El vate del calcho’, un poeta que se encarga de exaltar los lugares comunes de la bohemia mexicana: alcohol, fracaso amoroso y escasos recursos monetarios para continuar la juerga en la que se detalla el hundimiento afectivo con los comparsas. Observa el mundo y lo critica. Al inicio de su participación, choca los talones y comienza a recitar algunos poemas que le han dado enorme reconocimiento a escritores ficticios, casi siempre coetáneos.
@FederìVite