EL-SUR

Miércoles 17 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Vivir con miedo

Jesús Mendoza Zaragoza

Julio 24, 2017

En la última década, el miedo ha sido un componente decisivo de la experiencia cotidiana de muchas ciudades, pueblos, comunidades, familias y personas en este país desangrado. Pero no es cualquier miedo, como es el caso del mecanismo de supervivencia innato que nos permite responder ante riesgos y peligros, ese miedo que nos induce a protegernos y a defendernos. Ese miedo beneficia porque nos pone en guardia para ponernos a salvo. No, se trata de un miedo diferente, una verdadera enfermedad que se ha ido convirtiendo en una epidemia de alto riesgo y que sólo ha merecido la indiferencia de las autoridades del sector salud.
Que el 94.1 por ciento de los chilpancinguenses y el 83.2 por cierto de los acapulqueños digan que viven con miedo a ser víctimas en sus respectivas ciudades, es una desgracia social mayúscula porque se genera y se desarrolla un proceso de deterioro social con repercusiones dañinas para todos. ¿Qué podemos esperar del clima de miedo –que puede derivar en el terror– en muchas ocasiones? Si este miedo es enfermizo, sólo podemos esperar una sociedad enferma, que pierde capacidades y que requiere ser tratada como tal, como enferma.
Una de las finalidades de la violencia y de su manifestación cruel y despiadada es, precisamente, amedrentar. Y lo consiguen las organizaciones criminales. Intimidan a sus rivales y a la sociedad para mantener su control y su dominio. Meter miedo es una estrategia de dominación que da resultados para mantener el dominio en un territorio. Se neutraliza cualquier resistencia de la gente y se pone a raya a los grupos rivales.
Este miedo tiene sus efectos, enfermizos también. Viene la resignación y la claudicación. Se desactiva la capacidad de pensar y de responder. Y esto deriva en el enojo y en la rabia, que funcionan como umbral del rencor y del odio. Así se van construyendo círculos viciosos detonados por los cotidianos eventos violentos. No es extraño, pues, que la descomposición social vaya tomando más amplitud y profundidad. De hecho, el miedo es uno de los factores más importantes de la pasividad que muestra la sociedad, incluso, muchas víctimas de la violencia prefieren refugiarse en su aislamiento para no ser nuevamente violentadas.
En estas condiciones, ¿qué puede aportar una sociedad intimidada para la construcción de la paz? Aporta miedo, enojo y, hasta odio. En días pasados yo escuchaba a gente que se refería a la matanza de los 28 presos que se dio en el reclusorio de Las Cruces, expresiones de odio, sin más. Alguien decía: ‘Los hubieran matado a todos, son una lacra’. Son expresiones enfermas, carentes de lucidez moral, y dañinas para cualquier camino de construcción de paz. Y esa expresión retrata a gran parte de la sociedad.
Si el miedo beneficia –por decir así– a las bandas criminales, es posible encontrar a otro beneficiario: el gobierno. Si el miedo desactiva la conciencia y paraliza a los ciudadanos, es justo lo que conviene a quienes tienen el poder en sus manos para mantenerlo o para arrebatarlo. En este sentido, el gobierno es responsable y beneficiario del miedo, al mismo tiempo. Es responsable porque no ha cumplido con su obligación de desactivar las causas que generan la violencia, tales como la desigualdad, el desempleo, la corrupción, la impunidad y demás. Si el gobierno es responsable de la violencia también lo es del miedo que ella genera. Y es responsable también porque es indiferente ante el clima de miedo y de terror como enfermedad que necesita ser atendida como efecto de un problema de salud pública. De hecho, la violencia es un problema de salud pública, que está causando estragos diversos en las comunidades y en las familias.
Una sociedad enferma de miedo no presagia nada bueno, sólo abona a mayor descomposición y violencia. ¿Por qué no lo entendemos nosotros? ¿Por qué no hacemos algo para revertir esta tendencia? ¿Por qué tenemos un gobierno tan omiso y tan indolente ante este grave asunto?
Se necesitan algunas líneas de acción precisas para afrontar esta situación. La primera consiste en tratar la inseguridad y la violencia como un tema de salud pública y reconocer la crisis humanitaria en la que estamos metidos, que en algunos lugares es patente mientras que en otros es latente aún. Y movilizar todos los recursos del Estado para atender, mediante políticas públicas, esta emergencia. La segunda tiene que ver con los sistemas de salud y de educación que deben atender, de manera directa, el miedo acumulado de años, para contener el deterioro de salud mental y emocional que se ha ido desarrollando.
Hay que entender que el miedo, aunque es una enfermedad, es solo un síntoma de algo más trágico. Reconocer el miedo es reconocer la tragedia que vivimos todos los días en Guerrero, lo que es muy difícil que hagan nuestras autoridades, como es el caso del alcalde chilpancinguense Marco Antonio Leyva Mena, quien impone su particular punto de vista desde su burbuja de poder y sugiere que no es para tanto. Si no se atiende el miedo dejará secuelas perniciosas que harán crecer exponencialmente la violencia que ya padecemos.