27 abril,2021 5:21 am

La presión atmosférica en el cielo de Peter Handke

Federico Vite

 

Dos libros de Peter Handke siguen al pie de la letra un tópico de Robert Walser: el paseo como método creativo. Me refiero a El chino del dolor (Traducción del alemán de Margarita Medina. México, Alfaguara, 2019, 124 páginas) y a La tarde del escritor (Traducción del alemán: Isabel García-Wetzler, España, Alfaguara, 2006, 113 páginas). Hablo de dos globos sonda que suministran información de la narrativa actual.

En la periferia de Salzburgo, el profesor de lenguas muertas Andreas Loser tropieza con un tipo y lo derrumba. Ese encontronazo pone en marcha el orden de este mundo. ¿Cómo es esto? Bueno, Andreas pasea por Salzburgo, pero lo que él observa y contrapone a su vida entrevera múltiples rutas de una historia que –esa es la virtud de Handke en este libro– se va moldeando con recuerdos, percepciones y notas. Andreas acaba de terminar una novela, Los umbrales de la villa romana, pero lo esencial acá es que ya tiene otra historia en mente. Antes de empezar a escribir la otra historia, se detiene por un instante y confiesa: “¡Alto! ¡Todo depende de encontrar la cronología correspondiente!”. Y justo en ese aspecto, la línea del tiempo, Handke justifica la dislocación de El chino del dolor (no hay un orden clásico que refiera al pie de la letra el inicio, desarrollo, desenlace y final del relato; la tarea del lector es reagrupar el corpus). Y se pone en marcha todo al tirar a un tipo. Después, Andreas asiste a un juego de cartas, recuerda algunos pasajes dolorosos de su vida. Viaja a Italia, recorre Cerdeña. Finalmente decide ir con sus hijos, quienes viven con la ex esposa. Todo eso hace de esta novela un acertadísimo análisis del proceso creativo. El qué cuento y cómo lo cuento de un libro es lo que analiza Handke. Aunque propone una introspección de apariencia manida, el autor sale bien del entuerto gracias la sutileza con la que desarrolla el relato. Es decir, no abruma al lector dándole pistas de más ni pide que vuelque los ojos al pasaje vital de Andreas.

Al inicio, todo está enrarecido. No hay una secuencia lógica de acción y reacción, pero poco a poco, en la medida que se avanza en las páginas, el lector entiende el contexto. Aplaudo que Handke reste valor al ideal romántico del escritor y lo acomode, en un tono realista, en la justa dimensión de una vida normal. Narra pues la manera en la que se ensambla en el cerebro del autor una historia.

Parece uno de esos ejercicios extraños, pero adquiere una vigorosa consistencia en la medida que se atienden los recursos desplegados: voz narrativa en primera persona que suele desdoblarse para referirse a sí mismo como el narrador; largas descripciones que culminan con las asociaciones mnemotécnicas del personaje. Se puede apreciar, como un espectáculo circense, la forma en la que un recuerdo se transforma en sustancia narrable. Destaco que Handke prescinda de la supuesta “inspiración” de un autor y muestre, con arduo trabajo, que para escribir una novela se ponen en juego muchísimos aspectos y emociones de las cuales, el autor elige el 90 por ciento. Lo esencial acá es la mirada y la forma de aprehender con ella la inmanencia del mundo. Un mundo, no sobra decirlo, creado por el autor a golpe de calcetín. Es decir: paseando.

Es curioso que un personaje como Andreas, separado de su mujer e hijos, profesor de lenguas muertas, viva únicamente para la contemplación. Pero hay mucho de esta epifanía en la vida de quienes se dedican única y exclusivamente al arte. El artista es en cuerpo y alma, dice Handke, pero necesita ayuda. Así que por tanto, Andreas se planta ante su hijo. “Durante el camino, los párpados permanecieron cerrados y a veces pestañearon traviesos. Terminó con la frase: ‘Te necesito como testigo mío’. La respuesta del oyente fue: ‘Y yo que pensaba que mi padre sólo era de vez en cuando un poco rebelde’. El narrador abrió los ojos, desenredó las manos, estiró las piernas, se enderezó, inspiró y entonces miró por encima del hombro insistentemente al vacío, como si esperara a alguien o se acordara de él, o como sumiéndose en la concentración para una narración muy distinta”. Estas líneas no podrían fácilmente digerirse si no es con la óptica de que el narrador está embrujado por una historia. Justo en ese momento, Andreas está listo para cambiar de tono y, por supuesto, escribir otra historia. El final de esta novela conecta directamente con La tarde del escritor, donde se analiza a un novelista, pero con características distintas a las de El chino del dolor. Un escritor viejo tiene algunos problemas para ejercer su labor. Suele perder el ritmo y las palabras.

Desde el inicio sabemos que Handke está interesado en asomarse a un problema del oficio: ¿es posible retirarse de la literatura? Para Handke, la respuesta es un no rotundo, pues aunque exista un bloqueo creativo, siempre, de alguna manera, el cerebro del escritor sigue trabajando en pos de un libro: “Desde que una vez vivió convencido, durante casi un año, de que había perdido el habla, cada frase que el escritor anotaba, y con la que incluso experimentaba el arranque de una posible continuación, se había convertido en un acontecimiento. Cada palabra no pronunciada pero hecha escritura traída las demás, y él respiraba sintiéndose de nuevo unido al mundo”.

La tarde del escritor cuenta cómo se desgasta el proceso creativo. Porque no se puede continuar escribiendo a buen ritmo siempre; pero tampoco se consuma la renuncia. Ser autor es vivir embrujado, es no conectar más con la realidad. Y para hacer más grave el caso, Handke habla de un autor cansado de escribir. Esta novela es una parábola enunciada de la siguiente manera: “¿Qué es lo que era asunto suyo, es decir, asunto de un escritor? ¿Acaso había algo en este siglo que pudiera llamarse así? ¿Qué hombre podría ponerse por caso, cuyos actos o sufrimientos clamaran no por ser meros informes archivados o por convertirse en materia de historia sino por ir más allá y ser legados a la posteridad en forma de epopeya o aunque solo fuera de pequeña canción?”.

La tarde del escritor es un canto a la existencia otoñal de un novelista y a la manera en la que ese narrador se aferra a la escritura para no renunciar a la vida. Un ejemplo de la literatura como tabla de salvación. Aunque todo escritor, lo único que tiene garantizado es la soledad y la muerte. Pero antes de que llegue esa hora, como signa Handke, se deben hacer algunas delaciones esenciales: “He empezado a escribir bajo el signo del relato. Hay que seguir. Dejar que las cosas existan. Hacerlas plausibles. Exponerlas. Legarlas. Seguir elaborando la más fugaz de las materias, tu aliento; ser su artesano”.

Peter Handke no es para todo el mundo. A él le interesan las historias que existen tras bambalinas de la hoja en blanco. Es en ellas donde reside su máxima capacidad expresiva.