EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

AGENDA CIUDADANA

Una enfermedad profesional peculiar

Lorenzo Meyer

Octubre 25, 2007

 

Intento de explicación. El ex presidente de México, Vicente Fox, pareciera empeñado en permanecer en el ojo del huracán de eso
que puede llamarse la “pequeña política” mexicana, una actividad que poco o nada tiene que ver con la grandeza del ejercicio del
poder y sí mucho –todo– con sus miserias. Vale pues la pena tomar ese caso para discutir un problema mayor: la enfermedad
profesional del político. La distorsión de la personalidad como resultado del ejercicio del poder y que, finalmente, daña no sólo a
quien la padece –eso es lo de menos– sino a la sociedad toda.
El intento por explicar la conducta del ex presidente, así como la reacción que ha suscitado, puede tomar varios caminos. Un
columnista de The New York Times, David Brooks, sugiere adentrarnos en el “Yo-ismo”. El término no es elegante pero sí
adecuado ya que el “Yo” es un concepto al que Sigmund Freud y la psiquiatría le han sacado mucho provecho como ego, súper
ego e id.
El mal. Lo que el escritor norteamericano Scott Fitzgerald señaló en relación a los ricos –“no son como nosotros”– se puede decir
también de los políticos. Los profesionales de la política son esa minoría que ha hecho de la adquisición, ejercicio y retención del
poder público su razón de ser, y que en ese empeño tienden a transformarse cuantitativa y cualitativamente al punto que
terminan por ya no ser “como nosotros”, la mayoría. En algunos casos, esa diferencia es muy positiva –por ejemplo, Mahatma
Gandhi o Nelson Mandela, para sólo citar ejemplos del inicio y del fin del siglo XX–, pero lo que abundan son los casos dañinos e
incluso catastróficos para millones, como bien lo demostraron Hitler o Stalin.
En términos generales, al inicio de su carrera, el político profesional puede ser o parecer una persona normal, pero la esencia de
su actividad (o vocación) es un elemento muy peligroso que tiende a provocar su cambio pues, como lo advierte Brooks, la
política es una profesión altamente contaminante. Y es que los profesionales de esa actividad se enfrentan sistemáticamente a un
conjunto de factores muy fuertes que de manera directa o indirecta, tienden a crear o acentuar los elementos negativos de su
personalidad: egoísmo, inseguridad, orgullo, envidia, sadismo, ansia de dominio, de acumulación de bienes materiales, etc. Ese
cambio fácilmente puede alcanzar niveles patológicos. Una posición de poder en personalidades con esas deficiencias –¿y quién
no las tiene en alguna medida?– juega el mismo papel que los nutrientes de un caldo de cultivo en las bacterias: sirve como
disparador de un crecimiento rápido, anormal, de ciertos rasgos de personalidad.
En el viejo sistema. En México, como en muchas otras partes, el político se tiene que someter a un proceso que erosiona o de
plano destruye ciertas conductas y alienta otras que lo alejan de los patrones de normalidad. En el viejo régimen priísta, por
ejemplo, el político que ingresaba al partido de Estado tenía que aceptar el sometimiento total a la voluntad del superior, ya que
dejar el partido o ir a la oposición era el “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” (Cesar Garizurieta). Si el jefe del Ejecutivo
decía que había que ir a la izquierda (Cárdenas) pues allá iba; si decía que se debía marchar por la derecha (Alemán), por ahí
marchaba. Si el presidente decía que los bancos debían ser nacionalizados (López Portillo) pues se le apoya por patriotismo; y si
luego decía que se tenía que privatizar (Salinas), también se le apoyaba, por patriotismo. La contradicción era una forma de
sobrevivir.
El viejo sistema exigía no tener lealtad a ningún conjunto fijo de políticas o valores y nunca poner en duda la visión del
presidente en turno. Esta sumisión extrema no era la única manera de triunfar, pero sin ella nadie llegaba a una secretaría de
Estado, gubernatura, diputación, senaduría, empresa paraestatal, Suprema Corte, etc. Cada seis años un giro de la suerte ponía
en la Presidencia u otro puesto de mando a uno de los miles de sumisos disponibles. Entonces, su biografía de humillaciones
pasadas era hecha a un lado y, ahora, para compensar, infligía humillaciones sin cuento a sus colaboradores e, indirectamente, a
toda la sociedad. El resultado fue un sistema político dominado por personalidades como las de Luis Echeverría que de
subordinado extremo se transformó en un megalómano que sólo la bancarrota de la balanza de pagos pudo detener, aunque no
antes de que sumiera al país en una crisis política y económica.
En el nuevo sistema. A diferencia de quienes le antecedieron –de Calles a Zedillo–, Vicente Fox no ganó la Presidencia por haberse
subordinado y humillado ante el poder, ni tampoco por haberse sometido a la voluntad de la oligarquía que dirigía su partido –
Diego Fernández de Cevallos, et. al. Las influencias destructivas vinieron de otro lado, de uno inherente a la democracia política
moderna.
En primer lugar, en el nuevo sistema el precandidato debe destruir públicamente la imagen de aquellos que, dentro de su propio
partido, le disputan el puesto. Luego, ya en la campaña, debe proceder a destruir la imagen pública de los contendientes. En este
proceso todo el discurso del candidato se centra en el “Yo” de manera abierta, incluso obscena. En efecto, la campaña obliga a
dar rienda suelta a algo que el individuo normal debe reprimir, si no por convicción, por elegancia: el auto elogio. El candidato
tiende a decir a voz en cuello y a todas horas, “yo soy el mejor, el único”. Aquí se debe contravenir el principio evangélico “que tu
mano derecha no sepa lo que hace la izquierda” pues la humildad resulta un pecado capital y alienta a hilvanar un rosario
interminable de yo-ismos: “yo he dicho”, “cuando yo fui gobernador, yo hice…”, “cuando yo fui responsable de la empresa, su
eficiencia fue mayor que nunca”, “con mi conducta yo he demostrado que…”, “cuando yo llegue, yo haré lo que otros no han
podido, por corruptos o por cretinos”. Es indispensable atacar al adversario sin respeto, sin apego a la verdad: “ese otro es un
peligro para México”, “ese otro es un mandilón”, “ese otro es un deshonesto”, “ese otro es un inepto además de corrupto”, etc.
Durante la campaña y ya en el poder, el político exitoso de antes pero también el de ahora, tiende a ver a los otros como simples
medios, no fines, en función de qué tan útiles le son como instrumentos, “para qué me sirven”. Si el gobierno anterior fue de otro
partido o régimen, como efectivamente fue el caso con Fox, entonces hay que recordar constantemente que “yo estoy haciendo lo
que por años los otros no pudieron o quisieron”. La estrategia de este tipo de político –y esto fue particularmente cierto en el
caso de Fox– se centró en presentar la mejor imagen “de mí”.
En el caso de Fox, a diferencia de otros sistemas, la reelección no era posible. Ello le llevó a un punto culminante del “Yo-ismo”:
trasladar su imagen positiva a su “otro yo”, Marta Sahagún. Gracias a los manejadores de imagen, hasta los errores se
convirtieron en aciertos y según su ex vocero, Rubén Aguilar, el grueso de las declaraciones absurdas del entonces presidente,
fueron celebradas y presentadas como aciertos. Fox, según confesión propia y siguiendo la costumbre de un antecesor priísta,
Carlos Salinas, ni leía ni oía a los críticos y sólo se concentró en los que reforzaban su imagen positiva. Al final, sus acciones para
impedir el triunfo electoral de la izquierda, calificadas de impropias por el Tribunal Electoral del Poder Judicial, le fueron
celebradas por todos los poderes fácticos –los dueños económicos del país– y Fox se vio a sí mismo no sólo como el verdadero
arquitecto de la victoria de su sucesor sino el salvador del país.
El resultado. Sólo personalidades fuertes, una minoría de políticos, logran sobreponerse a los efectos corrosivos de su profesión
y conservar o recobrar su humanidad. No fue ese, desde luego, el caso de Fox. Tampoco es difícil entender que tras años de “Yo-
ismo” ahora le sea imposible dejar el centro del escenario o que no le parezca mal que en un país de pobres el ex servidor
público viva conforme lo demanda su “Yo”, en la opulencia, y le tenga sin cuidado la oportunidad histórica que desperdició: el no
haber podido ser el símbolo de una nueva moral y de una nueva sensibilidad en un México muy dañado por su clase política,
lograr que una población centenariamente descreída de sus gobernantes y de la autoridad se identificara finalmente con el nuevo
régimen. En fin, la enfermedad profesional de los políticos hizo presa en grado agudo del ex presidente Fox y todos hemos salido
muy afectados.