EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Vivir la Navidad fuera de casa

Tlachinollan

Diciembre 22, 2007

Cuando los muertos se van de La Montaña, acaba la fiesta y se reaviva la tristeza y la tragedia de no poder sobrevivir dentro del
propio hábitat. La vida se apaga porque el hambre carcome y cala hasta el alma. El maíz sembrado en el tlacolol ya no llega a los
400 kilos, tampoco alcanza para que las familias puedan comer por lo menos tres meses. Después de la precaria cosecha, no
tienen otra opción de trabajo para mantenerse en pie dentro de la comunidad. Las alternativas son funestas: o se enrolan a la
siembra de enervantes y se vuelven victimas del crimen organizado al grado que cavan su propia tumba por la violencia fraticida,
o se aventuran para emprender el viaje de la ignominia a los campos agrícolas del norte del país.
En estos días de diciembre la alegría se marchita entre los padres y madres de familia, porque no hay nada que celebrar. La
navidad no representa el lado mágico y dulce que vende y pregona la cultura consumista en estos días aciagos para los pobres. La
Navidad en La Montaña trasluce el rostro oculto del olvido, el sufrimiento, la soledad, el hambre, la miseria y el abandono.
En lo alto de las cimas las familias indígenas además del frío enfrentan el desprecio de los que tienen el poder y el presupuesto.
No ven llegar los recursos destinados para la obra del año programada por el ayuntamiento, que al final de cuentas, no viene a
resolver nada de fondo, por eso mejor las familias prefieren marcharse fuera de la región y del Estado. Cierran sus casas y sus
animales quedan a cargo de los ancianos. Las nuevas autoridades tienen la obligación de quedarse, para fungir su función de
representantes de la comunidad, para cuidar las tierras y los precarios bienes que aún conservan. La desolación atrapa a los
enfermos y a los de la tercera edad que sufren en el silencio una tragedia que no alcanzan a entender. En su mirada y en su andar
parecen estar a la espera de la muerte. Los terregales son sólo un triste recuerdo de lo que fue la tierra fértil que les daba de
comer. La desnudez de los cerros cenizos sólo preludia el ocaso de la cultura del maíz. La basura del plástico, los refrescos de
cola y las botellas de cerveza llenan el vacío secular que hay en las comunidades, con relación al déficit productivo de maíz, fríjol,
calabaza y agua potable. Estos productos aparecen como las medicinas que alivian el tedio y la desesperanza. Lo más triste es
que a los niños y las niñas les han arrancado su infancia. En lugar de ilusionarse por un dulce o aguinaldo, caminan con sus
padres dentro de los surcos de vegetales exóticos que son enviados a los supermercados de Nueva York y Japón. El sacrificio de
su infancia es el deleite de los privilegiados. El brindis por la felicidad y los megaproyectos es el trago amargo y la cruel amenaza
contra los derechos y la dignidad de los trabajadores.
Por desgracia, en nuestra sociedad fragmentada y dividida por los abismos económicos, la Navidad expresa la fiesta de la
desigualdad, el ruido consumista es como el humo de las ciudades que oculta la injusticia y aparenta una felicidad generalizada.
Cuando se toca la realidad de las familias que no tienen trabajo, que no saben leer y que no tienen que comer, es cuando nos
topamos con la parte más descarnada de la vida, que nos interpela y nos obliga a mirar con el corazón el drama de los
desposeídos. No podemos mantenernos impasibles y seguir actuando con indiferencia y complicidad cuando sabemos que la
infancia indígena está secuestrada por las empresas agroindustriales y que esta situación representa la cancelación de un futuro
digno entre los pueblos que cuentan con una veta cultural envidiable. Los grandes músicos, los famosos tlacuilos (pintores), los
bien recordados arquitectos y astrónomos prehispánicos, así como los grandes especialistas religiosos y de la salud, que son los
portadores de una civilización esplendorosa, viven un proceso de extinción y de aniquilamiento promovido por las políticas
etnocidas y discriminatorias de los gobiernos empresariales. Se ha sometido tanto a los pueblos y se ha maltratado tanto su
dignidad, que ahora el sistema económico los ha colocado como jornaleros pobres destinados a ser parias del capital
trasnacional.
Las mujeres grandes que representan ritualmente a la lluvia, a las nubes, a los vientos y al arcoiris, son vilipendiadas, y en el
mejor de los casos son objeto de la caridad gubernamental. Estas mujeres sabias son denigradas por el programa Oportunidades
para que desempeñen trabajos manuales que las colocan como seres sin capacidades para contribuir al desarrollo de la
comunidad. Todo este capital comunitario desquiciado por los nuevos gobiernos se ven obligados a emigrar y buscar hasta
Nueva York un trabajo que los dignifique y los valore como seres humanos con grandes potencialidades para poder desempeñar
trabajos creativos e innovadores.
Un caso representativo de la tragedia que se vive en La Montaña lo padecen las familias evangélicas de San Juan Puerto Montaña,
municipio de Metlatónoc, que fueron expulsadas hace más de cinco años por la población mayoritariamente católica, por
oponerse a desempeñar los cargos cívico religiosos y a realizar trabajos comunitarios. Ante este desplazamiento forzado y ante
la incapacidad manifiesta de la autoridad correspondiente, se vieron obligados a planear su éxodo y su reubicación. Guiados por
su líder religioso encontraron la nueva tierra prometida y con sus propias fuerzas y recursos lograron conformar la colonia
Filadelfia en la periferia de Tlapa. En medio de tantas adversidades lograron hacer habitable un terreno asfaltado de tepetate,
donde reavivaron su capacidad autogestiva para poder recrear la comunidad perdida.
Para los nuevos conversos el trabajo jornalero ha venido a representar el pilar de su economía y la única alternativa para sus
sobrevivencia. Todas las familias se rolan para salir a trabajar y están comprometidos para cooperar con las obras de beneficio
colectivo. Las mujeres y los niños se ven obligados a involucrarse como trabajadores agrícolas para incrementar los ingresos
económicos de la familia que redundará en un precario bienestar para su nueva colonia.
En esta lucha por la sobrevivencia el niño Timoteo Ventura Pastrana, de 2 años y 7 meses, quien se encontraba en compañía de
sus padres en un campo agrícola de Ciudad de Jiménez, Chihuahua, fue embestido por una camioneta quedando atrapado su
pequeño bracito entre el muro de cemento y la defensa de la camioneta, perdiendo en ese impacto brutal su brazo derecho. Este
accidente representa el grave estado de indefensión de los niños indígenas y la total impunidad que se vive en los campos
agrícolas. Sus padres se lo llevaron hasta Chihuahua para poder encontrar la tortilla y el chilmole (salsa) que no pueden obtener
con facilidad dentro de su comunidad. Por el hambre y el desempleo, el niño Timoteo tuvo que estar en el lugar que no le
correspondía. Sus padres lo tenían a su lado para que pudiera entretenerse y jugar mientras descansaban en la parcela después
de una extenuante jornada Por su parte su madre Sofía Pastrana sufrió también lesiones que vinieron a complicar su embarazo y
a poner en riesgo el fruto de sus entrañas. Por su parte, el patrón, con sus actitudes racistas y poco comprometidas con las
familias trabajadoras que le generan su riqueza, evadió su responsabilidad. En lugar de ser condescendiente con el dolor de las
víctimas, le apostó a sus buenas relaciones con las autoridades estatales para evadir la ley y dejar a la deriva a la familia Ventura
Pastrana. Con el dolor a cuestas regresaron con sus propios recursos, para curar las heridas de su pequeño bebé que ahora no
cuenta con el brazo derecho. Con esta tragedia quedó claro para todos los familiares y amigos de su colonia, el desprecio del
patrón y la falta de solidaridad de las autoridades estatales y federales.
¿Qué celebración de la Navidad podrán tener Timoteo y sus padres cuando el dolor ha atravesado su cuerpo y su dignidad? ¿Qué
experiencia de los Reyes Magos pueden tener los niños indígenas que acompañan a sus padres en lo surcos de las
agroindustrias, donde jugando y también trabajando les arrancan el brazo como Timoteo Ventura, o la vida como sucedió con
David Salgado, que este próximo 6 de enero cumple el primer año de su muerte?
Con la injusticia y la discriminación hacia los indígenas no podemos festejar una Navidad que realmente celebre la igualdad y la
fraternidad entre los hombres y las mujeres de todas las razas, los credos, las culturas y las lenguas.