EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Ya ves cuando las cosas no se dicen

Alan Valdez

Mayo 27, 2023

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Algún día diremos “hasta el lunes” y no viviremos para entonces.

Antonio Deltoro

El martes fui al homenaje de un poeta. El poeta cumplía años el sábado 20 de mayo y murió al día siguiente, cerrando en 76 la cifra de su vida. Las causas de su muerte son irrelevantes para lo que quiero pensar con ustedes. Murió un poeta y en consecuencia, una parte del lenguaje clausuró uno de sus signos, algo así como cuando en el bosque se muere un árbol: la espesura del verde se descubre porosa, el relieve asume un vacío, y aunque se plante otro árbol ahí, la tierra no se permitirá la grieta hacia su centro, ejecutada por una raíz joven, de la misma forma. O pensando en los bosques y la poesía, cuando muere un árbol, el bosque, lo que hace, es aprenderse, de nuevo, las formas que tiene el silencio.
Yo nunca conocí a Antonio Deltoro, pero en la lectura luctuosa, que originalmente era una celebración por su cumpleaños, me di cuenta de que no necesité haberlo conocido para sentir el jaloneo en el interior de la espina que producen todas las cosas que de un día para otro deciden extinguirse. Esto, por supuesto, fue generosamente propiciado y luego regalado por los otros colegas poetas de Deltoro, que se sacaron el llanto cubierto de entraña, y contaron escenas compartidas con él, y, bajo el movimiento que todo poeta exige para su propia vida, o para más o menos dar una intentona de sentido a lo que es un ser humano que obliga al mundo a la metáfora, leyeron sus poemas.
Cuando se leía el verso En el interior de las piedras hay un tiempo secreto un bebé comenzó a llorar. No lloraba con la amenaza del diluvio, pero se reconocía en la constancia de su quejido, unas evidentes ganas de estar acostado en su cunita, sólo con el pañal puesto y despernancado en su cuartito que huele como a él mismo, sumado al olor de su madre. Es decir, con ganas de estar en un lugar donde no hubiera alrededor de cien personas tristes, oliendo a eso que la ciudad y su savia oscura y sospechosamente viva, le impregna a las personas que van con ansiedad por las banquetas.
Pensaba en su llanto, y me alejé de la fácil conclusión de asombrarme de que la vida pequeña y la muerte recién comenzada se encontraron en el mismo lugar, dándose un abrazo tan efusivo y generoso como si de una suerte de reconciliación definitiva de dos antónimos se tratara, y más bien me encontré sitiado por la idea de que los bebés en realidad no son el signo venturoso contra la muerte que hemos creído.
Exploré mis razones para llegar a esa deducción nada amable con el imaginario tierno y esperanzador que implica la primerísima infancia, y mi única forma de resolverme fue llegar a la determinación de que algo que intenta proponerse como una afrenta clara hacia la muerte, tendría que estar más alejado de ella, al menos lo suficientemente alejado como para observar bien dónde empieza y acaba uno.
Los bebés (y aquí aclaro que seguramente estoy siendo irresponsable con la delimitación temporal, pero me refiero a los seres humanos que aún no conducen el lenguaje verbal), son, dentro de los términos de esta discusión por los límites entre la vida y la muerte, un recordatorio exhaustivo de lo que puede pervertirse hacia la nada con muchísima facilidad, porque la fragilidad de su carne siempre está anunciando, no lo bien que están inscritos en el mundo y la vida del mundo, sino todo lo contrario, su vulnerabilidad expone lo fácil que pueden regresar al no nombre, al no lugar, al no estar, al no alumbramiento.
Hace 517 años, en Londres, Erasmo de Róterdam, estudioso de las ciencias sagradas, iniciaría la escritura de sus Adagios, y muy apropiadamente para esta conversación, en una de sus indagaciones escribe “los restantes animales nada más nacer se bastan a sí mismos para sobrevivir: sólo el hombre nace en un estado que por mucho tiempo le obliga a depender totalmente de la ayuda ajena”.
Es evidente para todos que el latente estado frágil del cuerpo pequeño demanda un extremo cuidado de sus posibles potencias, porque aún no hay confianza en él para la vida, así, entonces su familia, o sus aleatorios y afortunados protectores, sí, protegen a un bebé, pero sobre todo resguardan lo que promete, si todo sale bien, un cuerpo que verdaderamente será una afrenta contra la muerte, el sujeto pleno y emancipado del resguardo, al menos biológico, que ya está ansioso por afirmarse a sí mismo en otros cuerpos. El cuerpo que contradice a la muerte ya es capaz de todo movimiento, domina y crea sus propios verbos para él y para los otros. Es vida completa porque no cabe en él quietud alguna.
En algún momento, el llanto había pausado sus esfuerzos por afirmarse sobre los poemas de Antonio Deltoro y yo abandoné mi defensa de los bebés contra la muerte. En ese mismo instante también comenzaba una poeta a hablar sobre cómo Toni (qué envidia no haber tenido la cercanía para sentir que tengo el derecho, el derecho que sólo funda la amistad, de llamarlo así) le había regalado la mirada que consiste en acariciar las maneras del mundo desde adentro y así, lo cambias, habitándolo sin distinción alguna entre uno y él.
Así llegó otro verso, Preferiría ser un árbol y no asistir a mi velorio. Me impresiona cómo los árboles, salvo por ocasiones de determinada violencia, mueren parados, y cuando caen, sólo lo hacen porque ya todo el carbono que alimentaba su condición orgánica, exige un retorno y lo descompone en favor de otra vida, una y otra vez, sin que la dimensión del número en este ciclo importe. Para la naturaleza la cifra es una imposición que en su afán de orden, reduce su vida sin bordes a una innecesaria predicción. Un árbol cae, cede, regresa al tacto originario con el suelo, únicamente en el momento en que ha dejado de ser árbol, del resto, alguien sin caducidad es quien está a cargo.
Vuelve a decir Deltoro Ya muertos no los entierran; / en los bosques yacen / envueltos por el hongo y el musgo. / La prueba de que son mejores / que nosotros / es su olor apenas mueren. La escritora estadunidense Siri Hustvedt en un ensayo que busca agotar (¿acaso posible?) la motricidad entre cuerpo y mente (Los espejismos de la certeza. Seix Barral), se pregunta quién inaugura a quién, el cuerpo a la mente, o viceversa. Es innegable que tal pregunta requiere, sin opción a saltarse ese paso, ejecutar primero un esfuerzo de clarificar la aún más enorme pregunta sobre la vida y la muerte.
Así, Hustvedt, agotada, justo a partir de tratar de determinar qué es lo que se muere cuando el cerebro muere, es que llega a la oportunidad, quizá excesivamente obvia, pero simpática de plantear que, sabiendo que la respuesta sobre la muerte es inaccesible o, en el mejor de los casos, incompleta, lo único que nadie puede negar, es que en un cadáver pudriéndose, se desvanecen todas las dudas. Con el olor no hay forma de debatir la muerte de alguien, o como decía mi abuela, el muerto y el arrimado a los tres días apestan. Un árbol jamás será un arrimado.
Los poetas lloran y ríen mientras hablan de quien fue y seguirá siendo su maestro. Es hermoso pensar que ambos gestos no se excluyan y que más bien, hayan aprendido a convivir uno detrás del otro, uno después del otro, uno para entender el otro. Llevado al extremo, como solo los poetas que se han acabado las uñas entendiendo que el horizonte empieza precisamente cuando las pestañas de ambos párpados se tocan, pueden decirlo, llega Roque Dalton a soltar un Siento unas ganas locas de reír / o de matarme. Evidencia hermosa pero violenta de cómo la risa y el llanto dependen de la misma elemental y volátil certeza sobre la vida, escribir es lo que ocurre mientras se ama y se muere, que en algunos momentos ha llegado a ser lo mismo.
Se acaba el homenaje, se enunció, no sé si todo lo que se tenía que decir, pero sí lo que se podía. Pero siempre tiene esa dimensión el luto, ¿no? No se habla y se escribe lo que se desearía, sino lo que le alcanza al cuerpo en ese momento, porque cuando alguien muere, cuando alguien pausa su lenguaje de nosotros, no sólo es lo que nos respira adentro lo que padece, sino que el cuerpo también padece, por una sencilla razón, la muerte de alguien nos recuerda la propia vigencia.
Como si el adorno cinematográfico hubiera sido dictado para enmarcar el ánimo del homenaje, alguien ordena la lluvia. Cae robusta, linda por supuesto, pero indiferente a las palabras que se dijeron minutos antes. Continúa, se replica, sin jerarquía sobre cada cosa que desea. La envidio porque tiene la facilidad de entenderlo todo, asumirse sin precaución alguna en cada superficie, y momentos de luz después, ya seco el mundo, se olvida que alguna vez estuvo en y por nosotros.
Yo no tengo ningún libro de Antonio Deltoro. Paso a una librería de viejo y pregunto por el hallazgo que lo viejo siempre trae consigo. Un solo título, sustraído de una biblioteca de otro escritor también ya fallecido. Me cuesta trabajo entender la letra del poeta que le dedica su libro al periodista húngaro Lazlo Moussong. Infiero la palabra amistad en la letra apresurada, grafía clásica de la prisa de presentaciones de libros en foros universitarios. Lo compro, el libro se llama Los árboles que poblarán el Ártico. Ahora, por una razón que sólo es explicable viviendo, tengo el rastro de una amistad en mis manos. La amistad, al final y reiterándose aquí conmigo en un poemario que termina diciendo Yo voy / desde el olvido / al olvido.
Erasmo en el mismo Adagio contra la guerra, siguiendo la idea de la dependencia de los seres humanos desde nacimiento hacia los otros, completa diciendo por eso la naturaleza ha querido que el hombre reciba el don de la vida no tanto para sí mismo como para orientarlo hacia el amor, para que entienda bien que está destinado a la gratitud y a la amistad.
Cierro el libro, y me voy a mi casa pensando en que este día no he dado las gracias. Hay varios árboles, la primavera aún persiste y yo los miro sabiendo que no importa lo que haga, nunca podré morir parado.