11 enero,2025 6:18 am

Omen

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA
Alan Valdez

Adentro de la cueva el animal reposa. Tiene ahora el vientre repleto y tibio, y su pelaje lleno de costras secas por la sangre abierta del otro animal. Por otro lado, el animal que fue comido horas antes se estuvo dedicando a la persecución de otra criatura.
La otra criatura tiene pezuñas negras, en forma de corazón volteado, que rascan una tierra llena de paja vieja y olorosa, casi podrida. Le gusta lamer el ámbar, correr detrás de sus hermanos. Atravesando ríos llenos de escarcha, se dirigen al norte y luego al sur y, aunque, parezcan desordenados en sus intenciones, saben los límites de su basto terreno. Huyen de la pólvora con más precaución que nosotros, aunque no siempre lo consiguen.
Esta mañana se ha entretenido más de lo normal en el ámbar dorado de un maple. Con su lengua de bestia semicornada guarda un poco del dulzor en la saliva y regresa a compartirlo con sus semejantes. Mientras el macho mayor hace indagaciones de un humo que se desprende del otro lado de la montaña, el resto se expurga el pelaje y afila las astas produciendo música que sirve de arrullo para el árbol.
El ciervo, joven pero diestro, levanta el hocico. Como si hubieran recibido una instrucción militar, todos vuelven al fondo del bosque, desprendiéndose del lodo con cada salto que dan sobre algún tronco caído y seco. En los claros beben el rocío. Y en lo tupido practican ritmos, que, si se presta atención, tienen la misma cadencia que llevan las ramas con el viento. Se vuelven a detener, buscan, replican, imprimen sus pezuñas y su paso queda dirigido en la superficie de la nieve aún no tan profunda que se va diluyendo a lo largo de las veredas.
Hay aves que los persiguen. Inspectores alados de un orden desconocido se pasan información, y entregan avisos en una lengua más atrevida que el sueño. Cada tanto, el ciervo persigue a los pechitosrojos y deja rastro de su aún infantil juego que no ha sido clausurado por la persecución depredadora.
Se vuelve ajeno a los suyos, pero atento al pájaro. Lo persigue, salto y pisada van consecutivos. El ave crece si el bosque crece, en cambio el ciervo se ve reducido a ser el centro vulnerable del día. El hato queda como una narración pretérita porque después de haber escuchado unas ramas quebrarse, el resto de la manada sigue su procesión hacia la izquierda. Este ejemplar distraído solo reafirma su jugueteo hasta mucho más adelante de la orilla del cauce.
Los pasos ahora, están más cerca, lo suficiente para que el animal alce las orejas, apuntando directamente al crujir hilvanado de unas botas hechas de caucho, cautela y hambre. Justo al lado de él, un tronco revienta su tallo en savia y corteza y después el tronido del rifle se hace pronunciar como palabra y ultimátum.
El cola blanca atiende su respiración acelerada mientras el pulso le come la sangre hasta reventar el empuje de sus patas. Rápido, tenaz a su manera herbívora, se escabulle entre tronco y rama como si hubiera practicado esta ruta de escape una centena. Pero el cazador atiende las propias necesidades de su reino, así que, entre ruta y escape, otro árbol es reventado. El estruendo resuelve dónde queda lo claro y dónde lo oscuro. Sin embargo, el hombre pierde el rastro, y derrotado ante la desaparición, solo se acomoda la gorra y alista direcciones nuevas.
Del otro lado, más allá del confín conocido por la manada, el ciervo se ensaya en un paraje que va perdiendo espesura hasta ganar la actitud de una pradera que se dirige varios kilómetros hasta una montaña, que de tan lejos se mira blanquiazul. Solo y habitado por la agitación de la entraña, deja que el sol de invierno le acaricie grismente el lomo a medio día. Escucha ruidos desconocidos, campanas minúsculas que rápidamente distinguen el cuello de unas vacas indiferentes a toda razón anterior.
El animal, desprendido otra vez de toda brusquedad malformada por la persecución, muerde un poco de pasto, baja y alza el hocico, lame un poco de la nieve que está encima de una piedra y prosigue su camino.
A lo lejos, unos niños con unos binoculares, jugando también bajo la temporal calidez de este medio día, perturban la privacidad de la llanura desde el anonimato que les da la única loma de los alrededores. Llevan un rato siguiendo la falsa idea de un águila y ahora uno de ellos ha dado con el ciervo cruzando la pradera.
Siguen su paso. Se divierten en su juego recién estrenado de Navidad. Comparten una bolsa de frituras, turnándose la vista en lo que uno se vuelve a guardar las manos en la bolsa. Tienen una libretita donde han apuntado todo lo que han visto desde que se levantaron en la cabaña del abuelo. Dos ardillones. Algo que parece águila. Las vacas del abuelo. El gato del rancho. Un perro muy pero muy grande. Humo. Un ciervo.
Media hora más tarde, su madre les llamará para que se metan a la casa porque la nieve les va a humedecer las ropas. Adentro de la cabaña, los niños le enumerarán a la mujer cada una de las criaturas que observaron. Ella reparará en la descripción del perro y terminará de decirles, al mismo tiempo que le echa leña a la estufa, que lo que vieron es muy posible que haya sido un oso.
El ciervo no sospecha la mirada sobre su recorrido. Mastica un manojo final de pasto amarillo. Adelanta su paso de nuevo a la anterioridad de la que salió. Y las imágenes regresan a su sino de siempre: el árbol deshojado por el frío, el ave distraída en la semilla pausadamente yerma, la gota congelada y huellas de otros que, como él, se dirigen a un presente que no tiene necesidad de decirse.
El ciervo encuentra comodidad momentánea y el día se va comiendo en sombras. La manada, sin embargo, está lejos. Retirados de la sospecha incondicional de que vale más la preservación del conjunto, asienten a su vida sin uno de ellos como si no hubiera ocurrido evento alguno.
Pero el cazador persiste. Para este punto el itinerario de caza tradicional ya hubiera terminado, pero la hazaña aquí ya se ha alejado de cualquier ambición gastronómica y deportiva. El hombre esta mañana, afiebrado y desnudo, despertó de un sueño donde encontraba una piedra hecha de oro en el estómago de un animal.
Al principio, al abrir los ojos mirando el techo de madera, dudó de la fuerza del augurio, pero en el sueño pasaba que justo al levantarse, su esposa, sin preámbulo le compartía agitada un fragmento de su deambular nocturno. Ella en una cueva, acostada de lado, reposaba su vientre sobre la tierra de una cueva oscura.
Y el hombre, al oír exactamente lo mismo que soñó, con toda duda disipada, convirtió la prisa matutina en un acto de fe. Ahí le comenzó el ansia y repasó en el espejo cada una de las siluetas del sueño, viendo exactamente todas las cosas que tenía que hacer.
Ademanes que contradecían alguna de sus intuiciones más arraigadas, las siguió al pie de la letra: el cuchillo en el costado de la mano no dominante, las botas más viejas que ya nada más usaba para partir leña, y por último, el rifle con la mira desgastada, lo cargó exactamente con 3 tiros como le fue dicho.
Y así siguió su repaso apurado, porque hasta en el sueño supo cuándo y cómo sería la luz con la que tendría que salir a buscar al animal, las veredas, los claros del bosque, dónde pisar y dónde no atender las huellas, cuántos disparos iba a errar, hacia qué lugar del día tendría que ceder un momento y qué es lo que se diría a sí mismo en cuanto lograra coronarse con el animal.
Apenas y se despidió de su esposa, que solo lo veía alistar todo frenéticamente. Le explicó tratando de no sonar como desquiciado las razones de su encargo y, mientras masticaba un trozo de carne seca, le dio un beso en la mejilla y se dirigió hacia el otro sueño.
El ciervo, con las cuatro patas reposando sobre el suelo no tiene la mínima sensación de que lo observan. Mueve las orejas casi por reflejo, aunque no hay sonido alguno. Las vuelve a reposar y repite esos movimientos varias veces hasta que el pájaro que está saltando cerca de él por fin se aleja. El cazador mientras cuenta, así como lo vio en el sueño, el número exacto de exhalaciones que tiene que hacer antes de soltar el tercer y último disparo según el presagio.
El hombre mira la escena, simple, abierta y horizontal. Dirige sus intenciones hacia el cráneo del cola blanca, siente el gatillo tan ligero sobre el dedo índice que al volcarse la fuerza sobre la culata ni siquiera repara asombrado ante la situación. El ciervo se levanta y, asustado por el cañonazo, solo vuelve a correr.
El cazador queda confundido y ya sin ninguna bala más que tirar, suspende todo fervor y ríe. Se siente ridículo, las botas han dejado entrar la humedad, los dedos fríos adentro del calzado van haciéndole cada vez más torpe el camino de regreso al cazador. La luz ya no rebota sobre los árboles y las sombras adquieren completo protagonismo en lo denso del bosque.
El hombre prende un cigarro. Sentado momentáneamente decide recordar una vez más su sueño. Se reprocha, pero está seguro de haber seguido a cabalidad cada una de las huellas, cada paso, cada pausa. Se quita las botas para revisarse los dedos de los pies. Las puntas ya engarrotadas por el frío, muestran varias llagas producidas por el calzado viejo. Al mismo tiempo que se vuelve a poner los zapatos, escucha cómo se agita rápidamente el bosque. Instintivamente corta el rifle, pero ya no trae municiones. Escucha un gruñido. Y, detrás de ese gruñido, oye cómo se parten ramas y se pisan hojas con velocidad.
En la casa la esposa recibe la visita de su hermana que la quiere felicitar por Navidad. Sin embargo, pasan rápidamente de las felicitaciones a la ausencia de su esposo y ella le platica su sueño.
La hermana sin saber muy bien qué responder, le pregunta que si eso del vientre tibio y satisfecho no querrá decir que está embarazada.