Lorenzo Meyer
Septiembre 01, 2016
El poder presidencial ya no es lo que era, pero lo que ese poder perdió lo ganaron los gobernadores y pocas veces para bien.
Quienes golpearon en Cuernavaca a Javier Sicilia por protestar nos golpearon a muchos.
Por largo tiempo, la sociedad civil mexicana empeñada en poner fin al autoritarismo político debió centrar su esfuerzo en luchar contra un presidencialismo acostumbrado a ejercer poderes meta constitucionales e incluso criminales sin oposición significativa. Sin embargo, ahora que el poder presidencial se ha debilitado, esas baterías empeñadas en abatir las viejas murallas del abuso del poder se deben dirigir con más frecuencia contra los ejecutivos estatales.
Hoy, gobernadores o ex gobernadores como los de Veracruz, Quintana Roo, Chihuahua, Coahuila o Nuevo León, aparecen como cabezas de unas estructuras de gobierno que funcionan como maquinarias dedicadas a la extracción sistemática de recursos en beneficio personal y de sus colaboradores. Los estados mencionados son sólo ejemplos conspicuos de corrupción abierta y en gran escala, pero hay docenas de ejecutivos estatales que se han ganado un lugar en esa deshonrosa lista.
Los datos nos llevan a fijar la atención en deudas enormes y crecientes de estados que de casi cero a inicios de los 1990 han pasado a 22.4 mil millones de pesos (Quintana Roo); 38 mil millones (Coahuila); 42.7 mil millones (Chihuahua); 46 mil millones (Veracruz); 63.8 mil millones (Nuevo León). En términos de deuda per cápita, Quintana Roo, Coahuila, Chihuahua y Nuevo León son los líderes, (Manuel Aguirre Botello, http://www.mexicomaxico.org/Voto/DeudaEstatal.htm). Y no es ilógico suponer una conexión entre ese endeudamiento, mal gobierno y enriquecimiento desmesurado de los mandatarios.
El caso de Veracruz destaca por lo imaginativo: un empresario y amigo de juventud del gobernador que se convirtió en su operador financiero –Moisés Mansur– llevó esa relación al extremo de registrar en 2006 un testamento que hacía heredero al hoy gobernador veracruzano y entonces secretario de Finanzas y Planeación, de un edificio en la Lomas de Chapultepec, más una oficina y un local comercial en Polanco (Reforma, 26 de agosto) ¿Qué imaginó el entonces secretario de Finanzas que tendría que hacer para disfrutar de tan peculiar herencia?
¿Cómo llegamos a los actuales gobernadores feudales? En su libro El centro dividido: la nueva autonomía de los gobernadores (México: El Colegio de México, 2008), el profesor Rogelio Hernández hace un recuento del proceso que, en el siglo XX, llevó a la total subordinación de los gobernadores al presidente de la República, y como, en los últimos decenios, ese proceso se revirtió para desembocar no en un federalismo sino en una especie de feudalismo estatal, en una relación de suma cero que hizo que el poder perdido por el presidente lo ganaran los gobernadores pero sin que ese poder perdiera su carácter autoritario. Este proceso fue una repetición de otro que había tenido lugar en la segunda mitad del siglo XIX, cuando, en la formación y consolidación del Estado, los jefes políticos expropiaron los poderes de los presidentes municipales y los presidentes de la República –Benito Juárez y Porfirio Díaz– los de los gobernadores, como lo mostró Daniel Cosío Villegas en su Historia moderna de México, (México: Editorial Hermes, 1955-1972). Sin embargo, a partir de 1911 se inició una dramática y violenta reversión, la Revolución significó una pérdida de poder del centro a favor de la periferia, pero a partir de los 1930 se inició un nuevo proceso de centralización que hizo crisis al final del siglo.
Hoy, el poder ganado por los gobernadores al centro no tiene que ver con un sano federalismo, sino que es resultado de la descomposición del autoritarismo post revolucionario, pero sin que haya sido sustituido por una alternativa democrática. Y es justamente esta ausencia lo que ha impedido que los gobernadores corruptos o ineficientes o ambas cosas, sean llamados a cuentas y en cambio reproduzcan a nivel local los vicios del viejo sistema centralista. Estados como Veracruz o Quintana Roo apenas ahora van a experimentar el cambio de partido en el poder que a nivel nacional se dio en el año 2000 y Coahuila ni eso.
Cuando el PRI fue obligado a dejar Los Pinos y para no crearse problemas, ni Vicente Fox ni Felipe Calderón se propusieron vigilar el buen uso de la gran cantidad de recursos que la federación transfirió a los estados. Ese poderoso instrumento de fiscalización que en buenas manos puede llegar a ser la Auditoría Superior de la Federación, no se empleó y hoy vemos las consecuencias.
En Oaxaca, Puebla, Chihuahua o Morelos, entre otros estados, la sociedad local hizo gran esfuerzo para sacar al PRI del poder, pero los nuevos gobernadores mostraron no estar a la altura del cambio y hoy hay que echar mano de nuevo de movilizaciones al estilo del Frente Amplio Morelense (FAM), que el 16 de agosto activó a cien mil ciudadanos en Cuernavaca, Cuautla y Jojutla para enfrentar a un gobernador y la violencia de sus policías.
Es injusto que la sociedad deba movilizarse –con todos los riesgos que eso conlleva– para intentar domar a los poderes locales abusivos porque la estructura institucional encargada de hacerlo simplemente no quiere o no puede hacer su tarea. Sin embargo, no queda alternativa, como bien lo sabe y lo asumen Javier Sicilia, el FAM y muchos otros.
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