Humberto Musacchio
Marzo 01, 2018
Después del movimiento de 1968, la droga corrió en la Ciudad Universitaria en cantidades inusitadas. Antes, por supuesto, había dealers y clientes, pero eran contados y el asunto se desenvolvía dentro de una gran discreción. En los meses siguientes a la matanza tlatelolca, por toda la CU se podía ver a tipos que ofrecían mariguana y diversas pastillas a los estudiantes.
La tristeza y la decepción son factores que pudieron jugar un papel, como muy bien lo expresa Luis González de Alba en Los días y los años. Sin embargo, lo determinante en aquellos meses, como hasta la fecha, fue la oferta masiva y abierta de drogas por individuos que operaban abiertamente sin que autoridad alguna los molestara. El hecho no era casual. Fue una de tantas fórmulas empleadas para mediatizar a la juventud, buscando que no se repitiera un despliegue de rebeldía como el vivido en 1968, aunque a fin de cuentas de poco sirvió, pues el consumo de ciertas sustancias no necesariamente mediatiza.
Por supuesto, no hay drogas inofensivas, pues sus efectos dependen del tipo de sustancia, de la cantidad consumida y de los mecanismos de recepción y eliminación de cada organismo, entre otros factores. Pero el consumo, a fin de cuentas, debe obedecer a una decisión personal y adulta y no a la absurda prohibición legal que propicia el mercado clandestino y las complicidades derivadas de la corrupción policiaca.
La autonomía no significa extraterritorialidad, pero sí tiene una connotación que hace rechazar la presencia de la fuerza pública en el campus, algo que se origina en el hecho de que la Real y Pontificia Universidad de México nació como un gremio que disfrutaba de ciertas prerrogativas, entre otras, que ante las faltas de los estudiantes –salvo en delitos de sangre– fuera el rector quien decidiera el castigo aplicable y cuando la pena era de reclusión esta se purgara dentro de la institución, en la cárcel que conservaron las escuelas hasta fines del siglo XIX, aun después de que fuera suprimida la vieja universidad. Por esas mismas prerrogativas gremiales, la fuerza pública no podía entrar a los recintos universitarios sin la autorización expresa del rector.
Si bien ya no existe el fuero universitario, la historia citada explica el celo de la comunidad ante la presencia de la fuerza pública. Por supuesto, eso no significa que las diversas corporaciones policiacas no mantengan una vigilancia permanente en el campus, tanto en CU como en otras sedes. Esa labor la realizan permanentemente policías de civil, algunos inscritos como estudiantes, otros que ejercen como empleados de la institución y no pocos porros.
Sobre la presencia militar en el campus habla elocuentemente un hecho poco recordado. En los años sesenta, cuando hubo un auge de los cineclubes en la Universidad, se proyectó en Filosofía y Letras un filme prohibido: La sombra del caudillo, de Julio Bracho. Al término de la función y dentro de la CU, el proyectista y los organizadores del cineclub fueron abordados violentamente por un grupo de militares vestidos de civil, quienes les arrebataron los rollos de la película, pues la prohibición se debía a que era considerada denigrante para las fuerzas armadas.
De modo, pues, que si las autoridades quisieran impedir el comercio de drogas dentro del campus, bastaría con aprehender a los tratantes al salir de la Ciudad Universitaria, pues los tienen perfectamente identificados. Tan es así, que según la Procuraduría capitalina, desde hace nueve años hay narcomenudeo en la CU (en realidad desde hace mucho más tiempo) e incluso se sabe qué grupos controlan ese comercio y, para mayor precisión, el procurador Edmundo Garrido declaró que los vendedores provienen de las colonias San Francisco Coyoacán, Copilco Universidad y Santo Domingo. Por su parte, la PGR dice tener varias “carpetas de investigación abiertas”. ¿Y…?
En suma, las autoridades saben muy bien quiénes son los delincuentes, de dónde vienen y cómo operan, pero dejan hacer y por eso se han producido homicidios y se ha creado una atmósfera altamente peligrosa para estudiantes y profesores. Pero hay quien acusa a los universitarios de usar la autonomía como pretexto para impedir la acción de la policía y se alzan voces que demandan dar el paso a toda clase de guaruras, no para acabar con la delincuencia, sino para tener una presencia intimidante y un mayor control político sobre una comunidad tan sensible. Y nada más.