Jesús Mendoza Zaragoza
Mayo 29, 2005
Uno de los grandes riesgos que estamos reconociendo es el deterioro del medio ambiente, que va adquiriendo formas cada vez más devastadoras. Tenemos que admitir que no poseemos una cultura de respeto al medio ambiente, ni en la ciudad ni en el campo, ni los ricos ni los pobres, ni los ilustrados ni los ignorantes: hay un clima de descomposición ambiental sin precedentes. En el campo, la tala de los bosques, la contaminación de los ríos, los incendios forestales, el cultivo de las drogas, entre otras cosas, son señales de una relación disfuncional con la naturaleza. En las ciudades estamos peor. Las agresiones se multiplican de manera multiforme: la contaminación auditiva del ruido estridente en los espacios urbanos, la contaminación visual que rompe la armonía y la belleza de nuestros entornos y, sobre todo, la contaminación de nuestras calles y demás áreas públicas. La falta de consideración hacia los entornos hidrográficos y orográficos para levantar asentamientos humanos son trampas mortales al no respetar las leyes impresas en la naturaleza, a lo que hay que añadir la estrecha manera de manejar los deshechos y la basura.
De hecho, la relación destructiva hacia el medio ambiente, revela carencias humanas y sociales de fondo: vivimos disminuidos creyendo que no merecemos un mundo limpio y agradable, un entrono armónico con la dignidad humana y un espacio que resplandezca por su belleza. Y proyectamos hacia la naturaleza la misma relación que construimos en la sociedad: si tenemos una relación contaminadora hacia la naturaleza, pasa lo mismo en las relaciones con la sociedad: son relaciones corruptoras. Hay que agredir, robar, destruir e, incluso, matar, para sobrevivir o para hacerse un lugar en la sociedad. Hay que mentir y engañar para hacer política; hay que defraudar y explotar para tener dinero; hay que golpear y herir para defenderse y, en fin, hay que renunciar a vivir como seres humanos para tener derecho a vivir.
Las relaciones destructivas han sustituido a la original armonía del paraíso terrenal: la ruptura con la naturaleza y con el prójimo son la expresión de una más honda ruptura: la ruptura con la trascendencia, con nuestra propia dimensión espiritual como principio de vida y como inspiradora de relaciones humanas y humanizadotas. El ser humano, extraviado y fuera de sí mismo no logra identificar su original grandeza y valorar su destino trascendente. Sin el amor a sí mismo no puede haber amos al prójimo ni amor hacia la naturaleza.
La naturaleza se ha vuelto una cosa inerte, sin derechos, sin vida y sin un significado humano. En eso la hemos convertido. Y todavía nos extrañamos cuando nos responde con sus impetuosas e incontrolables fuerzas destructivas. Los desastres naturales no son más que consecuencias del trato inhumano y agresor que el ser humano da a la naturaleza y de su incapacidad de convivir con ella. Se dice que Francisco de Asís experimentaba y proponía una relación fraternal con todas las cosas y por eso hablaba del hermano sol y la hermana luna, de la hermana tierra y de la hermana agua; tenía una propuesta muy distinta en las relaciones con la naturaleza: en lugar de vivir sobre la tierra en una relación de dominación irracional, proponía vivir con la naturaleza en una relación de convivialidad. A muchos les resultará idealista y romántico desde una mentalidad maquinizada y tecnologizada, o hasta irracional desde una tendencia mercantilista.
La tierra se ha convertido en un objeto que puede ser utilizado de manera arbitraria y sin subordinación a ninguna ley, ni natural ni positiva, lo que la hace vulnerable y expuesta a los caprichos y a los más bajos instintos.
No es una utopía proponer el respeto a los bosques y a los ríos ni es fundamentalismo el llamar la atención hacia los graves riesgos que se avecinan si dejamos de ver la tierra como un objeto mercantil. A la tierra hay que hacerla producir pero respetando las leyes inscritas en la misma naturaleza. Y más que la ganancia económica, hay que buscar su dignificación. Estamos hablando de una mística, una espiritualidad ecológica. Hay que ver la Tierra –la naturaleza, los mates, la tierra- de manera más humana, más espiritual. Los indígenas la llaman “Madre Tierra” de manera muy familiar y observan un código ético y religioso de grande respeto hacia ella. Quizá debiéramos aprender mucho de ellos. Tenemos que explorar la relación íntima que hay entre la ecología y la espiritualidad, para reconocer que es posible humanizar todo trato con el medio ambiente. Si perdemos el medio ambiente, nos perdemos nosotros mismos.
El medio ambiente necesita ser redimido. Y la redención es una actividad espiritual o, si se quiere, sobrenatural, divina. El Espíritu redime el cosmos, la Tierra, la humanidad, todo. Si el hombre se deja redimir puede ayudar a redimir a la naturaleza. La Tierra, herida impunemente, necesita ser curada de las graves agresiones recibidas de una humanidad que cree en el dinero, en la tecnología, en la producción, en el bienestar como valor absoluto. Hay que sanar, por tanto, al hombre, que se ha mostrado incapaz de relacionarse con el medio ambiente de una manera sana y constructiva, hay que hacerlo que recupere la capacidad de contemplar y admirar la belleza de la naturaleza y cultivar su integridad. Nos haría mucho bien el ir adquiriendo una actitud de reverencia hacia la naturaleza, como reflejo de la grandeza de la humanidad y como espejo del Creador.