Tlachinollan
Diciembre 22, 2007
Cuando los muertos se van de La Montaña, acaba la fiesta y se reaviva la tristeza y la tragedia de no poder sobrevivir dentro del propio hábitat. La vida se apaga porque el hambre carcome y cala hasta el alma. El maíz sembrado en el tlacolol ya no llega a los 400 kilos, tampoco alcanza para que las familias puedan comer por lo menos tres meses. Después de la precaria cosecha, no tienen otra opción de trabajo para mantenerse en pie dentro de la comunidad. Las alternativas son funestas: o se enrolan a la siembra de enervantes y se vuelven victimas del crimen organizado al grado que cavan su propia tumba por la violencia fraticida, o se aventuran para emprender el viaje de la ignominia a los campos agrícolas del norte del país. En estos días de diciembre la alegría se marchita entre los padres y madres de familia, porque no hay nada que celebrar. La navidad no representa el lado mágico y dulce que vende y pregona la cultura consumista en estos días aciagos para los pobres. La Navidad en La Montaña trasluce el rostro oculto del olvido, el sufrimiento, la soledad, el hambre, la miseria y el abandono. En lo alto de las cimas las familias indígenas además del frío enfrentan el desprecio de los que tienen el poder y el presupuesto. No ven llegar los recursos destinados para la obra del año programada por el ayuntamiento, que al final de cuentas, no viene a resolver nada de fondo, por eso mejor las familias prefieren marcharse fuera de la región y del Estado. Cierran sus casas y sus animales quedan a cargo de los ancianos. Las nuevas autoridades tienen la obligación de quedarse, para fungir su función de representantes de la comunidad, para cuidar las tierras y los precarios bienes que aún conservan. La desolación atrapa a los enfermos y a los de la tercera edad que sufren en el silencio una tragedia que no alcanzan a entender. En su mirada y en su andar parecen estar a la espera de la muerte. Los terregales son sólo un triste recuerdo de lo que fue la tierra fértil que les daba de comer. La desnudez de los cerros cenizos sólo preludia el ocaso de la cultura del maíz. La basura del plástico, los refrescos de cola y las botellas de cerveza llenan el vacío secular que hay en las comunidades, con relación al déficit productivo de maíz, fríjol, calabaza y agua potable. Estos productos aparecen como las medicinas que alivian el tedio y la desesperanza. Lo más triste es que a los niños y las niñas les han arrancado su infancia. En lugar de ilusionarse por un dulce o aguinaldo, caminan con sus padres dentro de los surcos de vegetales exóticos que son enviados a los supermercados de Nueva York y Japón. El sacrificio de su infancia es el deleite de los privilegiados. El brindis por la felicidad y los megaproyectos es el trago amargo y la cruel amenaza contra los derechos y la dignidad de los trabajadores. Por desgracia, en nuestra sociedad fragmentada y dividida por los abismos económicos, la Navidad expresa la fiesta de la desigualdad, el ruido consumista es como el humo de las ciudades que oculta la injusticia y aparenta una felicidad generalizada. Cuando se toca la realidad de las familias que no tienen trabajo, que no saben leer y que no tienen que comer, es cuando nos topamos con la parte más descarnada de la vida, que nos interpela y nos obliga a mirar con el corazón el drama de los desposeídos. No podemos mantenernos impasibles y seguir actuando con indiferencia y complicidad cuando sabemos que la infancia indígena está secuestrada por las empresas agroindustriales y que esta situación representa la cancelación de un futuro digno entre los pueblos que cuentan con una veta cultural envidiable. Los grandes músicos, los famosos tlacuilos (pintores), los bien recordados arquitectos y astrónomos prehispánicos, así como los grandes especialistas religiosos y de la salud, que son los portadores de una civilización esplendorosa, viven un proceso de extinción y de aniquilamiento promovido por las políticas etnocidas y discriminatorias de los gobiernos empresariales. Se ha sometido tanto a los pueblos y se ha maltratado tanto su dignidad, que ahora el sistema económico los ha colocado como jornaleros pobres destinados a ser parias del capital trasnacional. Las mujeres grandes que representan ritualmente a la lluvia, a las nubes, a los vientos y al arcoiris, son vilipendiadas, y en el mejor de los casos son objeto de la caridad gubernamental. Estas mujeres sabias son denigradas por el programa Oportunidades para que desempeñen trabajos manuales que las colocan como seres sin capacidades para contribuir al desarrollo de la comunidad. Todo este capital comunitario desquiciado por los nuevos gobiernos se ven obligados a emigrar y buscar hasta Nueva York un trabajo que los dignifique y los valore como seres humanos con grandes potencialidades para poder desempeñar trabajos creativos e innovadores. Un caso representativo de la tragedia que se vive en La Montaña lo padecen las familias evangélicas de San Juan Puerto Montaña, municipio de Metlatónoc, que fueron expulsadas hace más de cinco años por la población mayoritariamente católica, por oponerse a desempeñar los cargos cívico religiosos y a realizar trabajos comunitarios. Ante este desplazamiento forzado y ante la incapacidad manifiesta de la autoridad correspondiente, se vieron obligados a planear su éxodo y su reubicación. Guiados por su líder religioso encontraron la nueva tierra prometida y con sus propias fuerzas y recursos lograron conformar la colonia Filadelfia en la periferia de Tlapa. En medio de tantas adversidades lograron hacer habitable un terreno asfaltado de tepetate, donde reavivaron su capacidad autogestiva para poder recrear la comunidad perdida. Para los nuevos conversos el trabajo jornalero ha venido a representar el pilar de su economía y la única alternativa para sus sobrevivencia. Todas las familias se rolan para salir a trabajar y están comprometidos para cooperar con las obras de beneficio colectivo. Las mujeres y los niños se ven obligados a involucrarse como trabajadores agrícolas para incrementar los ingresos económicos de la familia que redundará en un precario bienestar para su nueva colonia. En esta lucha por la sobrevivencia el niño Timoteo Ventura Pastrana, de 2 años y 7 meses, quien se encontraba en compañía de sus padres en un campo agrícola de Ciudad de Jiménez, Chihuahua, fue embestido por una camioneta quedando atrapado su pequeño bracito entre el muro de cemento y la defensa de la camioneta, perdiendo en ese impacto brutal su brazo derecho. Este accidente representa el grave estado de indefensión de los niños indígenas y la total impunidad que se vive en los campos agrícolas. Sus padres se lo llevaron hasta Chihuahua para poder encontrar la tortilla y el chilmole (salsa) que no pueden obtener con facilidad dentro de su comunidad. Por el hambre y el desempleo, el niño Timoteo tuvo que estar en el lugar que no le correspondía. Sus padres lo tenían a su lado para que pudiera entretenerse y jugar mientras descansaban en la parcela después de una extenuante jornada Por su parte su madre Sofía Pastrana sufrió también lesiones que vinieron a complicar su embarazo y a poner en riesgo el fruto de sus entrañas. Por su parte, el patrón, con sus actitudes racistas y poco comprometidas con las familias trabajadoras que le generan su riqueza, evadió su responsabilidad. En lugar de ser condescendiente con el dolor de las víctimas, le apostó a sus buenas relaciones con las autoridades estatales para evadir la ley y dejar a la deriva a la familia Ventura Pastrana. Con el dolor a cuestas regresaron con sus propios recursos, para curar las heridas de su pequeño bebé que ahora no cuenta con el brazo derecho. Con esta tragedia quedó claro para todos los familiares y amigos de su colonia, el desprecio del patrón y la falta de solidaridad de las autoridades estatales y federales. ¿Qué celebración de la Navidad podrán tener Timoteo y sus padres cuando el dolor ha atravesado su cuerpo y su dignidad? ¿Qué experiencia de los Reyes Magos pueden tener los niños indígenas que acompañan a sus padres en lo surcos de las agroindustrias, donde jugando y también trabajando les arrancan el brazo como Timoteo Ventura, o la vida como sucedió con David Salgado, que este próximo 6 de enero cumple el primer año de su muerte? Con la injusticia y la discriminación hacia los indígenas no podemos festejar una Navidad que realmente celebre la igualdad y la fraternidad entre los hombres y las mujeres de todas las razas, los credos, las culturas y las lenguas. |
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