EL-SUR

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Guerrero, México

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Todos somos Kyoto

Jorge Zepeda Patterson

Febrero 21, 2005

 

 

En estos días el gobierno de George Bush logró un decidido impulso en su carrera por convertirse en fuente de antagonismo y desconfianza para el resto del planeta. La entrada en vigor del Protocolo de Kyoto, el tratado que busca reducir las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero, separó a los países industrializados en el bando de los “buenos” y el de los “malos”.

De un lado, 34 países industrializados (todo Europa mayormente) y del otro Estados Unidos y Australia. Los primeros han suscrito el acuerdo que obliga a sus industrias a una reconversión paulatina para disminuir la contaminación de la atmósfera, a pesar de que ello significa un encarecimiento de sus costos y una reducción del crecimiento de sus economías. No es una decisión fácil, pero imprescindible para el bienestar de las generaciones futuras. Por su parte, Estados Unidos presionado por sus intereses empresariales decidió que prefería someterse a los criterios de la rentabilidad inmediata que a los ecológicos, y se abstuvo de suscribir el tratado. La sociedad norteamericana en su conjunto es responsable de una proporción que va del 24 al 32 por ciento de la emanación de los distintos gases que producen el efecto invernadero. El esfuerzo de los europeos es loable pero poco eficaz en la medida en que el principal contaminador no reducirá sus emanaciones. Más aun, es un resultado sumamente injusto porque la industria europea tendrá que competir con la norteamericana, pero con el lastre económico que supone las nuevas restricciones ecológicas.

La primera reacción de toda persona responsable y consciente es de indignarse ante tal infamia. Una muestra más de la villanía del imperio y la confirmación de que Estados Unidos se mueve no por los ideales sino por los intereses inmediatos que exige la expansión del dinero. Prefiere su satisfacción inmediata que el interés de los demás e incluso el propio al mediano plazo.

Y desde luego la indignación es justificada. Sin embargo, habría que preguntarnos si en la práctica no estamos haciendo todos lo mismo que George Bush. El Protocolo de Kyoto es una medida desesperada y tardía a la que recurren los gobiernos, obligados por la manera en que vivimos y consumimos. Nos estamos acabando el planeta no por la maldad de las empresas o la perversidad de los gobiernos, sino por la comodidad de los consumidores y electores. Es decir, todos y cada uno de nosotros.

Podemos y debemos cuestionar el comportamiento irresponsable del gobierno de Estados Unidos que cobardemente prefiere su comodidad al bien común aunque

lejano, pero tendríamos que plantearnos si cada uno de nosotros no estamos haciendo exactamente lo mismo. El lector podría argumentar, con razón, que abstenerse de usar pañales desechables es un sacrificio inútil porque no va a cambiar el planeta; o que disminuir su consumo de gas tampoco va a evitar la crisis energética a la que nos dirigimos. Sin embargo, es un deber moral.

En cierta forma el mismo argumento práctico podría pretextar cualquiera de los países más chicos entre todos los que suscriben este tratado. Suiza con todo derecho puede pensar que el efecto que provoca su economía sobre la disminución del ozono es irrelevante. ¿Para qué renunciar al crecimiento o a una mayor productividad si lo que haga o deje de hacer no va a afectar la vida planetaria, comparado con lo que hagan los demás? Y sin embargo, Suiza como muchos otros países pequeños sabe que si no hace el esfuerzo no estará en condiciones de exigir al resto de las naciones un comportamiento que en conjunto sí haga diferencia.

Usar servilletas de tela y jergas de limpieza en lugar de papel no va a salvar el Amazonas, pero a lo largo de nuestra vida hará la diferencia para una pequeña porción de bosque. Cada 100 kilogramos de papel equivale a 7 árboles y 2 mil litros de agua. La deforestación no se perpetra en las mullidas salas de consejo de hombres de negocios despiadados, sino en las cocinas de nuestros hogares y las oficinas de primer piso de las ciudades. Así es que para criticar a Bush y sus secuaces con plena comodidad y sin asomo de culpa, propongo un pequeño Protocolo de Kyoto que introduzca algunas medidas pequeñas en apariencia, pero enormes en significados. Por ejemplo, introducir paulatinamente los focos ahorradores de energía; no tirar el aceite al fregadero (todo termina en el río o el mar); evitar papel higiénico con estampados; rechazar los papeles laminados en envoltorios; desplazar la perilla del boiler a un grado menor de calentamiento; subir un grado la temperatura del refrigerador (equivale a un 5 por ciento menos de consumo); utilizar el aire acondicionado del auto sólo cuando realmente se justifique; evitar goteos en las llaves de agua; cerrar el grifo durante el lavado de dientes o la rasurada; evitar productos con empaques innecesarios y de materiales no reciclables; utilizar tela en lugar de papel todas las veces que sea posible.

Ni Suiza suscribiendo el Protocolo de Kyoto, ni nosotros asumiendo estas medidas podremos salvar a la naturaleza. Pero sí estaremos dándonos la posibilidad moral de cuestionar y criticar la manera en que otros la están destruyendo. Y, sobre todo, cambiamos el modo en que cada uno, en lo personal, se relaciona con el planeta. Su planeta.

 

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