EL-SUR

Miércoles 17 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

“¿Ya vamos a llegar a Acapulco?”

Aurelio Pelaez

Abril 13, 2020

 

Son como gritos de guerra, como de apaches contra vaqueros y balazos de pistola de Santa Perica: una turba de niños que sale de una de los edificios-vecindades de la Santa María la Ribera-Cdmx y empiezan a saltar frente a la puerta de una Van, parecida a esas que hacen ahora el servicio de transporte en Acapulco y que sustituyeron a los destartalados micros. No los cuento, pero son muchos. Cuatro o cinco adultos están colocando maletas en la canasta del auto, y una hielera. Ya lo adiviné, van a Acapulco. Ya está declarada la contingencia por el Covid (a unos días de la emergencia y cerrarse las playas en el puerto) y concluyo que para esta(s) familia (s), el que se pararan labores en las escuelas es como un adelanto de vacaciones. O una oportunidad para abandonar este edificio, uno de los muchos que se construyeron después del temblor del 85 cuando vecindades enteras se resquebrajaron y las autoridades decidieron derruirlas y construir sobre ellas unidades de departamentos salvaguarando –en lo posible– la identidad cultural de estos lugares tan mexicanos, y qué tan identitario que preservar el confinamiento: espacios de 40, 60 metros cuadrados para familias tan mexicanas de seis o más integrantes. Por eso, deduzco, esta salida hacia Acapulco es una huida hacia adelante: allá (o acá según desde dónde se lea), ya habrán de desplegar las habilidades chilangas para sobrevivir a agentes de tránsito, meseros, vendedores ambulantes, restauranteros codiciosos, hoteles discriminadores y nativos lunáticos que siguen evocando tiempos en que los perros se amarraban con chorizo y el dólar era la moneda de cambio. Porque eso sí, este grupo de forajidos seguramente va a tirar hasta el último peso y regresarán después a esta jungla capitalina a competir codo a codo por el pan de cada día. Aminoro el paso que me lleva al mercado de la colonia. Siento nostalgia por esta alegría fácil de estos niños de seis, ocho, diez años, que quizá no conozcan el mar, su inmensidad y su infinito, y que los acapulqueños presumimos como un patrimonio propio pero por el que nada hicimos, salvo depredarlo (este razonamiento nada les va a gustar al 99 por ciento de mis paisanos, aunque como diría Virulo, “a mí que no me vengan con mamadas, yo no hice nada”). Antes entro al Salón Guerrero. Sí, la cantina que queda a una cuadra de mi casa así se llama, y pido un cerveza. Me devaneo la tatema en cómo se acomodarán los 20 que calculé viajarían en la Van. Y sobre todo la impaciencia de quien a esa edad tiene todo el tiempo del mundo y no lo sabe. “¿Ya vamos a llegar a Acapulco?”, oí decir a un niño hace un buen de años tan pronto el camión salió de Taxqueña hacia el puerto. Y así como 400 veces hasta que bajando de la Garita se desplegó el paisaje azul. Y lo tuvieron que despertar. Mañana cerramos, creo, me dice Pedro tras la barra. Y desde entonces hace tres semanas. El Salón París cerrado, el Puebla, el Paraíso, la alameda del Kiosko Morisco también, y así. Algunos Cafés que rondan los hípsters, los nuevos habitantes de esta colonia fundada en el porfirismo, permanecen abiertos, y es que la Santa María está entrando en un proceso de gentrificación (la expulsión de la población original por otra de mayores recursos, dice Wikipedia), y en las calles transita poca, pero no por eso precavida gente. Sin tapabocas el 90 por ciento o más. He visto este domingo entrar a los nuevos edificios familias enteras cargando ollas de comida y botellas o six de chelas a los nuevos edificios para los que no alcanza un crédito Infonavit, y es que a diferencia de Acapulco, en esta Cdmx de alta burocracia federal o del gobierno local, a muchos los regresaron a sus casas y no andan pues, al día como los paisanos que dependen del turismo. Hay con queso las enchiladas. Los niños de las vecindades, como los que fueron y ya regresaron de vacaciones, por ahora guardados. Quizá salgan de su confinamiento a la medianoche, como las de mi vecindad vecina, a corretear entre las banquetas como duendes en una ciudad a esa hora casi fantasma.
Apontito

Coincidí con Víctor varias veces en los colectivos que venían de Ciudad Renacimiento. De eso, hace como 25 años. Se acercó al gremio de reporteros con intención de serlo, por lo que sé, con más voluntad que escuela. Creo que su familia tenía un pequeño negocio y supongo que lamentaron mucho que él se decidiera por algo menos seguro, que era el periodismo. Bonachón, simpático, y debo recalcarlo, decente. Nunca tuvimos cercanía pero sí respeto. El sobrenombre se lo debieron adjudicar por allá del 92-93 o quizá el 96 por su parecido al entonces secretario de Seguridad de Acapulco, el mayor Luis León Aponte, y le quedó a tal grado que muchos olvidamos su nombre. Ruego, espero que su crimen no quede impune como los muchos que arrastramos personal, íntimamente en esta ciudad.