Federico Vite
Noviembre 05, 2024
(Segunda de dos partes)
Federico Vite
Antes de terminar la preparatoria empecé a trabajar como taxista. Los fines de semana eran una locura, porque a esa edad lo importante siempre consistía en el momento y el momento se transformaba en novedad recurrentemente. Recuerdo que llevé de la pozolería Los Cazadores a la ya tristona discoteca Cat’s una triada de travestis bien ataviados y dispuestos a seguir la fiesta. Muy coquetos ellos, muy risueños. En cuanto los tacones se alejaban del auto se acercó una pareja de ancianos. Me veían fijamente. Iban a Luces del Mar (en aquel tiempo ahí todo era una enigma, entre la laguna y el mar, entre la oscuridad y las múltiples historias acerca de la delincuencia siempre latente). Me ofrecieron una buena paga y me comentaron que tenían ganas de llegar en taxi a la casa de sus hijos, quienes acababan de irse a Estados Unidos. Eran las diez de la noche. No dudé. Abordaron, él en el asiento del copiloto; ella en la parte trasera del vehículo. Te ves muy joven, dijo ella y escuché una voz grave, seguramente lijada por muchos años de trabajo. No mucho, recuerdo que respondí. Salimos de Mozimba, pasamos por el Jardín Azteca y me enfilé hacia Pie de la Cuesta. Se notaba ya en el panorama el arribo a una zona semi rural. El mar, a esa hora, sólo era una sombra extensísima, del mismo material que la noche.
Te queremos pedir un favor, comentó ella, queremos que nos esperes. ¿Te parece bien? Sí, agregué, un poco tenso porque cada vez había menos luz y los baches en la carretera podrían poncharme más de una llanta y, por supuesto, arruinar los rines. Kilómetros adelante de la Fuerza Aérea doblamos a la derecha por un sendero que conducía hacia la laguna. No había iluminación, pero gracias a los focos de algunas cabañas pude ubicarme mejor en la terracería.
Vamos hasta el final del callejón, dijo el hombre, ahí te vas a parar. Nosotros dejamos lo que tenemos que dejar y regresamos. No bajes los cristales, fue la reconvención del anciano, no apagues el motor. ¿Estamos?
La radio tenía algunos problemas de recepción y decidí apagarlo. Vi avanzar a la pareja, a oscuras, rumbo a la laguna. Ella llevaba una bolsa de plástico; él, un morral de tela, como el que solían usar los albañiles años atrás. Oí el zumbido de los moscos, algunos susurros y se percibían los golpes de algo cayendo al agua. Fragmentos de algo entrando al agua, precisaría yo.
Minutos después regresó la pareja. No apresuraron la marcha. Ella ya no cargaba la bolsa; él mantenía el morral colgando del hombro derecho, pero no daba la impresión de pesar mucho. Abordaron el auto. Me pidieron que me diera la vuelta y avanzara rumbo a El Cochero. No me sentí cómodo. Estaba más oscuro aún, pero de alguna manera sentía que podía manejar la situación. Me sentía protegido.
No tengas miedo, dijo ella, yo me dedico a servir a la gente. Estoy del lado de los buenos. De verdad.
Te vamos a pagar bien, agregó el anciano.
Fijé las manos al volante y la mirada en el camino. Pensé también que a otros compañeros los habían asaltado con este viejo truco: subían a personas de apariencia inofensiva y cuando llegaban al sitio pactado salían otras personas para someter al chofer.
Lo veo tenso, comentó ella, de verdad, no se preocupe. Yo me dedico al servicio. Estábamos entregando los huesos de unos muertitos, señaló, como si estuviera hablando de la entrega de abarrotes o de dulces. Este señor que viene con usted me conoce desde hace muchos años, agregó, y sabe que no me dedico a hacer el mal. ¿Verdad?
El anciano asintió con la cabeza, dos inclinaciones contundentes.
Yo veo que cuando tú eras niño había alguien cerca de ti, señaló ella, no sé si es tu familiar o no, pero no está vivo y aún anda atrás de ti. Tú lo veías y le hablabas. No te hace ruido, pero segurísimo que lo sientes a veces. ¿Verdad?
No estoy entendiendo, respondí, eché una mirada de soslayo a la laguna de Coyuca y pensé que si alguien aventaba un cadáver ahí, a esas horas, lo más seguro era que nadie lo encontrara. Y me vino a la mente una de las viejas leyendas urbanas que se contaban en la preparatoria. Decían que una pareja, hacía un par de años, había desaparecido en la playa de Pie de la Cuesta. Fueron a ver cómo desovaban las tortugas. Sus compañeros –porque ellos no fueron solos, sino en un grupo de estudiantes de ecología marina– encontraron la tienda de campaña y la ropa. No había rastro de esos jovencitos. Nunca hubo.
No te vamos a hacer daño, comentó el anciano, y eso me tensó un poco más. Ya mero llegamos, afirmó. A ver, Licha (recuerdo que dijo Licha), dale su dinero al muchacho.
Sí, enfatizó ella, sacó del brasiere los billetes; los contó. Toma, dijo al poner el dinero en la bolsa de mi camisa blanca. No tengas miedo. ¿Quieres que te ayude con ese señor que veías?
Gracias, dije.
Ya déjalo en paz, mujer, reconvino el anciano.
Aceleré, tal vez para darle un poco de velocidad a las cosas. Llegué a El Cochero. Me dieron la indicación de tomar la terracería principal y me detuve metros adelante.
Por aquí está bien, dijo el anciano.
Te voy a decir una cosa, confesó ella, algo importante: yo me dedico a ayudar a los muertos. Les doy paz, descanso, los procuro. Y a mí no me buscan los vivos, a mí me dicen los muertos lo que yo debo hacer. ¿Por qué crees que te escogimos para venir acá?
Vi por el retrovisor el rostro arrugado, el color negro de los ojos y el cabello cano de Licha. ¿Quién crees que me dijo lo del señor que veías cuando eras chamaco? ¿Quien crees? Ellos no se van, comentó, están con nosotros. Están vivos, pero en otra parte, cerca de nosotros. Sólo te voy a decir una cosa, lo vas a volver a ver, pero no tengas miedo. Toma, me dio un billete más de propina.
Los vi salir del taxi. Regresé a la carretera. Puse un cassette en el estéreo y subí el volumen. Oía Sweet dreams (are made of this), de Eurythmics, y sonreí, porque la letra de la canción y mi experiencia eran complementarias. Entendí a la perfección lo que dijo Licha y sentí un escalofrío. Sin duda alguna, ella había conversado con un difunto mío. Alguien importante para mí. Con el tiempo le di la dimensión exacta a esa experiencia y la atesoré. Puse sobre las páginas de mi diario la absoluta certeza de que hay vida después de la muerte, por eso reproduzco la vivencia aquí, una y otra vez, con el convencimiento de que tendrá sentido para algunos e incluso consuelo para otros. Saberlo, me reconforta.