EL-SUR

Sábado 27 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Y la violencia se hizo costumbre

Jesús Mendoza Zaragoza

Enero 30, 2023

Era de esperarse. A fuerza de permanecer en el paisaje nacional y en los paisajes locales, las violencias ya tienen carta de normalidad. Nos dan el mensaje de que han llegado para quedarse. Y tal parece que no es posible que salgan de nuestros escenarios, tanto públicos como particulares. Muchas violencias tienen una larga historia desde hace mucho tiempo, como aquéllas que han permanecido ocultas por convencionalismo social, tales como las violencias que se dan en las familias, productos del machismo de sociedades patriarcales, como aquéllas que han sido intencionalmente escondidas, como las institucionales que se dan en los aparatos públicos y en los ambientes laborales y educativos.
Lo que ahora está causando estragos mayores es la violencia generada y desarrollada en las muchas formas de delincuencia organizada, en sus relaciones con el poder público y con las instituciones económicas y empresariales y en sus afectaciones contra la sociedad. La delincuencia organizada se ha apoyado en las instancias políticas (sistema político) y económicas nacionales y trasnacionales, y por ello han tenido capacidades de prosperidad y de sustentabilidad. Y hay que decir, también, que hay un soporte social de la delincuencia organizada en cuanto que hay segmentos sociales que han estado siendo beneficiados por ella, ya por complicidad o de manera forzada.
En este momento se está dando un repunte de estas violencias en vastas regiones del país, incluido el estado de Guerrero. Llevamos ya alrededor de dos décadas, desde tiempos de Vicente Fox cundo ya se hacían sentir algunos de sus estragos, que han ido creciendo hasta hoy. No ha habido estrategia gubernamental capaz de detener su avance, ni capacidad social para resistir el poder destructor de los cárteles de la droga y demás grupos delincuenciales. Y pareciera que esta dinámica criminal, con una sagacidad feroz que ostenta va a continuar creciendo y avanzando.
A la par de las violencias ha habido una evolución de la conciencia social y política relacionada con ella. Al principio, hace unos 20 años, nos sentíamos sorprendidos por los primeros impactos de las acciones violentas activadas por las organizaciones criminales, por su alcance y su crueldad, por su avasallamiento en espacios públicos y en territorios. Paulatinamente, esas sorpresas fueron dejando el lugar a los miedos, a la impotencia y al enojo social. Las expectativas relacionadas con las responsabilidades de los gobiernos y de la sociedad misma, para afrontar esos contextos violentos, han quedado frustradas.
Después de tantos años, nos ha quedado una sensación de frustración porque las violencias han evolucionado y nos tienen atrapados sin una opción que mire, al menos a lo lejos, una salida. Ni los gobiernos han podido y ni la sociedad ha podido resistir. Y ahora, lo que prevalece es un sentimiento de resignación que nos ha puesto como espectadores con una actitud de derrota. Los criminales son tan poderosos que ni el Estado con todas sus instituciones, sus leyes y sus recursos financieros los ha podido frenar.
Como consecuencia de todo esto, nos hemos acostumbrado a todas las formas de violencia, que la delincuencia organizada arroja sobre la sociedad, con una actitud de resignación y de derrota. No hemos atinado a dar una respuesta lúcida ni sostenible para frenarla ni disminuirla. Es necesario reconocerlo. Ni los gobiernos ni la sociedad civil. Los gobiernos están tan ocupados en las cosas del poder. Y la sociedad, en su conjunto, simplemente se lamenta y se mantiene pasiva.
Desde hace dos décadas, el miedo y la rabia se han sedimentado. Están ahí, en el fondo de la conciencia de las personas, de las familias y de los pueblos al lado de la indiferencia generalizada. Alicaídos nos conformamos como espectadores ante las tragedias cotidianas que suceden en nuestras calles, pueblos y ciudades. Miramos un país cansado, dolido y desgastado por las polarizaciones políticas; un país enfermo de desesperanza que se ha ido acostumbrando a rumiar el dolor y a guardar los miedos.
Pero hay una parte de la sociedad que sí está atinando con respuestas justas. Me refiero a las víctimas de las violencias que han logrado organizarse y movilizarse con demandas específicas. Hay que reconocer que son cientos de miles las víctimas que se han replegado en su propio dolor y vencidas por la adversidad. Pero, por fortuna hay en el país muchos colectivos de familias de desaparecidos y de desplazados que no se han quedado con las manos cruzadas y que constituyen la reserva moral que está haciendo el camino hacia la paz, con justicia y verdad.
A éstos, hay que añadir una variedad de iniciativas de la sociedad civil con un enfoque de construcción de paz, algunas de ellas conectadas en redes locales, regionales y nacionales. Desde universidades, iglesias, organizaciones ambientalistas, empresariales, feministas, y demás, mantienen el sueño de que no es nada bueno acostumbrarnos a la violencia. Es algo así como una conciencia crítica que aún mantiene la utopía de la paz.
No obstante, no podemos dejar de creer que la paz es posible y continuar la búsqueda de caminos que nuevamente nos esperancen. Porque no conviene acostumbrarnos a las violencias, a ninguna violencia. Ni a las que suceden en la familia, ni a las institucionales ni a la que asesina, secuestra, desparece y desplaza a personas.