EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

XXVI años de Tlachinollan. Entre la indignación y la resilencia

Tlachinollan

Diciembre 07, 2020

Aún no nos reponíamos del artero golpe que sufrimos por la desaparición y el asesinato del defensor comunitario Arnulfo Cerón Soriano, cuando tuvimos noticia de los primeros casos de contagio del coronavirus que se dieron en Wuhan, China. Además de la inminente amenaza de este virus, la violencia delincuencial cobró mayor virulencia ante el repliegue de las autoridades con el pretexto del confinamiento. Arreciaron los desplazamientos forzados de las familias en la zona serrana; los asesinatos y ajustes de cuentas entre organizaciones criminales se incrementaron y se profundizó la violencia feminicida en varias regiones del estado.
Estas pandemias que se han conjuntado y azotado a una población mayoritariamente pobre, paradójicamente han sido contenidas por la fuerza de su gente, que en medio de las adversidades tiene la casta para resistir y pelear contra un Estado capturado por intereses macrodelincuenciales.
El estado de Guerrero no solo fue producto de una disputa de caudillos que hicieron de esta tierra un botín; fue una entidad en ebullición por las disputas territoriales que se gestaron entre los cacicazgos políticos que se acostumbraron a gobernarlo como si fuera su propiedad. Desde la creación de esta entidad, las y los guerrerenses padecemos una clase política iletrada, hecha a la usanza de los hacendados, que reproducen un sistema semi esclavista que expolia a la clase trabajadora a base de golpes y tratos degradantes. La aplicación de la ley ha sido la excepción, y el uso de la fuerza se ha erigido como el modo más efectivo para mantener una hegemonía política sustentada en el terror, a través de la represión militar y policiaca contra cualquier brote de insurgencia cívica o armada.
La escalada de la militarización, después del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, adquirió un matiz diferente: continuó la estrategia guerrerista, pero ahora utilizando al Ejército contra la población y los movimientos disruptores, simulando una lucha contra el narcotráfico. Felipe Calderón emprendió esta guerra “sin tregua ni cuartel”, involucrando a las fuerzas armadas y la Policía Federal contra el crimen organizado. La estrategia calderonista suponía que el descabezamiento de las organizaciones delictivas le permitiría “restaurar” la seguridad en las regiones que controlaban. Fue una estrategia fallida, y esto se ha demostrado a lo largo de los últimos dos sexenios, el de Felipe Calderón y el de Enrique Peña Nieto. Con las detenciones en Estados Unidos de Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública en el sexenio calderonista; y la del general de división Salvador Cienfuegos, quien fungió como secretario de la Defensa Nacional en la administración peñanietista, quedó evidenciado el involucramiento de las altas esferas del poder público en los negocios del narcotráfico. Los carteles de la droga han podido penetrar en las instituciones del Estado, al grado que han establecido alianzas con los titulares de la seguridad pública y de la defensa nacional. Es decir, que el poder económico del narcotráfico ha logrado pactar con el poder civil y militar.
Durante este tiempo, el crimen organizado ha sido capaz de reconfigurarse y adaptarse a las nuevas realidades políticas y económicas. El descabezamiento de las organizaciones del narcotráfico obligó a que se reorganizaran y diversificaran en pequeñas células, para facilitar el control de las plazas, ejerciendo mayor violencia al interior de su territorio para imponer su ley.
De acuerdo con el informe del International Crisis Group “la cantidad de homicidios registrados en México demuestra hasta qué punto las políticas de seguridad de mano dura fracasaron”. Ejemplifica que “la tasa de homicidios se cuadruplicó en los últimos trece años, con 8 mil 867 y 36 mil 685 registrados en 2007 y 2018 respectivamente. En Guerrero, se registraron 766 y 2 mil 367 homicidios, en 2007 y 2018. Según un estudio reciente la tasa de impunidad a nivel nacional para homicidios es de 89%, mientras que en Guerrero es del 96%, la tercera más alta a nivel nacional. Otro estudio encontró que la probabilidad de que las autoridades de Guerrero resuelvan cualquier caso criminal es del 0.2%, la más baja en México. Guerrero, se ha convertido en uno de los lugares más violentos de México, a pesar de una disminución en los datos oficiales de homicidios en el presente año.
Por otra parte, en Guerrero es donde se han fragmentado más los grupos del crimen organizado. Ahora hay un escenario cada vez más diverso de células rivales, involucradas en un espectro más amplio de negocios ilícitos y formas de control territorial más estrictas y agresivas. Para el International Crisis Group, en el estado hay al menos 40 grupos armados no estatales, activos en las siete regiones. Hay 20 organizaciones criminales que afirman tener control sobre varias porciones del territorio. Un número equivalente de grupos de autodefensas también están activos en el estado y algunos han ganado una influencia política y social significativa en su territorio. Sin embargo, la división entre los mismos grupos de autodefensas y de las células criminales ha provocado infiltraciones, creando zonas porosas donde los actores armados imponen la ley del gatillo, mientras que la complicidad y colusión de los actores estatales con ambos grupos agravan la inseguridad crónica en esta entidad insumisa. Durante este periodo la UPOEG ha mermado su fuerza y presencia en algunos municipios, al grado que en lo que va del 2020 han asesinado a 15 de sus miembros, sobresaliendo el caso de Ernesto Gallardo, uno de sus principales dirigentes y el comandante Esteban Ramos Gallardo. Esta violencia también ha cobrado victimas entre las autoridades de la CRAC-PC, resaltando el caso del coordinador de la Casa de Justicia de San Luis Acatlan, Julián Cortés, asi como de los coordinadores del comité de enlace de Huamixtitlan, Manuel Alejandro y el coordinador del comité de enlace de Xochihuehuetlán, Domingo España.
Junto a esta violencia imparable, en estos meses de confinamiento la situación se agravó por el estado de indefensión en que se encuentran las mujeres y niñas indígenas. Hemos registrado 19 casos de muertes violentas y actualmente acompañamos siete casos de feminicidios. Ante el repliegue de las instituciones y la falta de personal que atienda de manera permanente a las mujeres indígenas, hemos constatado un gran número de casos de violencia intrafamiliar, y en los municipios más pobres como Cochoapa el Grande, Metlátonoc, Zapotitlán Tablas y Copanatoyac, es donde los casos son mas recurrentes. El registro de seis casos de mujeres desaparecidas es alarmante, porque los grupos de la delincuencia aplican el mismo patrón de violencia que ejercen contra grupos rivales, para ensañarse contra las mujeres. Como parte de esta violencia demencial, tenemos el registro de cinco niñas indígenas asesinadas. Por otra parte, las agresiones sexuales se han multiplicado contra niñas de 9 a 16 años. En nuestro registro tenemos identificadas cuatro denuncias.
La crueldad con la que han acabado con la vida de las mujeres y niñas indígenas deja mensajes funestos dentro de las mismas comunidades. Se refuerza el rol que ejerce el hombre a través de la fuerza y el papel que desempeña la mujer como alguien que debe obedecer y ser dócil al poder masculino. Lo patético es que las instituciones están ausentes y son en buena medida cómplices de esta violencia, que la pagan con su vida las mujeres.
El difícil camino de las víctimas violentadas para acceder a la justicia, a menudo se vuelve un mecanismo de revictimización. Las instituciones de justicia son insensibles al dolor y a la violencia que enfrentan las mujeres. Es común la demora en las investigaciones, el maltrato, la discriminación y la falta de credibilidad a la palabra de las mujeres. Son actitudes insolentes de funcionarios públicos que lastiman la dignidad de las mujeres.
Se había pregonado que con el sistema penal acusatorio quedarían superados los formalismos y la burocracia en estos procesos. Se decía recurrentemente que las investigaciones serían más ágiles, y sin embargo seguimos arrastrando las inercias de un sistema capturado por intereses facciosos y por una estructura burocrática que está hecha para no funcionar en favor de las víctimas.
Los gobiernos municipales, en lugar de ser los garantes de los derechos de las mujeres y de implementar medidas para prevenir la violencia, se coluden y protegen a los perpetradores. Por su situación de pobreza y monolingüismo, denigran a las mujeres y hacen escarnio de su estado de indefensión, que en el fondo justifican el maltrato y la agresión física.
El panorama es sombrío porque las instituciones de seguridad y justicia siguen replegadas en detrimento de la protección y atención de las víctimas de violencia. La pandemia ha sido un buen pretexto para justificar la inacción de las autoridades, para ocultar su falta de compromiso y prolongar un clima de impunidad que empodera más a los perpetradores. Son las mujeres quienes están dando la batalla en el país y por esa razón en la Ciudad de México han aparecido como las grandes guerreras. Sus consignas de “ ¡vivas nos queremos! ¡nos sembraron miedo, nos crecieron alas!” condensan la indignación y la rabia contra el régimen patriarcal y la violencia machista, que solo apela a la fuerza y no a la razón.
En estos 26 años de trabajo por la defensa de los derechos humanos, hemos avanzado en la construcción del sujeto como titular de derechos, y en la fortaleza que han demostrado los pueblos para proteger su territorio y su vida en comunidad. Sin embargo, los retrocesos se dan por los gobiernos que se niegan a rendir cuentas a la ciudadanía y a obedecer al mismo pueblo que reclama justicia. Aun en plena pandemia, las familias indígenas resisten y luchan para sobrevivir en los surcos del capital transnacional. Hemos encontrado experiencias inéditas en la defensa de los derechos humanos que nos han enseñado a luchar desde la raíz comunitaria y a nunca defraudar la confianza y el cariño de la gente.