Lorenzo Meyer
Mayo 31, 2018
ARastrear la raíz de los problemas mexicanos del presente en el pasado, en sus coyunturas históricas, no es querer volver a él. Es sólo una forma de conocer la complejidad y posibles soluciones a los problemas del aquí y ahora.
Sus adversarios señalan que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es emisario del pasado, que no se ha puesto ni se podrá poner al día y entender la complejidad del futuro. Que no habla inglés –la lingua franca de ese futuro–, que no tiene posgrado, ni está familiarizado con la tecnología, que ya cumplió 65 años, que es provinciano y que, en fin, es “populista” y no es el personaje adecuado para encabezar al México de hoy (Ver una lista amplia de objeciones hecha por los empresarios mexicanos más importantes, con Larrea a la cabeza, en Reforma, 30/05/18).
En esta contienda presidencial, a los dos adversarios de AMLO se les puede caracterizar como personajes jóvenes o semi jóvenes, que han viajado mucho fuera de México, que hablan “idiomas blancos” y que, según sus tesis doctorales, conocen a fondo los principios de doctrina del PAN o la complejidad de los delitos de cuello blanco presentados ante cortes norteamericanas (la tesis de licenciatura de AMLO apenas si aborda la formación del Estado mexicano en el siglo XIX). Por otro lado, se puede argumentar que justamente por su tipo de experiencia académica y vital, ellos, como buena parte de la élite política y económica mexicana, han crecido y adquirido sus valores en el entorno propio de las minorías que, de entrada, tienen resuelto su problema económico y a los que espanta y enfurece la posibilidad de que un outsider les venga a disputar no sólo el lugar de dirigentes que ellos tienen por “derecho de sangre” –nacieron en el México de los pocos–, y que por lo mismo devalúe el tipo de currículum que se supone es el propio de un aspirante a la presidencia de un país que, en buena medida, sigue dominado por élites clasistas y discriminadoras.
Una de las críticas que se hacen al candidato de Morena es que se propone conducir al país a una reedición del pasado. Obviamente, tal cosa es falsa además de imposible, pero lo que sí es verdad es que su discurso se distingue del de sus adversarios por su constante referencia a ciertos momentos políticos históricos. A tres, para ser precisos: la Independencia, la Reforma y la Revolución; coyunturas críticas, revolucionarias, donde emergieron al primer plano los grandes problemas y contradicciones en el proceso de formación de la nación. Problemas y contradicciones que persisten, cuya raíz no ha sido arrancada y siguen nutriéndose de prácticas, estructuras y desequilibrios que se generaron en ese México histórico.
Ahondar en el pasado no quiere decir añorarlo o buscar revivirlo. Daniel Cosío Villegas, un autor favorito de AMLO, dedicó años al estudio del México de Juárez y Díaz en su Historia moderna de México, para explicarse la “crisis de México” en la postrevolución. Fijarse en el pasado es una manera de conocer, tratar de entender y enfrentar hoy, y con los instrumentos de hoy, los temas de la nación, en particular su feroz y persistente desigualdad social, generadora lo mismo de las estructuras oligárquicas que las del crimen organizado, entre otras cosas.
Viene al caso una cita ya usada en esta columna: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”, de William Faulkner (Requiem for a nun”, 1950). Esa idea permitió al autor norteamericano explicar las complejas y brutales relaciones humanas en el ambiente racista en el sur norteamericano. En el país vecino la esclavitud fue abolida en 1865, pero sus efectos siguen sintiéndose hoy, de lo contrario no se entendería la fuerza política de Donald Trump.
Vivimos en un mundo globalizado y tecnologizado y eso es lo que hay que entender para dominar el futuro. Sin embargo, el mantenimiento de nuestra cohesión como sociedad y de nuestra relativa soberanía, requiere tener presente todas y cada una de las luchas y pugnas internas y externas del pasado, hacer su disección y actuar con ese conocimiento en el aquí, el ahora y el futuro. La historia tiene mucho que decirnos sobre el surgimiento y desarrollo del bandolerismo, lo mismo que las razones y efectos del tipo de tratados que suscribimos con Estados Unidos, de nuestra relación económica con el mundo externo, de la migración, del comercio ilícito, del tráfico de armas, de los fracasos en la construcción de una policía efectiva, de las disparidades regionales, de los agravios de las comunidades originales, de las razones de la pobreza y de un sin número más de temas.
Entender la política petrolera nacionalista de la Revolución Mexicana que culminó en la nacionalización de 1938, conocer el proyecto económico y político de Pemex en sus etapas formativas y de expansión exitosa, no es nostalgia sino una guía para empezar a diseñar soluciones. Y lo mismo se puede decir de los ferrocarriles o de la banca cuando eran nacionales, etcétera.
Tener un ojo en el pasado para entender el origen y la evolución de los problema que forman la agenda del próximo sexenio, no es únicamente una vía para diseñar soluciones realistas, prever los límites de las políticas que intentarán solucionarlos, sino hacer a los responsables de la conducción de país, personajes más sensibles, abrir las puertas a la empatía y comprensión del gran “México profundo” (Guillermo Bonfil) o las razones y la mecánica de la persistente “cultura de la pobreza” (Oscar Lewis).
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