Silvestre Pacheco León
Enero 28, 2018
Una misión que cumplir
Caminando rumbo a la oficina aquella mañana de sol resplandeciente como suelen ser en los tiempos de lluvias, mis pensamientos volaron nuevamente acerca de las bondades de la vida.
Mi deseos de volver a Guerrero se habían cumplido casi sin planearlo y precisamente en la edad y con la experiencia necesarias para entregarme a la tarea más importante de mi vida, que era participar en el cambio político del país en las tierras ignotas de la Costa Grande.
Vivía yo en un estado de embeleso, convencido de que ya no había ni necesitaba otra cosa que aprender para estar en condiciones de sumarme a la tarea revolucionaria, “con método” como era la enseñanza de los derrotados mineros chilenos exhibidos en la película Actas de Marusia de Miguel Littin en 1975, pues teníamos el partido que organizaba y educaba para el cambio, en un país harto del PRI-Gobierno, que lo mantenía sumido en una gran desigualdad social, sin libertades políticas, persiguiendo a las voces discordantes y precipitándose hacia una creciente dependencia económica del exterior.
La idea que tenía de todas esas cosas se debió a mi temprana incorporación a la política, porque como estudiante de preparatoria me sumé a la lucha sindicalista en la empresa donde trabajaba.
En aras de defender los derechos que la ley nos otorgaba pero que los patrones eludían en complicidad con los líderes sindicales, levantamos un movimiento al interior de la fábrica que en poco tiempo depuso a los dirigentes patronales que actuaban sometidos al control burocrático de la CTM, el sector obrero del PRI liderado por el que entonces creíamos sempiterno Fidel Velázquez Sánchez.
Éramos miles de jóvenes y la mayoría estudiantes, que trabajábamos como eventuales en la Cervecería Modelo. Carecíamos de los mínimos derechos porque nos obligaban a firmar contratos de 28 días para no generar antigüedad.
Para ser contratados cada día, era nuestra obligación regalar a los patrones una hora de trabajo sin retribución, lo que implicaba llegar de madrugada.
Aunque nos descontaban religiosamente la cuota sindical, carecíamos de derechos para participar en la vida del sindicato y así todos nuestros problemas eran ignorados.
Con un trabajo arduo y clandestino para no ser víctimas de represalias logramos organizarnos para hacernos oí y enfrentar con éxito al antidemocrático comité sindical que fue depuesto por una aplastante mayoría de la asamblea.
Esa experiencia vivida en los años de 1971 a 1973, me sirvió para conocer los mecanismos de control que tienen los patrones sobre los trabajadores, a través de los sindicatos charros, pero también por otros medios en los que no se excluye la violencia física.
Camino hacia la política partidista
Después de aquel movimiento, a invitación de un amigo maestro de la preparatoria de Azcapotzalco donde teníamos nuestra sede como Movimiento Sindical Ricardo Flores Magón para asesorar a obreros de la zona, participé con él en la organización popular de colonos de Ciudad Netzahuacóyotl en su lucha para acceder al suelo para vivienda.
Mi amigo Francisco Torres Quezada vivía en la colonia Aurora, en ciudad Netzahualcóyotl, bueno, allá tenía su taller de serigrafía donde me enseño los rudimentos de aquella técnica tan útil para la propaganda política.
Mi amigo era un joven activista del movimiento obrero que tenía una amplia formación teórica. Era educado, desprendido y de finos modales. Fue él quien me indujo a conocer la historia de la revolución mexicana y del movimiento obrero como paso obligado para participar en la revolución por venir.
Adulado por sus comentarios sobre mi experiencia sindicalista y apetito de conocer me animó a estudiar la Revolución Interrumpida, el brillante libro que Adolfo Gilly había escrito en la cárcel, elogiado por Octavio Paz.
Aunque no seguí al pie de la letra su recomendación de culminar mi preparación afiliándome a un partido trotskista “porque tienen una formación rigurosa para sus cuadros políticos”, lo hice al Partido Mexicano de los Trabajadores convencido de la reciedumbre intelectual de Heberto Castillo y de la verticalidad de Demetrio Vallejo, sus dirigentes.
Recuerdo que en la Semana Santa de 1973, invité a Francisco Torres a mi pueblo. Llevaba en su equipaje una grabadora portátil que fue la novedad en Quechultenango y en ella recogimos algunos de los poemas revolucionarios que declamaba el Trovador de la Sierra, un estudiante fósil de la UAG dominado por el alcohol y ampliamente conocido en Chilpancingo, quien se desplazaba por todo el estado llevando como cartas credenciales y salvoconducto la afirmación de que era correo de la guerrilla de Lucio Cabañas.
Recordé también que en Quechultenango, desde niño y hasta mi adolescencia conocí también por experiencia propia la situación de los campesinos y en general la de los habitantes del medio rural.
Ahí, junto con la siembra de la parcela aprendí que la pobreza en el campo no se debe a la falta de empeño de quienes trabajan la tierra, ni a la carencia de ideas para cambiar su realidad, sino a la estructura de dominio que ejercen los empresarios con el apoyo del gobierno mediante mecanismos económicos sutiles a través de los cuales el excedente del campo se transfiere a la industria a precios subsidiados con el trabajo de los propios campesinos.
A toda aquella experiencia que fui teorizando en la universidad convencido de que era necesaria una transformación revolucionaria en el país le sumé las lecturas especializadas de economía y desarrollo regional a lo largo de un año para entender el modelo del “desarrollo estabilizador” que había llegado a su fin.
Todo ese repaso mental lo hice vertiginosamente en el tiempo que me llevó andar las tres cuadras del hotel a la oficina donde adiviné que el personal de base estaría esperándome para la presentación de rigor.