EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Unicornio

Florencio Salazar

Diciembre 03, 2019

 

 

Se tendría que escribir como se respira.

 Un halito armonioso, con sus lentitudes

    y sus ritmos precipitados, siempre natural,

                                                                                       he aquí el símbolo del bello estilo.

Jules Renard

 

 

 

 

En diferentes publicaciones  he leído: ¿Escribir para qué? Será por que las palabras siempre tienen algo que decir o quizá porque se clame en el desierto. El caso es que con oídos abiertos o cerrados la palabra vive aún cuando se atrapen como  los   peces en las redes, robalos revueltos con  charales. Ellas, siempre dispuestas y acomodadas al tiempo y al humor.

 

Acostumbrados a las palabras las usamos como cualquier cosa y les damos los valores que se nos ocurran de acuerdo a nuestras necesidades y conveniencias. Tienen la propiedad del agua, por su capacidad de transformación. Los alquimistas sabían que cualquier mortal podía convertir rústicos metales en oro, pero se inventaron  la historia de la piedra filosofal para justificar la búsqueda de lo evidente, pues la fórmula está en la palabra;  la palabra que puede transformar todo, incluso al oro en pobres materiales.

 

Las palabras  cambian por el modo en que las usamos y ofrecemos. Los diestros se han  educado en su uso apropiado; cada palabra en su lugar y cada una con su propio ritmo y elocuencia con el fin de decir lo que quieren decir.

 

Existen palabras que se guardan en involuntarios silencios. Son aquellas que han dejado de usarse y se olvidan y con el olvido, mueren. Mueren idiomas enteros porque se acaban sus hablantes u otro idioma se impone con su abc.  Y está bien que así ocurra. Para qué empeñarnos en darles vida artificial a los que han dejado de comunicar. Todos los idiomas –supongo- tienen anacronismos, palabras que se llenan de polvo y telarañas al dejar de transmitir  lo que expresaban. Solo se conservan momificadas para el estudio de lingüistas. En sentido estricto el idioma cambia de piel renovada por los neologismos, atravesando el tiempo.

 

Vuelvo a abrir El lenguaje literario, vocabulario crítico (M. Ángel Garrido Gallardo, editorial Síntesis, S.A, Madrid, 2009). Empiezo por las definiciones sobre  ¿Qué es la literatura?: “Su raíz es littera (letra). En plural, litterae, letras, cosas escritas, cartas”.  Sus conceptos  contemporáneos son varios y uno mismo: Arte de la palabra, Arte de la expresión intelectual, Arte de escribir obras perdurables, Composición artificial del discurso, Cultura del hombre de letras, Conjunto de la producción de obras literarias en los sentidos…

 

Aludo a  este texto de 1,502 páginas, con letra de Biblia, porque encausa su contenido en las dos grandes ramas de la literatura: la poética y la retórica. El libro es erudición pura; leerlo y, sobre todo, comprenderlo, equivale a tomar un curso de literatura; es decir, de la palabra en su maleable y  compleja domesticación. Ella es parecida al unicornio, difícil de poseer.

 

La palabra es difícil aunque está en todas partes, pero no siempre la buscada, la necesaria. Volviendo a la metáfora de la pesca, es como ir por un marlín azul. La palabra escasea para los fines de la obra literaria, sea poesía o narrativa. El poema, por ejemplo, puede parecer simple en sus versos: Un deseo de aquí, (¿qué tiene de poético?) Pero el díptico resuelve la deslumbrante imagen en su aparente sencillez: una memoria de allá, (Alejandra Pizarnik). Igual el escéptico Miguel Hernández: Es la triste basura/ de los turbios deseos,/ de las pasiones turbias. La cadencia, el ritmo en el verso y la claridad de la imagen no dejan duda de que se escribieron en el espacio concreto de un poema con las preciosas, las precisas palabras.

 

Sabemos  que la palabra sirve para todo. Pienso en la fuerza idiomática de Neruda y el festejo selvático de Gabriel García Márquez. Tanto  vieron y vivieron que su imaginación fue de extensiones incalculables; tanto, que  terminaron siendo ellos los buscados por las palabras: asediados,  cercados,  inundados. Sus mesas, sus escritorios, sus sabanas, estaban llenas de letras. Aparecían en el plato, en el papel, en el sueño; estaban también en el estropajo, en la manga de la camisa y en los zapatos. Llegaban en tumultos por que la palabra solo se somete al genio creador.

 

No dejemos fuera al hermano menor del poema, aquel que  musicaliza la palabra  dirigida  esencialmente al amor y al desamor; llámese bolero, corrido, balada, tango o se bañe de ritmos tropicales. Aclaremos que el hermano menor no siempre es menor. Azul, como una ojera de mujer;  siguiendo al hastío (que) es pavorreal/ que se aburre de luz en la tarde (Agustín Lara); o, en este mundo tan profano/ quien muere limpio no ha sido humano (Álvaro Carrillo)…  podríamos seguir con letras de Gabriel Ruiz, Gonzalo Curiel, Manuel Esperón, José Alfredo o Manzanero, cuyas composiciones  tienen tanta poesía como cualquier obra lirica. Ahí está un par de  insobornables fedatarios: Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina.

 

Las palabras enaltecen y nos hacen imaginar horas luminosas.