1 diciembre,2022 5:12 am

Monumental baño de pueblo

Humberto Musacchio

 

Del despliegue oficialista del pasado domingo, hay varios aspectos que destacar en favor de Andrés Manuel López Obrador. Uno es su extraordinaria resistencia, pues no es poca cosa caminar entre empujones durante seis horas y media y todavía leer en el Zócalo, durante hora y media, con la enjundia propia del agitador, un discurso que fue aplaudido, coreado y celebrado por decenas de miles de personas.

Esa enjundia verbal del agitador de masas que ha sido Andrés Manuel López Obrador, contrasta en forma contundente con el nembutálico e inconexo parlar de las mañaneras, que mejorarían sustancialmente si se limitaran a la lectura de un texto bien elaborado.

En la marcha dominguera participaron por mera convicción, personas y personajes que esperaron durante décadas un cambio de régimen que no acaba de definirse, por más que ahora adopte como doctrina algo que el Presidente definió como “humanismo mexicano”, que a diferencia del humanismo a secas, reconoce no los más altos valores de la persona, sino únicamente de los nacidos en este país.

Junto a los convencidos ideológica o políticamente, marcharon ¡los charros del SNTE!, muchos beneficiarios de las pensiones, así como funcionarios y empleados menores de la administración federal y de los gobiernos estatales que hoy están en manos de Morena, protopartido que movilizó exitosamente a sus bases, pues como dijo alguna vez Cuauhtémoc Cárdenas, en la movilización de masas gana quien tiene la zanahoria más grande, dicho sea sin albur.

Se trataba de mostrar el músculo político, pues la manifestación de hace dos semanas en favor del INE era una espina clavada en el ego de YSQ, que descalificó e insultó de mil maneras a los participantes, quienes en su inmensa mayoría marcharon espontáneamente, y adjudicó todo el mérito de la movilización de Claudio X. González, quien brincos diera por tener esa capacidad de convocatoria.

La marcha del pasado domingo fue una respuesta del orgullo herido, mismo que recibió la bendición de miles de manos amigas, la generosa medicina del aplauso y de las porras, el contacto vivificador de quienes se acercaban a saludar al tlatoani, a tomarse la selfie, a pedir un autógrafo o simplemente a ver al líder y, de ser posible, ser visto por él.

No hay en México antecedente de esa indudable atracción que ejerce un líder político. Ningún presidente de la República se atrevería a mezclarse con la masa en la forma desenfadada en que lo hizo López Obrador a lo largo de la marcha, pues es un líder admirado y venerado por sus fieles. Ni hablar.

Sin embargo, tal despliegue de popularidad tiene sus riesgos, pues durante seis horas y media el Ejecutivo caminó estrujado de forma inclemente, en medio de un interminable jaloneo, de empujones y zarandeos… El líder olvidó que su persona no le pertenece, pues se debe no a sus seguidores, sino a la nación mientras porte la investidura presidencial. Rebasado como fue el cuerpo de seguridad, es inimaginable el daño que se hubiera causado a las instituciones si en la multitud incontenible se hubiera colado un resentido con ansia de desquite, un asesino pagado por algún conservador y neoliberal o alguien simplemente deseoso de ganar esa fama que en mala hora consiguen los magnicidas.

Esperemos que la salud presidencial no resienta las horas de caminata y la enfática lectura del discurso. Igualmente, con el paso de las semanas se sabrá si valió la pena el inmenso gasto ocasionado por las tortas, los chescos y los inevitables pagos a los acarreados, porque los métodos priistas pueden ser eficaces, pero no gratuitos.

Pese a la abrumadora propaganda que invitaba a la marcha, desplegada –en forma anticonstitucional, dice la Asociación Mexicana de Derecho a la Información Amedi– sobre todo en radio y TV oficiales, será difícil cuantificar la asistencia, pues la duración de la jornada propició que muchos participantes se retiraran a lo largo de la caminata, sobre todo después de cruzar Insurgentes, cuando se podía ver al Presidente siempre en medio de un tumulto, pero con la calle semivacía. Al final, el Zócalo no estuvo lleno durante el discurso, lo que, como es esperable, no impide presentar todo como un éxito incontrastable, porque en la política no hay línea divisoria entre verdad y mentira.