Jesús Mendoza Zaragoza
Marzo 27, 2017
Estamos por llegar al término de la cuaresma cristiana que, desgraciadamente, se ha vuelto muy light y muy trivial. Hablar de cuaresma es hablar de mariscos, o es asunto de algunas prácticas piadosas desvinculadas de la cruda realidad que tenemos en México. Pero la cuaresma original es otra cosa y tiene que ver con el destino de todo un pueblo. Tiene algunos referentes bíblicos con una carga simbólica impresionante. Tiene que ver con los cuarenta días de ayuno y oración de Jesús en el desierto, con los cuarenta días del diluvio y con los cuarenta años del éxodo de Israel. Este último referente tiene una alta relevancia social y política y, al mismo tiempo, un significado espiritual y religioso fundamental.
La secular esclavitud del pueblo de Israel bajo el yugo egipcio, causó heridas profundas en el alma de los israelitas. Muchas generaciones vivieron la brutal esclavitud con las consecuencias humanas y sociales que se derivan de ella. La conciencia de este pueblo de esclavos estaba llena de desesperanza, dolor, ira y odio a sus dominadores. Es lo que, de ordinario, sucede en estos casos. No tenía este pueblo ni el aliento para pensar en su libertad y menos para conseguirla. Esta es una parte del contexto de la epopeya del éxodo en el que el pueblo de Israel sale de Egipto para tomar posesión de la Tierra Prometida, con una travesía de cuarenta años.
Este largo tiempo en el desierto tuvo un papel pedagógico: preparar a este pueblo para vivir la experiencia de la libertad en la Tierra Prometida. Con la conciencia herida y dolida, Israel no sabía de libertad y no estaba preparada para asumirla y ejercerla. Como pueblo de esclavos, estaba preparado para la venganza y para mantener el esquema de dominación que había experimentado en Egipto. Cuarenta años tenían que ser suficientes para curar las heridas de los esclavos y para construir un nuevo tipo de relaciones en términos de fraternidad, largando el esquema de dominadores y dominados. Y recibe los 10 Mandamientos como el fundamento espiritual y jurídico de una nueva sociedad que debería tener condiciones de fraternidad, de justicia y de cuidado de los débiles.
Los cuarenta años fueron necesarios para construir una nueva conciencia, para trasformar la identidad de las personas y del pueblo y para largar toda una serie de aprendizajes de los tiempos de la esclavitud. Israel tenía que desaprender la desesperanza, el desprecio de sí mismo, el servilismo, la traición, la apatía y otras actitudes propias de los esclavos. El libro del Éxodo refiere que Dios fue educando a su pueblo en la confianza, en la solidaridad, en la compasión, en el servicio, en el sacrificio, en la esperanza y en la justicia. El pueblo estaría preparado para entrar a la Tierra Prometida cuando garantizara que podría forjar una sociedad justa en la que no hubiera esclavos. Por eso fueron necesarios cuarenta años, una cuaresma de años.
Las transformaciones profundas y duraderas no se dan de manera rápida, como en olla exprés. Requieren una cuidadosa y larga transformación de la conciencia, de la sensibilidad, de las actitudes y de la misma identidad. En el caso de Israel, fue indispensable una revolución cultural con su correspondiente componente espiritual –no me refiero a lo religioso– que sí garantiza cambios profundos y de largo alcance hacia la justicia y hacia la paz. Los cambios políticos y económicos por sí solos no son duraderos ni se enfocan hacia la justicia ni generan fraternidad.
En México se están dando síntomas semejantes a los que tenía Israel durante su época de esclavitud. Desesperanza, insolidaridad, enojo, desconfianza, servilismo, apatía son síntomas muy difundidos por donde quiera. Vamos, se trata de una cultura marcada por antiguas y nuevas heridas que no nos han permitido dar pasos decisivos hacia condiciones de vida orientadas hacia la dignificación de todos los mexicanos.
El pueblo mexicano tiene carencias culturales que no le permiten reconocer, promover y defender su propia dignidad. Se han dado en las últimas décadas momentos críticos en los que han surgido movimientos sociales como respuestas ciudadanas y populares con el interés de generar cambios profundos. Pero todos se han quedado en el intento. El Frente Zapatista de Liberación Nacional, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, el movimiento Yo soy 32, el movimiento de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, las movilizaciones contra el gasolinazo.
¿Qué ha pasado en estos movimientos, que se han alzado para defender causas legítimas y que, tarde o temprano, se han ido en declive? ¿Por qué no han tenido la capacidad de abrir paso hacia transformaciones sociales y políticas, profundas y duraderas? La respuesta no es simple. Hay que reconocer que las causas son muy complejas. Pero sí quiero señalar que las transformaciones que se han buscado no han contado con la dosis de cambio cultural que han requerido, cada uno en su momento.
Como personas, carecemos de una cultura ciudadana bien puesta, que incluya valores, ideas, sensibilidades, motivaciones y actitudes, capaces de dar una lucha hacia adelante y hasta el final. No estamos preparados para ser ciudadanos libres y responsables y para expresarlo mediante la organización y la lucha.
Por otra parte, nuestra identidad como pueblo está muy lastimada y débil. En el país no nos hemos puesto la camiseta de México. Y, de la misma manera, quienes vivimos en Acapulco no nos hemos puesto la camiseta de la ciudad. No nos sentimos responsables de la ciudad. Los empresarios se sienten responsables de sus empresas y basta; los funcionarios de las universidades no tienen ojos para mirar a la ciudad; los ministros religiosos tienen una miopía y por eso no miran más allá de sus congregaciones; los maestros no miran más allá de sus escuelas y los políticos, para acabarla de amolar, no miran más allá de estar dentro del presupuesto público. Y a final de cuentas, ¿quién actúa como ciudadano que asume su responsabilidad por la ciudad? La miopía que padecemos nos impide mirar más allá de nuestros grupos, intereses y organizaciones. Después de todo, ¿a quién le interesa el pueblo? Este pueblo así como lo tenemos, con su lumpen, con sus añejos rezagos, con sus vicios y carencias, con su empolvada desesperanza.
Este pueblo tiene que ser construido o reconstruido, lo que sea mejor. Y necesitaríamos una verdadera cuaresma civil para hacerlo. Para largar las inercias de servidumbres y enojos irresueltos que no largamos desde siglos, para deshacernos de prejuicios e inercias nocivas que no nos permiten mirar más allá de nuestra nariz. Hay que deshacer al esclavo vengativo que llevamos dentro para que aparezca el ciudadano que construye comunidad. Es indispensable educarnos todos en el arte del ejercicio de la libertad, de la verdadera libertad que nos hace capaces de elegir el bien común, más allá de nuestros propios y legítimos intereses. Capaces de elegir la compasión, la justicia, el servicio y la bondad.
De otra manera seguiremos sometidos a los faraones de hoy, a esos que llevamos dentro de nuestra conciencia y a aquéllos que están encaramados en las estructuras de poder político y económico, religioso y cultural. Hay que empezar a mirar lejos y a imaginarnos nuestro futuro de manera diferente, para dar pasos, aunque sean modestos hacia la tierra de la libertad. Pero hay que meternos al desierto y hacer un éxodo ciudadano que nos permita prepararnos para el ejercicio de la libertad.