Silvestre Pacheco León
Diciembre 17, 2017
El recuerdo es imborrable. Mi padre me lo anunció el día menos esperado, cuando aún no cumplía 9 años.
–¿Quieres ir conmigo?
–Sí, le respondí decidido sabiendo que eso implicaba caminar 20 kilómetros desde la madrugada, todo el tiempo al paso de los animales de carga.
Mi madre que sabía lo pesado y azaroso del camino celebró junto con mis hermanos la invitación ocupándose de los detalles.
Chilapa era la ciudad que todos queríamos conocer porque de aquella ciudad había traído los libros de Don Quijote, Las Mil y una Noches y el de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno cuyas historias nos compartía cada tarde.
Nosotros, o yo cuando menos, creía que esas historias se desarrollaban en Chilapa, por eso mi deseo de conocer.
La noche anterior al viaje no pude dormir soñando que en la oscuridad de la noche, mientras ayudaba tratando de evitar que una de las bestias de carga se apartara del camino, me rezagué de la caravana. Casi corría jalando de la rienda a la bestia para alcanzar a mi padre en la oscuridad.
Me despertó su voz llamándome que era hora de levantarme, y desperté agradeciendo que la pesadilla del sueño hubiera terminado.
Lo que no me gustó es que contrario a lo acostumbrado, en vez de la madrugada, adelantaríamos el viaje antes de la media noche porque había el rumor de que en una parte del camino los asaltantes acechaban al amanecer.
Esa noche pronto estuvimos de camino. Mi padre llevaba a vender al tianguis de Chilapa, cacahuate, guamúchiles, mangos y tamarindos.
Después de caminar buen trecho por terreno parejo pero pedregoso llegamos a la barranca donde el camino se estrechaba y la oscuridad era más intensa, ahí mi padre me hizo cargo de una bestia que debía ir jalando de la rienda.
Uno de los riesgos del viaje era que los animales de carga se desbalagaran, sea porque alguno tomara distinto camino o que cansando de echara al suelo con su carga o de plano que se cayera por algún accidente, pues la recua no se podía detener acosada por los otros animales que también iban aprisa.
Tratando de evitar esos pensamientos negativos yo me apliqué jalando a la bestia del cabrestante vigilante que mi padre no me dejara.
Cuando salimos de la barranca y llegamos al río, el viento de la noche refrescaba, y mientras los animales bebían agua, aproveché para lavarme la cara y quitarme el sudor, luego empezamos a subir la cuesta de Vista Hermosa, la parte más empinada que obligaba a los animales a aminorar el paso.
La lentitud de la recua en la cuesta pronto se convirtió en tortura para mí que fui víctima de un sueño tan intenso que casi me obligaba a dejar el camino.
La fórmula que encontré como alivio fue correr por trechos delante de los animales para tomar ventaja y sentarme en alguna piedra a dormir mientras me alcanzaban.
Así de penoso fue para mí subir la cuesta, sólo por el deseo de conocer la ciudad.
Cuando comenzaron a cantar los gallos avisando que pronto amanecería, ya habíamos encumbrado el cerro más alto y el camino comenzó a aligerarse.
Conforme la oscuridad de la noche se retiraba fue apareciendo ante mi vista una línea recta que me llamó la atención, y más cuando miré aparecer sobre ella un autobús cuya velocidad me impresionó porque a su paso asustó a los animales hasta casi hacerlos caer con su carga.
Estábamos en el crucero de la carretera nacional en Huycantenango, donde el olor del asfalto, el esmog y la velocidad eran nuevos para mí.
Con la claridad del día y el paso veloz de los autos el sueño me abandonó por la impaciencia de llegar pronto a la ciudad.
Ya los rayos del sol nos daban de frente cuando entramos a Chilapa y miré por vez primera sus calles rectas, limpias y empedradas, sus casas altas, pintadas y alineadas.
Después de instalarnos en el mesón que encontré justo como estaba descrito en los cuentos del Quijote, con su pila de agua en medio del patio y los animales amarrados en derredor, mi padre quiso que lo acompañara al Seminario para entregar a un primo que estudiaba para cura un encargo de su familia.
Mientras el primo llegaba a la estancia donde lo esperamos pude mirar el jardín interior donde los estudiantes leían o descansaban. El edificio me impresionó por su sobriedad y pulcritud y por el entusiasmo de los estudiantes vestidos en sotana.
Después caminamos hasta el mercado donde además de comer me encontré todos los juguetes imaginables.
Estaba yo en la ciudad de Chilapa y apenas podía creer en todo lo que veía. El palacio municipal era como la página de un libro, junto al jardín, rodeado de altos y elegantes edificios, con sus tiendas a bordo de calle que me tenían alelado.
Por la tarde visitamos la catedral dedicada a la virgen de la Asunción, un edificio altísimo como castillo, y en medio de las torres del campanario colgaba un demonio acosado por un Ángel. Mi papá me dijo que era san Miguel Arcángel tratando de alejar las tentaciones del mundo.
Cuando entramos a persignarnos la iglesia me pareció sombría, oscura y misteriosa, como si no perteneciera a este mundo. No me gustó, por eso en cuanto comenzó el murmullo de la gente en la puerta rápidamente salimos.
Fue cuando en lo alto de la fachada mientras las campanas sonaban miré aparecer a Juan Diego cargando su ayate de rosas a los pies de la virgen, y me sorprendí al ver que las flores que ofrecía caían de verdad hasta el suelo, y como todas las personas corrían tratando de atraparlas yo hice lo mismo. Con mi rosa roja en la mano me retiré feliz hasta el mesón, pensando que tenía el regalo para mi madre.
Cuando llegamos al tianguis el domingo en la mañana la explanada ya era una romería llena de puestos de mercancía traída de los diferentes lugares del país luciendo acomodada bajo llamativos manteados extendidos como techos para cubrirse del sol.
Nosotros instalamos nuestro puesto lo mejor que pudimos en el lugar que desde el día anterior habíamos apartado, y mientras la venta comenzaba me puse a recorrer la gran explanada tratando de memorizar lo que veía.
Había los productos más extraños como las plantas medicinales, cáscaras y raíces, polvos, cenizas, también ajos, cebollas moradas, chile seco de tamaños, colores, sabores y picores diferentes.
Frutas exóticas para mí, granadillas, camotes, tejorucos, cuartololotes, nanches, cacahuates.
Y ni qué decir de los silbatos con figuras de barro, los trompos, las canicas y los yoyos, así como resorteras, machetes, ollas y cazuelas, jarros de barro, jícaras, los morrales y sombreros. Era un mundo de antojos para probar, camotes, ciruelas, torrejas en conserva, empanadas, buñuelos, palanquetas, cacahuates, chocolates en tablillas. Todo lo que un niño tiene deseos de comer.
La mayoría de los clientes eran indígenas vestidos de calzón y cotón de manta, con sombreros de palma, sus mujeres de faldas y blusas bordadas de colores en un abigarrado y llamativo espectáculo.
Al oírlos hablar mi padre sabía si eran nahuas, mixtecos o tlapanecos esforzados en comunicarse con nosotros en español.
Por mis propios ojos pude confirmar lo que mi padre contaba acerca de la capacidad indígena por el picante. Comían más de tres chiles para probar su picor como si fueran nanches o ciruelas antes de comprar.
Mi asombro mayor en la plaza, ahora que recuerdo, era la convivencia armónica que podía disfrutarse en ése ambiente donde la diversidad de productos, lenguas y vestidos eran el mayor atractivo.
Ése día durante la venta me convertí en ayudante diligente de mi padre porque con la rapidez requerida le conseguía el cambio de los billetes que me encargaba, recurriendo al método más seguro y convincente, que era comprar algo para forzar el cambio.
Con el dinero en mis manos fui comprador compulsivo en el día, regresando al pueblo cargado de regalos.