Humberto Musacchio
Febrero 18, 2016
Francisco venía en visita meramente pastoral, propia de su ministerio, pero el gobierno mexicano se empeñó en darle apariencia de visita oficial. Tener en México al pastor de la mayoría de los mexicanos no era para desperdiciarse y la clase política, masivamente, sin recato, buscó sacar raja de la estancia papal (las excepciones, ya se sabe, confirman la regla).
Realmente fue un despliegue formidable el que suscitó el jefe del Estado Vaticano: ateos irredentos, jacobinos decimonónicos, masones comecuras y conversos de última hora se formaron junto a la mochería panista y el seudocatolicismo de los herederos de Calles para manifestarle al pontífice su beneplácito por tenerlo aquí, por su presencia, tan útil para que los mexicanos olvidaran la brutal situación a la que nos han arrastrado treinta y tantos años de economía neoliberal.
Gobernadores, miembros del gabinete, diputados y senadores, ministros de la Corte y hasta militares del único ejército sin capellanes participaron obsequiosos en la salutación y entre ellos, hombres y mujeres de Estado de rodillas, agachados para besar la mano del representante de Dios en la tierra. Fue la venganza que esperaron siglo y medio los enemigos de las leyes de reforma. Estado laico de dientes para afuera y religión oficial en los hechos. Falsa devoción a la vista de todos para mayor ofensa de los verdaderos católicos.
Y desde muchos días antes de la venida papal que salpicó de bendiciones a políticos gandallas y funcionarios ladrones, los familiares de los 43 muchachos de Ayotzinapa tocaban puertas, pedían respetuosamente, gritaban a ratos, imploraban, exigían una entrevista con el Papa. Pero uno de sus voceros puso las cosas en su lugar: el enviado de Roma no estaba para atenderlos a todos, qué caray. Para eso hay agendas… e intereses, por supuesto.
Felicidad en las filas de los Legionarios de Cristo, que días antes de la visita recibieron indulgencia plenaria porque Marcial Maciel seguramente no tuvo compinches en su gesta abusiva, no tuvo cómplices en su satisfacción como pederasta ni en sus múltiples vidas de polígamo, no hubo otros legionarios que ante el ejemplo de su jefe se sintieran autorizados para incurrir en las mismas prácticas. Muerto el perro se acabó la rabia, debieron decirse en el Vaticano mientras continuaban recibiendo los cuantiosos donativos de la Legión.
¿Y qué tal la reciente canonización de un cristero, de esos a los que Pío XI, en guerra contra nuestra Constitución, los mandó a matar mexicanos? Sí, fue lo mismo que ordenaron otros papas en el siglo XIX, con una iglesia siempre opuesta al Estado laico. Pero todo eso lo olvidaron nuestros políticos y en forma desaforada se lanzaron a gastar dinero público en los fastos religiosos, ejercicio en el que destacaron Silvano Aureoles, el mandatario michoacano “de izquierda” o el tipo impresentable que dizque gobierna en Chiapas, al que habría que poner del color de su partido, y ¡faltaba más! Miguel Ángel Mancera, quien entregó las llaves de la ciudad al de la sotana blanca, pero no en un recinto del gobierno capitalino, como en todo caso debió ser, sino en la banqueta, a las puertas de Catedral, porque el visitante tenía prisa. Peor estuvo Roberto Sandoval, el virrey de Nayarit, quien desde el 13 de marzo no se ha lavado la mano con que saludó al Papa.
Cierre de calles, impedimentos de muchas horas a la libre circulación de automóviles y peatones, caprichosas desviaciones del tránsito, inspecciones de domicilio sin orden de juez, detenciones arbitrarias, revisiones exhaustivas y otros abusos dieron la tónica de estos días. Un anuncio del gobierno capitalino –¡ay, Mancera!– ofrecía “Información para que disfrutes con tranquilidad la visita del Papa”. Una invitación a disfrutar mientras se trataba a los capitalinos como ganado y para dar la bienvenida al pontífice se colgaban miles de pendones de los postes, lo que prohíben las ordenanzas municipales.
Y todo para que en muchas vallas fueran notables las ausencias, los huecos; para que al Zócalo sólo llegara la cuarta parte de la gente esperada y que a Ecatepec asistieran 350 mil personas y no los dos millones que esperaban. Por su parte, la televisión tampoco hizo el negocio que suponía: apenas un promedio de 20 millones de telespectadores por día en un país de 120 millones de habitantes y pese a la apabullante publicidad y las bendiciones. Algo no les funcionó. Que el señor los coja confesados…