11 marzo,2023 4:59 am

La caída

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

Para Nutria.

Ya no estábamos diciendo nada. Repetíamos las mismas quejas, dolores y silencios. Una conversación insoportable que ni siquiera podíamos reclamar como nuestra, porque más bien nos la habían heredado Adán y Eva, desde aquella bíblica mañana donde descubrieron la desnudez, para así acabar inventando la tela.

El hartazgo y su mosaico de ademanes desplegados sin reserva alguna en nosotros. Las manos simultáneas en los costados de la cabeza. El pulgar y el dedo medio, cada uno apretando respectivamente el párpado derecho y el izquierdo. El pie golpeteando en ansiedad, de arriba hacia abajo, como si deseara aplanar el suelo de la manera más inmaculada que cualquier estudiante de ingeniería civil hubiera soñado perpetuar sin la hazaña del instrumento.

La escena era simple, la de manual, la que fue dispuesta para ser repetida en las plazas públicas de este país como si se tratara de un video que no dejaría de reproducirse a menos de que cortaran la luz.

Pasaban dueños y sus perros oliendo un bote de basura al que ya no le cabía ni un pedazo de miseria más. Pero también se detenían otros perros sin soga y con la sarna pulsando su pelaje. Y no podían faltar las personas sin perros, que también husmeaban la basura, porque vive en ellos la ambición de quien no tiene seguridad social y, en consecuencia, escarba animado por el hambre. Y ahí, la basura mirando a cada transeúnte, con el rostro de quien sabe que las ciudades y sus conceptos están apurándose hacia su caducidad. Y entonces ríe con soberbia, desde la punta de la breve montaña que es ella misma, haciéndonos saber que su brevedad no disminuye su escarnio.

Allá, un cielo de sol impúdico que le anuncia a los oficinistas la hora de comida. Aquí, la también eterna banca de parque. Una banca de metal, que se ha pintado cien veces con pintura de aceite. Y nosotros, en medio, siendo todo esto y nada.

La conversación seguía, ya moribunda, ya habiendo olvidado para qué fue gestada y sólo insistía en hacer visible, casi táctil, el enfado del otro. Al grado de ser más bien una onomatopeya de la frustración.

Antes de la oración final, la que acabaría por mostrar la pestilencia que vive en la entraña, el mundo se pausó, ejerciendo su motricidad quieta sobre nosotros, para que dejáramos de hablar y prestáramos atención al único, urgente y necesario orden de las cosas.

Una ardilla se colgaba de una rama tan mínima que parecía contradecir la idea de fuerza y proporción. Estaba ejecutando su naturaleza ágil e intrépida, que en su pequeño reino es común y no merece admiración alguna por los demás ciudadanos ardillas, pero para nosotros, bípedos a punto de rompernos la cara con una frase maloliente, su movimiento era la acrobacia más enorme jamás ejecutada.

La observamos persistir en el extremo final del olmo. Y con su movimiento, que cada vez era más brusco, iba arrancando una por una las hojas de esa rama. Y las hojas se entregaban al aire como si fueran acentos de una palabra sin bordes que alguien escribía muy despacio.

Después de unos minutos, ya no parecía ser ágil e intrépida, y más bien reconocíamos en la rapidez de sus garras, sus pequeñas garras, la desesperación de quien reconoce el vacío debajo de su espalda. Y se apuraba a tomar más olmo del que le cabía en las patitas. Y la cola giraba tratándole de ofrecerle equilibrio, pero algo no parecía contenerse.

Dijiste, “¡ayúdala, ayúdala, se va a caer, pobrecita, se va a caer!”, Y yo dije: “¡Que la selección natural haga lo que ha sabido hacer desde siempre!”. Y como si Dios hubiera escuchado en ese preciso momento mi alegato en esa banca, en esa hora, en medio de esa afrenta pestilente, la ardilla perdió todo control sobre la rama y fue reclamada por el suelo.

Cuando dije que el mundo se pausó es porque en el momento en que la caída completó su voluntad, los coches, las demás personas, los perros, los aviones, la economía, el sonido de las monedas de mano en mano y el sol impúdico cedieron su lenguaje para que nosotros pudiéramos oír a un cuerpo pequeño y pardo perder su consistencia interna.

El pequeño cuerpo abrió con su golpe el corazón de la tarde y se escuchó cómo una anatomía completa era corrompida por algo que no conoce la finitud. Y en ese golpe sin censura, nuestro lenguaje adquirió una palabra nueva. Una que no se puede pronunciar en voz alta, pero que requiere una tremenda cantidad de pulsaciones para ser articulada.

Así, el sonido de su anatomía interrumpida como carne que el carnicero avienta para moler el corte con el mazo, se repetía en nosotros dos ahí sentados, en una banca, la eterna banca de la plaza Giordano Bruno.

Nos levantamos a mirar cómo la ardilla estaba peleando contra su propia carne aplastada. Las patas traseras no las movía, pero su reflejo de temor hacia lo humano la hacía tratar de echarse para atrás. Sin embargo, cada segundo que pasaba el reflejo cedía en favor de otra cosa, la vida, el suelo, la estatua encapuchada de Giordano Bruno, yo qué sé. Y dijiste “¡Ayudémosla! ¡Hagamos algo!”.

La ardilla hacía burbujas rojas con su pequeña nariz y nos miraba con un negro que sólo es posible en la ceguera. Encontramos una bolsa verde de esas pseudoecológicas. Y a pesar de su espasmo instintivo por querer huir, acabó rendida y la agarramos.

Al levantarla produjo un chillido y debajo de su caída se observaba el concreto oscurecido por la orina y la sangre que ya no podía contener. Era una ardilla aún inexperta. Una cría que seguramente estaba practicando el mundo. Y esa queja que punzaba en el verdadero interior de nuestros oídos, estoy seguro, era un aviso para los suyos de que ya se iba.

Te dije que buscaras con tu celular una veterinaria. Y comenzamos a seguir las direcciones. A veces la ardilla se movía en la bolsa y sentíamos que algo en ella aún estaba salvado, pero no sabíamos qué. Caminamos cinco minutos. Llegamos a la esquina de la calle Tolsá y Bucareli.

Giramos hasta Bucareli 157. Marcaste un número mientras yo trataba de sentir algún movimiento de la ardilla. Y me regalaba un pequeño espasmo. Una respiración convulsa y breve. Vida aún en un cuerpo del tamaño de mi puño cerrado. Dijiste “es una urgencia”. Pero nadie salía. Y hacíamos comentarios irónicos en medio de la desesperación pensando en qué clase de cosa entendían en ese lugar por emergencia.

Abrieron una puerta grande, de dos metros de alto, blanca y un señor con dos muletas nos dio el pase. Era lento, arrastraba una venda ya ennegrecida por el exceso de uso. Era obvio que sus dos piernas estaban desfasadas de nuestra urgencia.

El consultorio era oscuro. Tenía ilustraciones de cortes de cabellos de perritos de una época anterior al diseño hecho ya a computadora. La falta de aseo del lugar se mostraba sin dificultad alguna. Había envolturas de jeringas por todos lados. Frascos de medicamentos sin cerrar y una pequeña mesa donde apenas había lugar desocupado para un solo cuerpo. El cuerpo que cargábamos en nuestra bolsa verde del súper.

La pusimos en la mesita. Prendió una lámpara con una luz intensa pero insuficiente para contrarrestar lo negro de los ojos de la ardilla. Dijo “está chiquita, va a morir”. Y se puso el estetoscopio y escuchó. Después, con un gesto que no entendí a la primera, me cedió el estetoscopio para que escuchara.

Su interior era igual a oír cómo alguien, después de haber llenado por completo su boca con comida, apenas y puede masticar. Y justo ese era el sonido de su entraña, un apenas de sangre y respiración. El veterinario dijo: “Va a morir, oíste cómo tiene ya todo su interior inundado”. El diluvio. El diluvio rojo. Y tú me abrazaste por la espalda.

Le dijimos “puede hacer algo, no sé, dormirla, algo para que ya no sufra”. Y señaló un frigobar donde no había más que dos cajas con ampolletas en la puerta. Me pidió una jeringa. Yo era su ayudante y asistía la muerte más pequeña del mundo.

La ardilla aún respiraba y movía sus patitas. Y el doctor me dijo “entre la tercera y la quinta costilla de arriba hacia abajo va la jeringa”. El corazón. Cloruro de potasio. Lo atravesó en un solo movimiento sin titubeos. Y la ardilla chilló como si toda su vida se resumiera en esos decibeles. Y su cuerpo se contrajo como si recordara que su primera forma fue hacia adentro. Se hizo bolita, regresó tanto que regresó al vientre, se disminuyó, se volvió feto, se dividió, se volvió células, la concepción y dos ardillas. Y luego un árbol, y la respiración y el mundo y nosotros dos sentados ahí detrás de la estatua de Giordano Bruno.

Me pidió una caja de jarabe para perros. Puso una gasa en el fondo. Metió a la ardilla y la cerró como si en realidad fuera el bote con medicina. Me la entregó sin decir nada. Le preguntamos qué cuánto era. Pero sólo nos indicó el camino hacia la salida.

Afuera, de nuevo en Bucareli decidimos enterrar la cajita. Entre las calles repletas de negocios de refacciones de autos hallamos un pedazo de madera que usaríamos como pala. Regresamos con Giordano Bruno. En una jardinera hicimos un agujero. Pero antes de enterrarla, te dije que no se puede enterrar algo que no tiene nombre, así que decidiste ponerle el nombre de un libro.

Enterramos a Los heroicos furores a las seis de la tarde. Yo, a decir verdad, no sabía quién chingados era Giordano Bruno, ni por qué había una corona de flores dispuesta frente a su estatua. Tú sí sabías perfectamente quién era él. Así que dijiste algo sobre el siglo XVI, sobre el Sol, sobre ser quemado en una hoguera, sobre la Inquisición española, sobre la filosofía y de nuevo otra cosa sobre el sol.

Yo sólo te dije que una ardilla era mejor ofrenda para el aniversario de un filósofo que murió en el fuego. Nos volvimos a abrazar. Se terminó la luz del sol y se replegaron las luces de los comercios de toda la colonia Juárez. No supimos qué decir ni hacia dónde caminar, pero dijimos cosas y caminamos hacia donde fuera.

Mirábamos cada árbol y cada rama como si en ellas estuviera nuestra ardilla. Y decidimos meternos a un local para detener ese frenesí y bebimos. Y mientras bebíamos buscaste el texto de Los heroicos furores con tu celular. Y lo recitaste. Y Giordano Bruno dijo, finalmente dijo, desde algún lugar de 1585 o desde el 17 de febrero del 2023 a las seis y media de la tarde: “¿deseo tal vez oponerme al orden sagrado de la Naturaleza?”. Y después de eso ya sólo nos miramos, sin saber dónde empezaba o terminaba el mundo. O más bien, sin saber ya de quién era qué cosa. Sin saber ya de quién.