16 diciembre,2023 5:16 am

Mudanza

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

Everything has turned around
I was standing by the passing train.

Michael Scott Nau.

Descuelgo los cuadros. Paredes supuestamente blancas, pero ya sin ojos. Lo que tenía que decirse en esta casa, ya fue dicho. Llegué hasta aquí sin saber muy bien cómo. Agradezco varios nombres. Me aprendí sus sonrisas. De otros, mejor no hablo. ¿Para qué? Pero de ustedes sí, amigos. Guardaré los ademanes como pequeños cristales de colores. Semillas de vidrio regadas por una bahía. Este es nuestro mar, amigos.

Me preguntan a dónde me dirijo. No lo sé. Me preguntan si amo lo que amo. Eso sí lo sé. Y continúo empaquetando mi casa. Pero se me escapa en qué momento uno es todo lo que tiene. Así los libros amontonados como piezas de un juego sin instrucciones. Acaso desperdigadas como signos del tiempo recorrido en interior. Hasta aquí me han dirigido. Claro que lo agradezco también.

Elijo qué cosas mantener. Elijo a qué otras les voy a regalar el adjetivo usado como una promesa de lo barato. Yo ya ni sé si deseo tener más cosas. Pero aún así, al despojarlas de su lugar en esta casa de la Colonia Obrera, una por una me recuerda algo, insignificante para ustedes, por supuesto, pero es que este sartén era de mi abuela, y este vaso de mi madre, y este cuadro me lo obsequió aquel amigo con el que ya no hablo. Y esta piedra, esta piedra la recogimos juntos del río.

Tanto que le hacía burla a mi madre por cargar piedras de esta ciudad a aquella. Atravesando geografías casi antónimas. Para llevarlas de una circunstancia a otra. Dejando vestigios ajenos de minerales extraños en una tierra extraña. Vaya, meter en problemas a los geólogos del futuro, para que se pregunten por qué este mineral de Guerrero está al lado de esta piedra del lago Michigan.

Descuelgo la ropa. Qué triste es un gancho que ya no sostiene nada. Puro aire acomodando el plástico triangular que compré hace dos años en un Soriana. Hay prendas que sólo me he puesto dos veces para fingir el protocolo, por no decir que el saludo. Otras playeras que ya no admiten otra puesta más de tanto uso, pero aún así las guardo. Y luego, los cajones vacíos, revelando que uno tiene más de lo que siempre necesita. Y varios calcetines sin par, pero ambiciosos, acomodándose con otros calcetines solitarios en medio de su nueva vida, la vida adentro de una maleta que va quién sabe a dónde.

Te regalo mis plantas. Andan haciendo berrinche. Sospechan mi huida desde antes que yo, estoy seguro. Un día el verde y al siguiente las hojas caídas como si el suelo. Te digo a cuál le gusta el sol y a cuál le gusta apenas intuirlo en el reflejo que se filtra por la sala. No sé cómo despedirme de ellas. ¿Qué se le dice a una planta que has visto pequeña y después multiplicada? Las miro como si el verde y ellas me miran como si el humo. No es un adiós, ni un hasta luego. Solo es. Y te repito cuál necesita agua dos veces por semana

Mi habitación es la primera en desocuparse. Un eco responde a mis pasos por el cuarto sin nada, como diciéndome que mi presencia aquí es más bien ya sólo un recuerdo. Y así continúo hacia una edad que aún no me conozco. Sigo empacando.

Quito el calendario. Puras fechas marcadas con plumón negro. Momentos vanos conviviendo al lado de otras fechas donde casi he intuido la hondura de respirar el mundo. Este mundo y no aquel otro. Pero no lo guardo. A donde me dirijo no se necesitan las fechas. Al menos no todas las que ya he marcado. Reviso el escritorio. Papel sobre papel. Copias y recibos caducos. Pero de a ratos, me detengo en alguna hoja. Y sonrío ante una marca. Pequeñas notitas que, en esta hora, con esta sonrisa acumulada, me permito asegurarles que han vuelto a cumplir su destino. Te quiero. Notitas amarillas que me dicen. Nos dicen. Nos seguirán. Algunas se hacen bola y terminan en el bote de basura para iniciar otro viaje. O como mi hermano aseveraba, la basura nunca desaparece, solo la cambiamos de lugar.

El sonido de la cinta canela rodeando el cartón. Es fácil saber quién le hinca el dientito a quién. La navaja. Una y otra y otra vez, hasta que en la séptima caja puedo declararme un artesano de este oficio del que me gustaría no saberme sus mañas. En la paquetería me preguntan por el destino. Me intimida esa palabra hasta que me solicitan el código postal. En qué momento un número es una casa. Me preguntan si deseo el tránsito terrestre o el aéreo. Y en medio de una pausa que desconcierta al empleado de la paquetería, me doy cuenta de que es diciembre, de que tengo treinta y un años y de que me estoy mudando por séptima ocasión en mi vida. ¿Qué tanto estoy dejando? Y sólo respondo que por tierra. Firmo unos documentos. Me dan un número de rastreo y así inauguro lo que tantos seres humanos han hecho antes que yo. Irse y llegar. Llegar e irse.

El departamento cada día se va haciendo más grande. O quizá yo más pequeño, porque en esta bisagra entre dejar una casa y empezar otra, me descubro mínimo ante el movimiento de las cosas que han estado yéndose desde antes que yo.

Falta una semana para que desocupe por completo el espacio. Así que, la vida sigue a pesar de mí, acentuando un propósito que no me ha contado. Y en reuniones, los demás me preguntan a dónde voy. Decir un lugar es decir muy poco. Y nos abrazamos no sólo para desearnos felices fiestas. Y cerramos la puerta como signo de bienvenida a otra cosa que no puedo decir qué es. En este momento no importa explicarlo. Quizá no pueda.

Todo ha vuelto a cambiar. Pero eso se sabe desde antes. Que las cosas cambien es un síntoma de que estamos vivos. A veces uno está demasiado vivo. Hablo con mis hermanos. Nos emociona vernos pronto. Y cuando me preguntan que si ya estoy listo, no sé muy bien a qué se refieren. Pero respondo que sí y empaco lo que sea.

Camino las calles de la colonia, pero es evidente que mi sombra de medio día es menos severa con la banqueta. Casi transparente de tan ligera. Podrían decirme ustedes que es porque los días han estado nublados. Yo no estoy tan seguro. Saludo a la gente de siempre. No saben que cada día, en realidad, nos estamos viendo menos. De todas formas, platicamos de lo mismo. Y nos deseamos un buen día por última vez.

La gente de mi edificio y yo en realidad nunca nos conocimos. Apenas dos extraños regalándose el saludo. Y me da risa, porque la cercanía de los departamentos nos ha hecho compartir ruidos extraños, de esos que la gente se reserva para el seguro de las puertas. Da lo mismo, caras vemos, habitaciones no sabemos. Y tan fácil como es subir o bajar una escalera, también les regalo el saludo por última vez.

Mitad de diciembre. Ayer gente caminando con veladoras y el perdón y la súplica entre las manos. Cohetes ruborizando el negro y luces navideñas parpadeando, las más de las veces, con un ritmo ansioso. Casi como queriendo despegarse de la extensión que los obliga al árbol o la ventana, para juntarse con las otras luces, las de allá arriba, las que no se cansan, o al menos no como nosotros.

No sé cómo despedirme. No sé cómo decirte y decirme nuestros años. Y nos acompañamos hacia la siguiente noche de diciembre. La última. Y nos diremos algo importante, seguro. Pero sobre todo, aquellas cosas que no se dicen y que nos llegarán de pronto, después, en una tarde cualquiera. Te juro que apenas y nos daremos cuenta.

Insisto, llegué hasta aquí sin saber cómo. Pero sé que estoy agradecido. Pero también reconozco las cosas que me hieren, las cosas que no deseo repetir y, mucho más, las cosas que ya no quiero ser. No es una petición al mundo, pero lo repito en voz alta en el recién descubierto eco de la casa que ya mero no habito, para sentir que, en el regreso de mis palabras, alguien más me está afirmando.

Digo muchas veces por teléfono, a quienes me esperan, que no tengo miedo. Que ya casi estoy listo. Que mi vida ya está empacada. Que no voltearé a ver hacia atrás en el último segundo. Y al colgar el teléfono, tan sólo nos quedamos mi respiración y yo. Y nos vamos a dormir, quitándole un día a esta ciudad en favor de quién sabe qué otra vida, en aquella ciudad, donde tendré que aprenderme mi nombre, de nuevo, porque también de eso se trata.

Entonces, por último, decimos, te voy a extrañar. Y seguimos haciendo lo de siempre. Ir de acá para allá. Comprando fruta y riendo con los amigos, como si no fuera una despedida. Para qué, de todas formas, poner la atención en algo que se estará replicando, sin pausarse, en el tiempo que sigue, es regalarle el amor a la nada.

Pienso en las últimas veces, en lo breve de su signo, pero en lo permanente de su metáfora. Esta ciudad me ha abrazado, pero también me ha regalado el silencio. Ha sido mutuo. Recorrí sus calles sorprendido del concreto y debajo, el agua. Aprehendiendo mi deseo. Renegando de él. Buscando algo que aún no. Encontrando lo que tampoco. Y ahí, en la maraña de lo que soy y lo que escribo, me dices cosas que me recuerdan para qué vine a este lugar y por qué digo lo que digo.

Mitad de diciembre. Pasa que un frío desconoce a los habitantes de la ciudad de México y unas tardes hechas de pura lluvia pesada. La gente se mira con prisa. Todos deseando que se acabe el año. ¿Para qué? ¿Qué hay del otro lado? ¿En qué invertiré mis doce uvas? Yo pienso que pediré lo mismo en cada una de ellas. Por pura probabilidad algo tiene que ser cumplido. O no.

En unos días, tres, precisamente, nos diremos no adiós y no hasta luego. Sino otra cosa que tiene más que ver con procurar una vida amable para el otro. Y me harás prometerte buscar aquello que amo y abrazarlo con todas mis fuerzas. Y yo te pediré lo mismo.

Mitad de diciembre. Me voy sin saber muy bien a dónde. Sin embargo, por esta noche, quizá sólo por esta noche, saberlo importa muy poco. Estos son los años que tengo. La casa se está quedando vacía. Miro algunas cosas. Me despido sin decir nada y puede que se me agriete la sangre un poco. Sigo mirando el tráfico de la calle enfrente de mi casa. Por un momento, pareciera que todos vamos al mismo lado. A ver quién llega primero. Pero yo no tengo prisa. Sólo tengo ganas de estar vivo, en esta noche, sí, en esta noche, que es mitad de diciembre, en una orilla del mundo.

Yo también te quiero.