EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Una herramienta para el escrutinio de lo real

Federico Vite

Diciembre 03, 2019

El discurso del escritor español Javier Marías, al momento de recibir el Premio Rómulo Gallegos en 1995, me recuerda que la experiencia de lectura está íntimamente relacionada con el placer. No hay otra manera de incentivar la lectura más que enarbolando el hedonismo que prodiga la inteligencia y la sensibilidad. Será preciso pues citar a Marías para agrandar el rango de reflexión: “Tal vez no sea lo más sensato por parte de un escritor que sobre todo hace novelas confesar que cada vez le parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el de leerlas. Nos hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos 390 años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de abrir un libro y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano Cioran explicaba que no leía novelas por eso mismo; habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografías, los diarios, la correspondencia y los libros de historia. Si lo pensamos dos veces, tal vez a Cioran no le faltara razón y tal vez sea inexplicable que personas adultas y más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota bibliográfica en la solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo eso es aún de ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con ella se levantara el telón de un tesoro, fingimos olvidar toda esa información y nos disponemos a atender a otra voz —sea en primera o tercera persona— que sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada. ¿Qué nos da esa capacidad de fingimiento? ¿Por qué seguimos leyendo novelas y apreciándolas y tomándolas en serio y hasta premiándolas, en un mundo cada vez menos ingenuo?”. Tratando de responder estas coquetas preguntas, me viene a la mente un ejemplo de que la literatura no es solo la meta hedonista sino un instrumento para comprender la realidad.
59º and raining: the story of Perdita Durango (Random House, Estados Unides, 1991, 178 páginas), de Barry Gifford, contiene la vida de Perdita, muchachona de 23 años, hermosa, inteligente y desalmada. Cree que los únicos placeres verdaderos que les quedan a los humanos son los del sexo y el asesinato. Aliada con el no menos bello y perverso Romeo Dolorosa, un santero que realiza sacrificios humanos, rapta a una pareja de jóvenes estudiantes gringos en la frontera de Esta-dos Unidos de Norteamérica con México. Perdita y Romeo obligan a que la pareja observe una ceremonia en la que Romeo sacrifica a un niño mexicano y devora su corazón. Los asesinos harán de sus víctimas esclavos sexuales y todos participarán en una frenética jornada de horror.
Contado por una voz narrativa gélida y concisa, esta novela cautiva por la renovación de las relaciones amorosas que plantea y describe con acierto el autor. A Perdita y Romeo solo les interesan las variaciones del crimen y el sexo. Es decir, para ellos el placer está únicamente en la muerte y en La petite mort.
59º and raining: the story of Perdita Durango es un relato duro, sin concesiones con las buenas costumbres. Está escrito para recrear los ambientes de los burdeles, lupanares, piqueras y restaurantes mexicanos, escenarios aromatizados con pólvora y con sangre. Podría decir, sin duda alguna, que este libro pertenece ya al canon salvajemente costumbrista de este país. Esta novela merece una mejor fortuna que los anaqueles de los libreros viejos, pues Barry Gifford narra una historia que ahora se entiende como la recreación de meras prácticas comunes de las empresas dedicadas a la industria imperecedera de la muerte (porque leerla ahora es menos impactante  que hace 20 años; recuerdo haber leído por primera vez este volumen en 1998 y me pareció excesiva la violencia expuesta en el cuerpo narrativo), pero este libro tiene algo más que mera violencia, algo más que la recreación de la realidad. Gifford postula la insatisfacción como eje argumental y en respuesta a ello actúan los personajes. Plantea un asunto complejo que no se resuelve con abrazos ni apapachos.
Para crear a Perdita, Gifford se basó en la vida de Sara María Aldrete Villareal, mejor conocida como La madrina. Una joven que residía en la frontera entre México y Texas. Estudió la universidad; de hecho, se graduó como licenciada en educación física. Posteriormente conoció a Adolfo de Jesús Constanzo (molde real de Romeo), líder de una secta, practicante de rituales santeros y de sacrificios humanos. Secuestró, agredió sexualmente, mutiló y asesinó a 13 personas con la ayuda de Sara. Cocinaba los miembros cercenados de sus víctimas en una olla.
En 1989 Adolfo y Sara secuestraron a la estudiante Mark J. Kilroy. Esto provocó que el gobierno de Estados Unidos abriera una investigación y con ayuda de las autoridades mexicanas encontraron el rancho en el que Adolfo y su secta llevaban a cabo sus rituales. Finalmente, Constanzo murió en una balacera. Sara fue detenida y en 1990 la condenaron a más de 600 años de prisión.
Practicando el sano deporte de disentir, estoy en desacuerdo con Javier Marías, pues la novela no solo obedece a un amo: la ficción. Temo que la novela se ha convertido en un instrumento para comprender la realidad y eso la desmarca del atávico molde de la fábula. Pienso en ello al enumerar algunos libros de cabecera: Operación masacre, de Rodolfo Walsh; A sangre fría, de Truman Capote; Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer; Elisbeth, de Paolo Sortino; y El adversario, de Emmanuel Carrère. También pienso en El crimen de la calle Aramberri, de Hugo Valdés, y en Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia.