15 junio,2021 5:42 am

Los juegos del orden

Florencio Salazar

 

La disposición debe ser siempre la misma. Es la tradición que se impone porque identifica, es una cuestión de orden y conocimiento. Colocar cada objeto en su sitio no es para aparentar nobleza, es nobleza. Se equivoca en su apreciación. Cuando cada cosa está en su sitio se reconoce de inmediato; cuando se altera, confunde. Disponer la colocación adecuada de la vajilla y la cubertería, por ejemplo, necesariamente incluye la armonía, ingrediente indispensable para degustar delicados platillos. No es pretencioso, como usted dice. El orden de la mesa ha evolucionado alcanzando su esplendor en el siglo XIX. El respeto a la tradición  educará a los nuevos ricos, que ignoran todo protocolo sólo porque tienen dinero.

El burgués llega a las puertas de la mansión adquirida a Eduardo VIII. El mismo que renunció a la Corona inglesa por sus amores con la actriz norteamericana Wallis Simpson y después trató de obtener el apoyo de Hitler para volver al Trono. Imagine usted para nuestros blasones semejante absurdo. En fin, qué le digo. Al burgués lo atiende el elegante portero con bigotes a la Hércules Poirot, quien le pregunta si dispone de reservación. No, no tengo. “Qué pena mi señor, dijo con fingida condescendencia, pero aun si la tuviese no podría ingresar porque el protocolo exige usar corbata de cola de pato”. Pero traigo corbata, dijo el burgués. Lo advierto, mi señor, pero a este lugar viene lo más refinado de nuestra sociedad. No sería sorprendente que en el exclusivo Bar Winston estuviese la Reina Victoria departiendo con sir Walter Raleigh. Por supuesto, después de admirar el espectáculo del gran Garrick. En este palacio se disfrutan exquisitas viandas y vinos de las más prestigiadas barricas francesas. Aprecie usted los mármoles de Carrara, los tapetes persas, los candiles de cristal cortado de Bohemia, el piano en las manos de sir Elton John. El burgués no se intimidó ante el embate del representante mínimo de la clase máxima. Pidió hablar con el gerente. “Mi señor, apelo a su gentileza para permitir el paso a nuestros invitados. Considere a las damas padeciendo  esta neblina de hielo, expresó flemático”. No me retiraré, contestó al falso detective belga. Además, las damas están encantadas comparando sus elegantes abrigos. Yo iba a comprar a la mía una piel de zorro plateado y otra de tigre blanco de las estepas de Siberia, pero me contuvo la muy probable crítica de BB. Las damas que esperan tienen la fortuna de no estar expuestas a las garras de Jack el Destripador, cerrando así la respuesta. “¡Qué gente plebeya! masculló el portero”, llamando al servicio con una campanilla de plata: con el mayor respeto, diga a Lord Halifax que necesito de su urgente autoridad. Haciendo gala de buenos modos, Lord Halifax se dirigió al portero: “¿Qué ocurre, Mr. Chamberlain? ah, entiendo”, y mirando al burgués dijo lo imposible que era recibirlo sin corbata de cola de pato. ¿Podría entrar con una corbata de moño, aunque no fuera cola de pato? preguntó el advenedizo. “Mmmm, podría ser. Sí, aceptaríamos su equivalencia”. El burgués se desanuda la corbata, desabrocha el botón del cuello, saca un rollo de libras de alta denominación colocándolas en el cuello de la camisa, nuevamente cierra el botón dejando caer la mitad de los billetes a modo de una corbata corta. ¿Le parece así, Su Excelencia? dijo el burgués con obligada cortesía. La respuesta correspondió a tan apropiada pregunta: “Magnífico, es usted el prototipo de la elegancia. Adelante, adelante”. Ya habrá usted apreciado que el orden es restaurable aunque no sea en sus mismas proporciones. Pero en toda circunstancia se debe mantener.

¿Sabe usted las humillaciones que he sufrido por cuenta de los comensales que no saben lo que es sentarse a la mesa? No les importa el rigor del protocolo. Los tenedores se toman de afuera hacia adentro en la proximidad del plato. Pero a la llamada clase media aspiracional le da igual usar el tenedor grande para la entrada, el cuchillo menor para cortar finas lonjas o magras carnes. Lo peor, con la cuchara del postre toman la sopa y a mí, a mí, para llenarme de azúcar y derramar el café. A los cibernautas no les importa mover el aromático haciendo oleajes por encima de la fina porcelana, ahogando al plato y manchando el mantel.  No sé en qué vaya a terminar esto, pero en la última cena bebieron vino de la misma copa, despedazaron el pan masticándolo ruidosamente. Sabrá el cielo qué droga los dejó extasiados. La mesa quedó hecha un desastre, deshecha la estética, destruido el orden. Estos comensales vistiendo las más caras etiquetas y tenis de lona pintados a mano en Oaxaca, quién sabe a dónde nos vayan a llevar.