Lorenzo Meyer
Noviembre 23, 2017
En la mitología griega fueron siete los que se lanzaron contra Tebas, pero en otra Tebas –en la de un Congreso sin autoridad moral ni política–, uno se lanzó con particular estilo, en su calidad de senador y diputado de oposición: Porfirio Muñoz Ledo (PML).
Era común que en el pasado un político profesional se iniciara como crítico y terminara dentro del sistema. La carrera de PML fue a la inversa. A los 17 años empezó su actividad dentro del aparato del gobierno y rápido llegó a las alturas –secretario del Trabajo primero y de Educación después, presidente del PRI y representante de México ante la ONU, entre otros cargos. Sin embargo, a los 53 años optó por encabezar, junto con Cuauhtémoc Cárdenas y un puñado de priistas, una sorpresiva rebelión contra su jefe nato: el presidente de la República. En la elección de 1988, la llamada Corriente Democrática enfrentó primero desde dentro y luego desde fuera, a la hasta entonces incuestionada voluntad presidencial. Hay elementos para suponer que esa insurgencia ganó en las urnas, pero no se le reconoció. Lo que sí se acaba de reconocer en la UNAM es la carrera de PML.
Fue en 1988, en su calidad de senador, donde la figura de PML realmente brilló. Ese senado era un perfecto reflejo del sistema político que se negaba a aceptar que la movilización desatada entonces era el principio de algo nuevo. El 1° de ese septiembre ocuparon sus curules 64 senadores: 60 del PRI y 4 del FDN: dos por Michoacán e Ifigenia Martínez y PML por el DF, zonas tan claramente opositoras que ni el fraude pudo ocultar.
Ese Senado era, como los anteriores, realmente un depósito de cuadros priistas en espera de un puesto mejor o del retiro. Quienes ocupaban las 60 curules habían llegado ahí por la voluntad del aparato no de los votantes. Ninguno estaba preparado para enfrentar y debatir y se requería de mucha finura y conocimiento de la materia, para debatir a un PML que, sin el respaldo de la fuerza, tenía la fuerza de la legitimidad de su reclamo. Esa finura y conocimiento no las hubo en las filas del PRI.
El 1° de septiembre de 1988 es ya imborrable en la memoria histórica. El senador capitalino fue el “uno contra Tebas”. Con voz fuerte –fue campeón de oratoria– PML interrumpió la lectura del último Informe Presidencial del sexenio y soltó su famoso: “¡Pido la palabra, señor presidente! ¡Solicito una interpelación!” La prensa informó que se armó la “batahola”. El presidente de la mesa pretendió callarlo con el artículo 69 de la Constitución –que establece que la obligación del titular del Ejecutivo era presentar un informe, no responder a nada. PML no se arredró y argumentó que, como senador, tenía derecho a formular preguntas. El presidente no escuchó ni respondió, pero eso poco importó frente al hecho de que un senador, comportándose como tal y frente a la nación, hubiera roto la imagen del jefe del Ejecutivo como figura incuestionable, invulnerable y venerable. El 1° de septiembre dejaría de ser el “día del presidente”.
PML siguió su intensa actividad como opositor en otros ámbitos, pero volvió al Congreso en 1997, como diputado. Fue un Congreso diferente. El PRI ya no tenía el control y PML pudo poner al Legislativo en un diálogo de iguales con el Ejecutivo.
Hasta entonces, las respuestas a los informes presidenciales habían sido piezas oratorias perfectamente olvidables. En contraste, la que leyó PML el 1° de septiembre fue un breve gran discurso, dado en una circunstancia que permitía suponer que México se encaminaba a una transición democrática efectiva y pacífica.
Hoy, esa pieza oratoria de PML tiene el tono y el contenido de lo utópico, pero en su momento pareció realista. Por primera vez la oposición presidía el Congreso y respondía al presidente y jefe del partido en el poder desde 1929. PML lo hizo de manera elegante: la forma fue parte del contenido. Imaginó y ofreció una transición democrática pactada y planteó sus términos. No debía verse a la transición como un juego suma cero sino como un “acercamiento al veredicto electoral”, al abandono de la “obcecación” y a la negociación para “la reconstrucción del pacto social sobre el que habrá de fundarse la legitimidad de las instituciones”. Gobernar debía ser sinónimo de escuchar, rectificar y “mandar obedeciendo” para evitar que siguiera empequeñeciéndose “el horizonte de nuestros hijos”.
“A partir de hoy, y esperando que para siempre, en México ningún poder quedará subordinado a otro”. Y esta era la utopía: una estructura institucional legítima y fuerte, garante de los derechos ciudadanos, un Estado reformado, fin de los reductos autoritarios y el resultado: una política que respondiera al interés ciudadano.
El remate del discurso anunciaba el fin de la era de los súbditos y el inicio de la de los ciudadanos, y para ello echó mano de la afirmación ritual del Justicia Mayor frente a los monarcas de Aragón al refrendar los derechos de los súbditos: “Nosotros, que cada uno somos tanto como vos, y todos juntos somos más que vos”.
Lo anterior se veía como posible en ese fin del siglo XX, pero finalmente, la Tebas autoritaria sobrevivió y el horizonte mexicano siguió empequeñeciéndose. Sin embargo, el esfuerzo de PML junto al de otros, mostró que, pese a todo, en México la política podía tener calidad, lo que no es poca cosa.
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