Lorenzo Meyer
Abril 22, 2019
AGENDA CIUDADANA
Desde su perspectiva, Dan Balz, corresponsal político del Washington Post, tiene razones para calificar de fracaso la política migratoria de Donald Trump (13/04/19). Sin embargo, desde la otra orilla del Bravo, el éxito o fracaso del presidente norteamericano, abanderado del “nacionalismo blanco”, aún está por verse.
Desde luego que lograr que fuese México el que costeara la nueva “Gran Muralla” con la que Trump proponía detener la invasión de los “bárbaros del sur”, no dio resultado (los reinos chinos que empezaron a construir la primera “Gran Muralla” no les pidieron a los vecinos que la costearan ni menos a los invasores manchús en el siglo XVII). Trump se “salió por la tangente” e inventó que, por los cambios que logró al transformar el TLCAN en TMEC, México dejaría de tener “ganancias indebidas” y eso sería el equivalente a pagar los siete o 15 mil millones de dólares que costaría separar con hormigón y acero a los dos países. Encima, ya que conseguir ese dinero del Congreso es misión imposible en tanto la Cámara baja siga controlada por los demócratas, Trump ha debido sacar una partida menor del presupuesto militar lo que difícilmente constituye un éxito.
El Ejecutivo norteamericano calificó de “emergencia nacional” la creciente presencia de caravanas de centroamericanos, caribeños y africanos en su frontera sur. Estos buscan ingresar a Estados Unidos para pedir asilo según el procedimiento legal vigente. Como Trump no puede cambiar esta legislación ni tampoco negar de plano ese asilo, devuelve a México a algunos de los migrantes mientras jueces especializados deciden sobre su solicitud. A la vez, y so pena de cerrar la frontera y afectar un comercio de 1.7 mil millones de dólares diarios, pide a México medidas para impedir a los caravaneros acercarse a su frontera.
Esa demanda ha tenido un resultado ambiguo para Trump y para México. Puesto entre la espada y la pared, nuestro gobierno ha repatriado a algunos migrantes, pero a otros les ha dado visas humanitarias, oferta de trabajo en el sureste y posibilidad de que esperen aquí la decisión sobre su solicitud de asilo en Estados Unidos.
Trump decidió endurecer el aparato guarda fronteras y puso al frente del Departamento de Seguridad Interior (DSI) a Kirstjen Nielsen, quien puso en marcha la política de separar a los niños de los adultos que buscan refugio. Ante el escándalo mayúsculo que implicó tal decisión, se tuvo que ordenar reunir a los separados, aunque es la hora en que no encuentran a todos. La propuesta de, literalmente, dejar botados a algunos de los migrantes con trámite de asilo en curso en ciudades norteamericanas que se han declarado “santuario” para ellos y responsabilizar a sus autoridades de solucionar el problema fue objeto de fuertes críticas además de una imposibilidad legal y logística. Ahora el procurador general, William Barr, ha ordenado no aceptar fianza de esos ilegales y meterlos en prisión indefinida; seguramente la decisión será impugnada. Otro fracaso.
Trump decidió echar parte de la culpa del mal funcionamiento de su política migratoria no sólo a México, o a sus adversarios demócratas, sino a sus subordinados. Por eso cambió a Nielsen y a otros funcionarios del DSI por un equipo más duro. El nuevo embajador norteamericano para México, Christopher Landau, ¿también será de ese equipo? Difícilmente se puede esperar que el embajador sea del tipo suave de su antecesora, Roberta Jacobson, y en cualquier caso tendrá que compartir su papel con el yerno de Trump, Jared Kushner, hasta hoy el verdadero encargado de los asuntos mexicanos.
Para críticos como Balz, el fracaso de Trump en materia migratoria es evidente, pero si se le observa desde el punto de vista del objetivo final de Trump, la cosa cambia. El ex empresario en bienes raíces busca que sus electores aprecien no tanto el resultado de sus políticas, sino su empeño. Y en su arsenal contra los vecinos del sur aún le quedan armas para seguir la escalada. Las estadísticas impiden argumentar que los indocumentados mexicanos son un gran problema, pero Trump aún puede ordenar la deportación de los jóvenes culturalmente norteamericanos pero formalmente mexicanos: los 700 mil dreamers ya identificados. También puede insistir en el cierre de la frontera o, de plano rechazar el TMEC, tratado que, por cierto, puede ser puesto en aprietos por los congresistas demócratas que, coincidiendo con Trump, ven en los bajos salarios que se pagan a los obreros mexicanos una competencia desleal para la mano de obra de su país. De ahí que el Congreso mexicano se haya apurado a modificar de raíz nuestra legislación laboral y evitar que ese tema sea parte de la agenda a la hora en que se examine el TMEC en el Capitolio de Washington.
La de Trump es una política sistemática de dureza contra los migrantes centroamericanos. Se ha burlado de ellos y ha sostenido que sus solicitudes de asilo son falsas. A México le acusa de no hacer nada para evitar la ola migratoria y por ser ineficaz en la lucha contra el tráfico de drogas –tema donde soslaya el papel de la demanda desde que el presidente Richard Nixon casi cerró la frontera con la inesperada Operación Intercepción de 1968 para castigar a México pese a que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz estaba muy a tono con Washington.
En fin, por ahora encuestas como la de RealClear Politics le dan a candidatos demócratas como John Biden o incluso Bernard Sanders, cierta ventaja sobre Trump en las próximas elecciones (www.realclearpolitics.com/epolls/latest_polls/general_election/), pero con la economía de su lado y escalando su dureza contra México y los centroamericanos, el “nacionalista blanco” podría mantenerse en la Casa Blanca hasta 2024 y entonces el supuesto fracaso objetivo de su “Política de la Mala Vecindad” sería, en realidad, un gran éxito.
De aquí a las elecciones norteamericanas del 3 de noviembre, México debe seguir una política cuidadosa, que no dé pretextos a Trump de usar a nuestro país como lo hizo en 2016: de adversario favorito al que puede golpear a voluntad, sin riesgo, para ganar el aplauso de su galería.