EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Y después de las elecciones ¿qué?

Saúl Escobar Toledo

Julio 19, 2017

El proceso electoral del 2018 arrancará formalmente en poco menos de dos meses, el 8 de septiembre. Toda la atención se está poniendo en el día de los comicios, el domingo 1º de julio. ¿Quiénes serán los candidatos, cuáles serán las coaliciones que lograrán su registro, quién ganará? Éstas son las preguntas cotidianas en los medios de comunicación, en los debates políticos y en las mesas de los cafés y de los hogares. Sin embargo, quizás valdría la pena también reflexionar sobre lo que seguirá después: los días y meses posteriores, hasta el 1º de diciembre y más allá.
Dos problemas serían en este caso materia de inquisición: la posibilidad de un conflicto postelectoral y la fortaleza del gobierno y el Congreso que entrarán en funciones ese mismo año.
Un primer escenario plantea una elección competida entre dos o tres coaliciones partidarias. La diferencia entre unos y otros, como sucedió en 2006, es muy reducida. ¿Qué condiciones se presentarían para un largo conflicto que se desarrollaría en las calles y en las instancias legales si el supuesto perdedor es el candidato de izquierda? De acuerdo con la experiencia que nos dejó el caso del Estado de México que acabamos de vivir, parece que difícilmente se repetirían las protestas de hace 11 años.
Pero éste no es el único escenario posible: podría darse el caso inverso, es decir que el candidato de la izquierda ganara en las urnas y se le arrebatara la victoria en los tribunales. Esta posibilidad puede parecer remota el día de hoy, pero no es imposible debido a que el deterioro de las instituciones del país es muy grande y al control que ejercen sobre ellas un pequeño grupo que parece decidido a todo sin importar las consecuencias. Nada parece detenerlos: ni los escándalos de corrupción; ni las acusaciones de los organismos internacionales sobre la violación sistemática de los derechos humanos; ni la incapacidad de detener la violencia; ni las evidencias de manipulación de las elecciones estatales ocurridas este año; ni las acusaciones de espiar ilegalmente a sus opositores. Se han comportado como una pandilla que se ha apropiado de las instituciones y medran con ellas sin límite ni medida.
Para borrar completamente la posibilidad de que ocurra un acontecimiento como éste, tendrían que pasar dos cosas: o bien una división del grupo en el poder hasta ahora encabezada por el presidente Enrique Peña Nieto; o bien la creación de una fuerza política y ciudadana que se aglutinara en torno de una coalición de partidos lo suficientemente poderosa como para impedir un “golpe de Estado blando”, como se le ha llamado en otros países de América Latina, donde presidentes electos han sido destituidos por razones muy dudosas o francamente ilegales. Ahí está el caso de Brasil que resulta aleccionador por muchas razones.
El segundo escenario para el 2018 consistiría en que una coalición de partidos ganara con amplio margen la Presidencia de la República y no hubiera duda sobre su legalidad y legitimidad. Si este ganador pertenece al PRI o al PAN, puede descartarse la existencia de un conflicto postelectoral en las calles pues ganaría la continuidad de las políticas actuales. Serían seis años más de postración del país en el caos y el desastre actual.
Para las izquierdas, esta derrota las obligaría a una profunda reestructuración. El surgimiento de nuevos partidos y nuevas estrategias de lucha y organización serían materia obligada de un largo debate.
Si, en cambio, el ganador incuestionable fuera un candidato de izquierda, comprometido con la voluntad de poner en práctica un programa de transformación del país, el problema sería distinto. ¿Hasta dónde, cómo y en qué condiciones, aún con una voluntad semejante, hay margen para la reconstrucción de México? ¿Por dónde empezar?
Mi opinión es que ésta es la pregunta de fondo que los progresistas que desean sinceramente un cambio debemos plantearnos desde ahora. Creo que sólo podría ocurrir un triunfo holgado de la izquierda y el sostenimiento de un gobierno fuerte y capaz de iniciar una transformación a fondo del país, si hay una mayoría social que pueda convertirse en una mayoría política capaz de proporcionar los votos y sobre todo la fuerza organizada para sostener esa victoria y acompañar las reformas que el nuevo gobierno decidiera emprender.
Una fórmula que resulta demasiado sencilla y compleja a la vez. Nadie puede negar que la construcción de esta mayoría es indispensable, pero es una propuesta que, en la realidad, muy pocos se están tomando en serio. Al contrario, hasta el día de hoy, algunos de los principales actores políticos están actuando en un sentido distinto.
De un lado, la mayoría de la dirección del PRD está sosteniendo que una alianza y una eventual coalición de gobierno con el PAN puede garantizar una mayoría electoral holgada. Una hipótesis que es, al mismo tiempo, altamente improbable y profundamente equivocada. Lo primero porque una coalición de este tipo concitaría muy poco entusiasmo de los electores. Ambos partidos son identificados, desgraciadamente en el caso del PRD y merecidamente en el de Acción Nacional, como parte del sistema de corrupción que ha privado en el país desde el inicio de este siglo.
Equivocada, porque esa alianza no puede propiciar el cambio. Es evidente que la élite que controla al PAN es incapaz de generar una verdadera transformación del país, pues ni siquiera puede imaginarla. No importa de qué tema se trate: el manejo de la economía, los derechos humanos, la seguridad pública, o la reforma del sistema político. En todos ellos su voluntad continuista es manifiesta y su capacidad intelectual para avizorar un rumbo alternativo es nula.
Pero del otro lado, la confianza en que el triunfo de AMLO es la condición necesaria y suficiente para iniciar el cambio del país, también está conduciendo a serios errores. Por un lado, a un sectarismo precoz que proclama que el partido y su candidato ya tienen la fuerza suficiente para ganar las elecciones. Las adhesiones a las que convoca más bien parecen actos publicitarios destinados a confirmar que esa mayoría ya se ha alcanzado que a concitar la construcción de una fuerza organizada más allá del partido y el candidato. Su rechazo a dialogar con otras fuerzas políticas y sociales parece incomprensible.
Otro ejemplo es el método que han decidido para elaborar el programa de gobierno. En él están trabajando, según se ha dicho, un pequeño grupo de expertos cuyos nombres no se han revelado excepto el de sus principales coordinadores, los cuales, por cierto, no suscitan ninguna confianza. El anuncio de que se dará a conocer el programa cuando esté terminado es una mala señal para establecer alianzas y animar a amplios sectores del movimiento progresista que desearían dar su opinión y reconocerse como protagonistas del cambio, y no permanecer como meros seguidores del candidato y sus nuevos e inesperados ideólogos.
Hasta ahora, entonces, el panorama parece configurado por esfuerzos que acentúan la dispersión. Cada uno quiere construir “su” fuerza, en contra, al margen o ignorando a los demás.
Convocar a una mayoría social para convertirla en una mayoría política parece una fórmula elemental que todos deberían compartir, pero muy pocos de los protagonistas del 2018 se están preocupando por ello.
Algunos esfuerzos, sin embargo, están surgiendo. Poco a poco, algunos actores políticos y sociales se han convencido y ya están trabajando en esta dirección. Todavía no son muchos. Pero quizás el curso de los acontecimientos y un poco de diálogo y reflexión, puedan cambiar esta situación.
A veces, las buenas ideas llegan (o convencen) cuando ya es demasiado tarde. Pero en otras ocasiones han sido capaces de mover millones de voluntades. De aquí al día de los comicios habrá que insistir en dialogar, convencer, unir, pensar juntos un proyecto de país, una propuesta de cambio en la que todos podamos sentirnos parte. Convertirnos en protagonistas de un nuevo rumbo para la nación, aún es posible.

Twitter: #saulescoba