Juan José Doñán
Abril 18, 2025
Para Jorge Durand.
La relación que el Premio Nobel de Literatura 2010 tuvo con nuestro país se remonta a 1962, cuando el recién fallecido Mario Vargas Llosa contaba con 26 años de edad. Por entonces, con el propósito de eludir la censura franquista el poeta y editor catalán Carlos Barral había decidido imprimir en México la novela La ciudad y los perros, obra con la que un debutante novelista peruano acababa de ganar el Premio Biblioteca Breve, convocado por la editorial Seix Barral. También en ese mismo 1962, el escritor realizó su primera visita a México, aunque no precisamente por motivos literarios, sino porque formaba parte del equipo de la Radio y Televisión Francesa que venía a cubrir la visita presidencial que el general Charles de Gaulle hizo a nuestro país en octubre de ese año, cuando era presidente de México un tal Adolfo López Mateos.
Aun cuando para entonces Vargas Llosa declaraba ya haber leído provechosamente a algunos escritores mexicanos (Sor Juana Inés de la Cruz, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Juan Rulfo…) cuya obra dijo haber conocido desde su época de estudiante en la Universidad de San Marcos, aparte de incontables películas filmadas en nuestro país, varias de las cuales serían mencionadas luego en novelas y en diversos escritos suyos, fue a partir de ese viaje de 1962 cuando las relaciones del entonces novel –y desde 2010 también Nobel– escritor peruano con la vida cultural de México se comenzaron a ampliar y a diversificar.
Trabó amistad con autores como Carlos Fuentes, Fernando Benítez, José Emilio Pacheco y sobre todo con Gabriel García Márquez, que ya por aquella época vivía en nuestro país. Comenzó a ser colaborador frecuente de revistas y suplementos como La Cultura en México. Sus sucesivas novelas se volvieron una presencia constante en las librerías del país. Participó en conferencias y congresos literarios. Firmó desplegados y manifiestos políticos al lado de varios autores mexicanos, la mayoría contra el “imperialismo yanqui” y en defensa de la Revolución Cubana. Y una de sus novelas (Los cachorros) fue llevada al cine, en 1971, por el director Jorge Fons, que durante el sexenio de Luis Echeverría acabaría convirtiéndose en uno de los principales repre-sentantes del llamado Nuevo Cine Mexicano. Al parecer dicha película –protagonizada por José Alonso, Helena Rojo y Carmen Montejo, y la cual se mantuvo en cartelera durante “veinte semanas”, según lo consigna Emilio García Riera en su Historia documental del cine mexicano– no le disgustó a Vargas Llosa, quien acabó elogiándola con una buena frase autocrítica y autoirónica: “lo único malo de ella es el argumento”.
También ya en los años setenta, en un domicilio de una de las colonias finolis de la Ciudad de México, el narrador peruano conectó el que tal vez sea el uppercut más famoso del boom latinoamericano. El hecho tuvo lugar el 12 de febrero de 1976, cuando durante una exhibición privada de cine y ante el asombro de una escogida concurrencia, Vargas Llosa le propinó un derechazo a Gabriel García Márquez, quien hasta entonces no sólo había sido su gran amigo sino una de sus mayores admiraciones literarias. Desde un principio la causa de este desencuentro, que mantuvo distan-ciados para siempre a los dos únicos premios Nobel del boom lati-noamericano, se volvió un misterio.
Hay quien llegó a asegurar que detrás de esta desavenencia estuvo el gobierno castrista, al que el autor de Cien años de soledad se mantuvo siempre fiel (semper fidelis a Fidel), mientras que Vargas Llosa y muchos otros antiguos simpatizantes de la Revolución Cubana rompieron con ella en 1971, luego de la aprehensión y de la forzada autoinculpación a la que el gobierno de la isla sometió al poeta disidente Heberto Padilla. Otra versión se aleja de la esfera política y va más bien por el lado del cotilleo, pues atribuye el origen del disgusto a una insinuación maliciosa que García Márquez le habría hecho a Patricia Llosa, la esposa del narrador peruano, lo que en algún momento pareció haber avalado el propio Vargas Llosa: “Mi distanciamiento de García Márquez obedece fun-damentalmente a razones personales que no son publicables”. (Cambio 16, 4 de enero de 1988). En su momento, testigos de la agresión coinciden en haber escuchado después del descontón: “Por lo que le dijiste a Patricia”.
Pero por la causa que haya sido y la cual ambos escritores mantuvieron in pectore hasta el final de sus días, lo cierto es que aquello puso fin a una añeja amistad que hasta entonces parecía invulnerable y también terminó provocando que fuera retirado de la circulación (o por lo menos que se dejara de reeditar) uno de los libros del propio Vargas Llosa: García Márquez: historia de un deicidio (1971), un verdadero testimonio de admiración, un voluminoso estudio que el peruano consagró tanto a la obra como a la persona del colombiano, y en el cual, por cierto, no escasean las referencias a México ni a autores mexicanos. En un pasaje de ese libro, por ejemplo, se habla de un viaje que ambos escritores hicieron juntos, volando de París a Bogotá. En un momento del trayecto, sobre el océano Atlántico, se cuenta que el avión entró en una zona de turbulencia, provocando una viva inquietud en el colombiano, quien por cierto nunca ocultó su miedo a los vuelos. Al ver la cara de angustia de su compañero de asiento, Vargas Llosa le hizo una pregunta o una broma maliciosa: “Gabo, ahora que nos vamos a morir dime la verdad, ¿de veras te gusta la obra de Carlos Fuentes?”.
Así como hubo un distancia-miento con García Márquez, lo mismo ocurrió en el caso de Fuentes, del que Vargas Llosa también había sido gran amigo, pero del que se comenzó a distanciar avanzados los años setenta, sobre todo después del puñetazo a García Márquez, cuyo partido tomó el mexicano. A finales de los ochenta, en el mismo número del citado se-manario español Cambio 16 y a pre-gunta expresa de la entrevistadora, en el sentido de que si había “algo que envidie en Carlos Fuentes”, Vargas Llosa enumera las prendas envidiables que veía en el escritor mexicano: “sus buenos libros (lo que querría decir que los malos, no), su generosidad, su cortesía y su éxito con las damas”.
Para esas alturas, Vargas Llosa ya estaba bien identificado en México y en el orbe hispano-americano con el grupo de Octavio Paz, motivo por el cual no sólo era colaborador habitual de la revista Vuelta como antes lo había sido de Plural, ambas fundadas y dirigidas por Paz, y en las cuales llegó a tener encendidas polémicas (intelectuales y también políticas) con otros escritores e incluso con integrantes del mismo consejo editorial de esas publicaciones. Con el narrador y ensayista mexicano Juan García Ponce sostuvo, en Vuelta, una jugosa discusión sobre la obra del escritor y antropólogo francés Georges Bataille. Y mucho más resonante todavía fue el match que sostuvo con su tocayo Mario Benedetti sobre el “compromiso político” del escritor latinoame-ricano.
Con fama de derechista –y no precisamente por su derechazo a García Márquez– entre la izquierda mexicana y latinoamericana, Vargas Llosa acabó teniendo diferencias hasta con el propio Octavio Paz. El capítulo más sonado de ese diferendo ocurrió en un encuentro internacional de intelectuales, el cual fue organizado por la revista Vuelta y por Televisa en 1990, año en que meses después la Academia Sueca le concedió a Paz el Premio Nobel. El motivo de la discusión fue las dictaduras en América Latina y sobre el sistema político mexicano instaurado por el PRI. El momento más memorable de la misma fue cuando el peruano calificó a ese sistema como “una dictadura perfecta”.
Esta frase fue tan eficaz que pocos recuerdan ya la réplica que en ese mismo momento suscitó de parte del poeta y ensayista mexicano, tal vez por haber sido menos concisa y contundente, aunque no por ello careciera de razón. Paz dijo que, por principios de cuentas y “por rigor intelectual”, estaba en desacuerdo con el calificativo de “dictadura”, y en segundo lugar, agregó que se sentía en la obligación, luego de haber estudiado y revisado críticamente en numerosos escritos suyos (El ogro filantrópico tal vez sea el más importante de ellos) al añejo sistema político mexicano, de no poder soslayar algo que le parecía evidentísimo: que el PRI, con todo sus defectos (entre los que no figuraba, insistió Paz, ningún carácter dictatorial) había modernizado y contribuido a integrar socialmente a México, aparte de haberlo salvado “de las dictaduras militares que han padecido muchos países de Centro y Sudamérica, entre ellos la patria de mi querido amigo Mario Vargas Llosa”.
Luego de este “jalón de orejas” (Vargas Llosa dixit), que en un plan salomónico el moderador de ese panel televisivo (Enrique Krauze) quiso atenuar en aquella tórrida sesión proponiendo el cambio del término “dictadura” por el de “dictablanda” –lo que tampoco le causó ninguna gracia a Paz–, el escritor peruano siguió siendo colaborador asiduo de Vuelta hasta la extinción misma de la revista, poco después de la muerte de su director. (Posteriormente sería colaborador de Letras Libres, revista que hasta le fecha dirige Krauze.)
A raíz del deceso de Octavio Paz, el 19 de abril de 1998, el mejor obituario sobre el premio Nobel mexicano fue el que escribió el propio Vargas Llosa: “Lenguaje y pasión” (El País, 10 de mayo de 1998), una ensayo cuya relectura, a varios años de distancia, aún provoca la sensación de que, aparte de que no hay en él un solo elogio inmerecido o gratuito, contiene algunas observaciones críticas impensables en un fan o en un adulador pacista: “buena parte de su poesía, la experimental principalmente, sucumbió a ese afán de novedad que (es) un sutil veneno para la perennidad de la obra de arte”, y “su imagen política se vio algo enturbiada en los últimos años por su relación con los gobiernos del PRI, ante los que moderó su actitud crítica”.
Por buenas o por malas razones, Vargas Llosa nunca ocultó su poca simpatía por el PRI, lo que en la víspera misma de las elecciones presidenciales de 2000 lo llevó incluso a hablar favorablemente del candidato del PAN, Vicente Fox, cuyo deficiente desempeño gubernamental no merecería luego un solo reproche de Vargas Llosa, por lo que desde entonces el antiliterario Fox parece vivirle agradecido, hasta el extremo de haber hecho el ridículo en más de una ocasión: una de ellas fue al momento de felicitarlo por la obtención del Premio Nobel. Vía twitter, el ex presidente mexicano le envió el 4 de octubre un texto tan breve como mal escrito y lleno de datos falsos: “Felicidades Mario, la hiciste! Ya son tres Borges, Paz y Tu”. Aparte de sus ostentosas seis erratas, el mensaje foxista omitió a tres ganadores latinoamericanos del Nobel (los chilenos Gabriela Mistral y Pablo Neruda, así como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias), añadiendo a otro que nunca lo obtuvo (el argentino Jorge Luis Borges, al que al principio de su gobierno el mismo Fox había llamado “Borgues” durante un congreso de la lengua española).
Poco consistentes y fiables fueron igualmente sus diagnósticos sobre la vida política mexicana. Se equivocó, por ejemplo, con su pronóstico favorable y esperanzador hacia el “modernizador” Carlos Salinas de Gortari. También al apoyar acrítica y abiertamente las administraciones panistas de Vicen-te Fox y Felipe Calderón. Este últi-mo, por cierto, condecoró a Vargas Llosa, entregándole la Orden del Águila Azteca. Y en contrapartida, el escritor peruano nunca ocultó su antipatía política por Andrés Manuel López Obrador, sobre quien publicó más de un artículo adverso y sobre quien dio entrevistas igualmente desfavorables.
Capítulo aparte fue su tardía relación clientelar con el cacicazgo que encabezaba el exrector Raúl Padilla en la Universidad de Gua-dalajara. “Tardía” porque se dio después de la muerte de Gabriel García Márquez y posteriormente también la de Carlos Fuentes, quienes durante varios años fueron los principales baluartes intelectua-les del cacicazgo padillista y, como ya se dijo, adversarios políticos e intelectuales de Vargas Llosa. Y “clientelar” porque hubo de por medio desembolsos millonarios de las arcas universitarias. Pero la desaparición de García Márquez y Fuentes favoreció el entendimiento entre el intelectualmente “apete-cible” Vargas Llosa y el siempre calculador Raúl Padilla, quien, echando mano del presupuesto oficial de la UdeG, en más de una ocasión absorbió los gastos de la bienal literaria dedicada al escritor peruano. Por ello, luego del suicidio de Raúl Padilla, el 2 de abril de 2023, a nadie sorprendió que Vargas Llosa fuese invitado por la cúpula padillista, junto con otros renombra-dos intelectuales caravaneados en su momento por el Cacique Bueno (Federico Campbell dixit), para que participara en un laudatorio libro colectivo sobre el exrector autoinmolado, libro publicado en 2024 por la Universidad de Guadalajara.
Pero aparte de estos flancos débiles, Mario Vargas Llosa fue casi siempre un fino observador de di-versos aspectos de la cultura mexi-cana, incluidos tanto autores autóc-tonos como no pocos extranjeros que hicieron aportaciones impor-tantes a ella y otros que terminaron haciendo de México su nueva y definitiva patria. Entre los escritores mexicanos nativos, Vargas Llosa destaca casos como el de Alfonso Reyes, en cuya obra celebra su gracia, su sabia sencillez y su capacidad para abrir horizontes intelectuales y morales. Otro caso celebratorio es el de Juan Rulfo, en quien ve un universo rural poten-ciado por la inteligente lectura que su autor hizo de la novela y el cuento contemporáneos: “los auténticos campesinos de Jalisco no han leído a Faulkner y los de Pedro Páramo y El Llano en llamas sí. Si no fuera así, no hablarían como hablan ni figurarían en construcciones ficticias que deben su consistencia más a una destreza formal y a una provechosa influencia de autores de muchas lenguas y países que a la idiosincrasia mexicana” (Desafíos de la libertad, 1994).
Paralelamente, Vargas Llosa también se ocupó de artistas e intelectuales “mexicanos” de otro linaje, a los que llama “mexicanos raigales”, y ello para destacar elo-giosamente a esos “mexicanos no mexicanos”, es decir, escritores, artistas y pensadores de origen extranjero, quienes, sin embargo, se han sentido fuertemente atraídos e identificados por nuestro país hasta el punto de haber encontrado aquí su lugar en el mundo.
A esta singular categoría de la mexicanidad habría pertenecido una abultada y presumible legión extranjera con talentos tan variados y excepcionales como el novelista Malcolm Lowry; los cineastas Luis Buñuel y John Huston; el militar Javier Mina; pintores como Jean Charlot, Carlos Mérida, Remedios Varo, Leonora Carrington, Pablo O’Higgins y Arnold Belkin; fotógrafos como Edward Weston y Tina Modotti; poetas como León Felipe, Emilio Prados, Luis Cernuda y Tomás Segovia; filósofos como José Gaos y Ramón Xirau; el escultor Francisco Zúñiga; el poeta y ensayista Luis Cardoza y Aragón; el psiquiatra Erich Fromm; el pensador y sacerdote Iván Illich; compositores como Rodolfo Halffter y Colon Nancarrow; el esteta Victor Serge; la crítica e historiadora de arte Raquel Tibol y, desde luego, ese mayúsculo e indescifrable misterio llamado B. Traven. A esta categoría de hombres y mujeres de ideas, artes y ciencias Vargas Llosa la consideró como un tipo particular de espíritus que siendo “foráneos” y originalmente ajenos a la cultura de su país de elección, “aman intensamente a México, su paisaje, su historia, su arte, sus problemas, su gente”.
En conclusión y en resumidas cuentas, la raza de bronce (lo mismo la nativa que la “raigal”) tuvo en Mario Vargas Llosa a un buen intérprete, un intérprete que si no exhaustivo ni tampoco siempre acertado, sí tuvo en él a un selectivo, atento, luminoso y original observador.
* El autor publica ensayos, artículos y crónicas desde Guadalajara, la capital de su natal Jalisco.