EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Una pasión tremenda por el autosabotaje

Federico Vite

Julio 19, 2022

De acuerdo con el escritor, articulista y editor Theodore Solotaroff, Yates invirtió cinco años en escribir Revolutionary Road (USA, Little Brown and Company, 1961, 337 páginas). Se identificó muy bien con el mundo de sus personajes. Para cualquier lector, el mundo descrito por Yates es aparentemente simple, pero atemorizante. Dice Solotaroff: “Richard Yates es un escritor inteligente e imaginativo, sospecho que pasó buena parte del tiempo preguntándose si realmente podría hacer un libro aparentemente frívolo”. Esta cuestión, la del mundo superficial, es lo que aterra porque todos los personajes dan por sentado que los Wheeler son ejemplares y esa fachada, página tras página, se rasga y finalmente cae. Lo terrible y asombroso de este libro es que los Wheeler fracasan en la mejor de las circunstancias. April se dejó avasallar por las apariencias. Creyó que era una mujer talentosa e independiente y cuando trató de regresar al ideal de sí misma se dio cuenta que todo era irremediable: ya no podía ser lo que anheló.
Detalla Solotaroff que en abril de 1951, Richard Yates zarpó de Nueva York a París. Había estado allá dos veces: de niño y posteriormente como soldado. Para él, como para tantos otros escritores estadunidenses, París era un tópico: la plateada y descuidada ciudad de Hemingway y de Fitzgerald. Para Richard, París fue un taller literario. Yates dijo que estaba decidido a producir cuentos allí “al ritmo de uno al mes”. Tenía veinticinco años cuando inició un proyecto que duraría hasta 1992, año en el que muere.
Su afición era la literatura, pero bebía y fumaba con furor. Eso le quitaba mucho tiempo. Era alcohólico, pero rara vez escribía borracho. Vivió en Iowa, Boston, Los Ángeles, Nueva York y finalmente en Alabama. Todas las residencias que tuvo propiciaban el ideal del abandono. En cada domicilio había una mesa para escribir, humo de cigarrillos, algunos libros, café, bourbon y cerveza. Nada más. Amigos y colegas encontraron estos alojamientos terriblemente sombríos; para Yates eran una oficina. Ni siquiera París fue un hogar. A él no le tocó el glamour que había encantado a una generación literaria anterior. Entre París, Cannes y Londres inició una carrera en los estrechos márgenes del Continente Literario. El biógrafo de Yates, Blake Bailey –también biógrafo de Philip Roth y de John Cheever, recientemente involucrado en un escándalo de hostigamiento laboral y acoso sexual– cuenta que después de haber escrito catorce cuentos, todos inéditos, el decimoquinto (“Número 15 fuera de la línea de producción”, así lo describió Yates) se envió a The Atlantic y finalmente lo aceptaron. Recibió doscientos cincuenta dólares. Un mensaje telegráfico dio la maravillosa noticia. Durante los siguientes nueve años, Yates se ganó la vida vendiendo historias. Vivió con muchas carencias, pero obtuvo una reputación y prestigio, aspectos que le aseguraron el interés y el aliento de un editor que, como todos los editores, quería una novela, no un libro de cuentos. Siempre ha sido así, los editores no encuentran un motivo real para cambiar esa regla. Esa primera novela fue Revolutionary Road (1961). Después de este libro, Yates inició un descenso. Para decirlo brutalmente, asevera Solotaroff, tuvo diez años buenos, el resto de su obra fue de menor calidad. Las publicaciones posteriores aparecieron periódicamente: Eleven kinds of loneliness (1962), A special providence (1969), Disturbing the peace (1975), The easter parade (1976), A good school (1978), Young hearts crying (1984), Cold spring harbor (1986), Liars in love (1981). Se hizo de lectores, pero todos buscaban algo similar a lo mostrado en su primera novela. Incluso él, como lo dice Bailey en la biografía A tragic honesty: the life and work of Richard Yates (2003), quería volver a tocar el ansia de Revolutionary Road: “Celebrado en su mejor momento, olvidado en sus últimos años, solo para ser defendido nuevamente por nuestros más grandes autores contemporáneos, Richard Yates siempre expuso la inquietante hipocresías de nuestra era moderna. El propio Yates sirve como lente fascinante de la América de mediados de siglo, un mundo de aspirantes a artistas, amas de casa deprimidas, hombres de negocios confundidos, vida lujosa, lucha melancólica y autoengaño. La historia de Richard Yates se erige como un singular recordatorio de lo que el escritor debe sacrificar por su oficio, el pacto de la maestría a costa de la felicidad”.
Revolutionary Road pone en perspectiva el desmoronamiento familiar. La historia va siendo recordada durante toda la novela, pasa de una psique a otra mediante la orquestación de una sutil voz omnisciente. El artefacto narrativo es un culto a mnemósine. No hay ideas geniales e innovadoras. Simple y sencillamente se puso en marcha el canto de la memoria y con ello se desarrolló una historia difícil de olvidar porque nos recuerda a otros como Frank y April en nuestro entorno.
Durante la época optimista de la segunda mitad del siglo XX, Frank y April Wheeler dan la impresión de ser una pareja modelo. Son brillantes, hermosos y talentosos. Viven bien. Tienen dos niños pequeños y una casa en los suburbios, una propiedad envidiable. Se casaron muy jóvenes y formaron rápidamente una familia. Quizás el trabajo de Frank es aburrido en una oficina. Dicta oficios, los corrige, va a las fiestas de cóctel, tiene un buen auto, gana dinero con facilidad. April nunca se imaginó como ama de casa, hacendosa y protectora. Quería otra vida. La seguridad en sí misma le hizo creer que la fama y fortuna estaban a la vuelta de la esquina. Pero esa certeza empezó a desmoronarse. Yates expone la forma en la que Frank y April hipotecan sus sueños. Muestra el autoengaño de una manera tan natural que abruma y espanta a cualquiera. Quizá la enseñanza más alta de este libro sea una minucia largamente repetida, pero nunca dicha con la intensidad de Yates: Hay hombres que fracasan en la mejor de sus circunstancias, cuando tienen todo para ganar.
Frank Wheeler es otro de los miles de jóvenes brillantes, hermosos y fornidos que ha perdido el rumbo y terminan laborando en una empresa de Nueva York, donde se aburre mucho. Amontona la correspondencia de ventas sobre el escritorio. Los fines de semana intenta construir un camino de piedra en su gran casa y lucha por mantener la paz del matrimonio, pero casi siempre termina apocado por una tremenda cruda. April sigue siendo una mujer guapa, pero frustrada. Es una ex estudiante de teatro desbordada por el ansia y pierde el control con frecuencia. La depresión la caracteriza. ¿Por qué? Tiene una vida que no quiere: dos hijos latosos, tristes vecinos fisgones y amigos aburridos. Para ella, todos son personas grises. No pueden ofrecerle nada para su crecimiento. Pero está mucho más triste en casa, junto a un hombre que ya no ama ni desea volver a ver.
La novela arranca con el ensayo de una obra de teatro. The Laurel Players, compañía de teatro amateur, afina el estreno de The petrified forest. La función inaugural se caracteriza por los errores actorales; uno de ellos corre a cargo de April. Así empieza el desmoronamiento. April se deprime aún más, busca la manera de salir de la dinámica doméstica y opresiva de siempre (tragos, pláticas, presunciones económicas, frivolidad) y propone a Frank irse a Europa. “Siempre he creído que tú puedes hacer todo lo que te propongas, Frank, lo supe desde el principio”. Lo convence de realizar la mudanza para que los nuevos aires europeos mejoren la relación y posteriormente ponen una fecha para salir de América. Frank le informa a su jefe que se irá a Europa; April, a unos amigos. Todos los conocidos de los Wheeler creen que se trata de una broma. Cuando se acerca el plazo ponen en venta la casa. De un día a otro April se ensombrece aún más e informa a Frank que está embarazada por tercera vez. Ella no quiere tener un hijo porque eso evitará que se vayan a Europa. Buscan la manera de que la mudanza se consume, pero no tienen fortuna. April no quiere estar con Frank nunca más. “Es como si fuera un chico que me divirtió mientras caminábamos a casa”, esa es la conclusión de la esposa, a quien cada vez le cuesta más trabajo lidiar con los hijos, con los vecinos, con los amigos y, por supuesto, con un esposo venido a menos, incapaz de hacer realidad los sueños maritales. Se hunde en un silencio lúgubre del que no sale nunca más. Toma una decisión que trae a cuento los eventos recientes en Estados Unidos, me refiero a la prohibición del aborto en algunos estados, y pone sobre la mesa un debate ético, porque de no tener ella otro hijo podría hacer una vida en París. Si es madre por tercera vez el sueño se hace añicos.
April exuda desencanto; Frank, más que un maléfico macho, rebosa de torpeza y codependencia. No puede vivir sin su esposa; tampoco con ella. Son literalmente una pareja de adolescentes en busca de padres. Están en una situación inmejorable y aún así pierden todas las posibilidades de crecimiento. Se hunden en pantanos ideados a la medida. Yates debería tenerse más en cuenta cuando se habla de la clase media estadunidense; en especial, cuando se exponen los fracasos de la gente que tiene las arcas abiertas de la fortuna, pero simplemente no puede capitalizar el tesoro. Revolutionary Road es una parábola formidable del autoengaño. Si no la conoce, créame, se pierde algo valioso.