12 agosto,2023 5:16 am

Patrimonio Histórico de la Humanidad

(Primera parte)

Alan Valdez

El balón atravesó la ventana. Todos vimos cómo se rompió el vidrio, pero no escuchamos ni estruendo, ni maullido, ni espanto viejo o nuevo, inclusive. Un silencio como de salón de clases en domingo. ¡Rarísimo!, dijimos. ¡Milagro a medias!, dijimos también con una sospechosa inclinación al pensamiento crítico. ¡Ay, ay, a poco sí muy calladito!, soltamos a borbotones, con risa y así, como aderezo para la tremenda majadería que interrumpió el 3 a 0, favor, por primera vez en el siglo, debe saberse, del equipo de los cuatro ojos.

Hasta traíamos uniforme y toda la cosa. O eso parecía desde lejos, por andar todos de negro y jean azul, a la moda también del siglo, o eso diría un antropólogo facilón en sus observaciones del mundo, que de a ratos lento y luego, ¡pum! ¡plaz!, ¡cataplum! bien requeté apurado.

Así que sordo el balonazo y sus estragos sordísimos aún más, como si en realidad no hubiera ocurrido que el cristal y su multiplicación en el suelo de casa de la vecina. Y de verdad parecía que no había sucedido nada, porque no llegó el combo de la reprimenda con el espectáculo del balón siendo ponchado con un cuchillo para deleite de nosotros y el futbol.

Pero nunca llegó la demostración casi religiosa por parte de la vecina, sacrificando nuestro balón para dejar en claro, de una vez por todas, que el verano era tan sólo un invento para los niños.

Y no, nadie, ningún filo en serrucho, ningún griterío jurándonos una deuda impagable acompañada de la promesa de una persecución eterna sobre nuestros nombres, descendencia e inclusive, sobre nuestras mascotas, que, por pura asociación, también serían culpables de nuestras fechorías.

Pero no se oyó nada, ni un mínimo suspiro encabronado emanó de aquella casa de alto. Hasta se pensó como conclusión al magno evento, que quizá nunca se inventó el futbol por los ingleses, y que quizá, también, lo que vimos no fue un balón irrumpiendo el número 31 bis de la calle Patrimonio Histórico de la Humanidad, sino, posiblemente, un pájaro de nombre y apellido turco que pasó volando sobre la cuadra, sin necesidad de explicar sus motivos, y así como llegó a nuestras vidas, también se retiró.

Fue un evento desconcertante, pero no el único. Esa última semana antes de regresar a la escuela, pasaron varias cosas importantes, tal vez no para el municipio, pero sí para el mundo. El suceso inmediatamente anterior al del balón fue justo llegar todos de negro a echar la reta.

Éramos ocho mequetrefes vestidos todos igual. Namás el zapato medio haciéndola de distintivo, como gafete mal puesto, pero de ahí en fuera, si hubiera existido una foto desde el cielo de la cuadra donde jugábamos, estábamos seguros de que parecería una partida de ajedrez de puras piezas negras. Es decir, un partido estilo golpe de Estado, con evidentes consecuencias para la economía global.

Lo anterior al golpe, fue, sin duda alguna, algo que pudo haber influido en la elección de la camiseta negra como parte de la vestimenta para un luto mediano, de esos que son graves por unos días pero que duelen como si la década. El cocker spaniel inglés, como entre color arena, miel y ligeramente tatemado, el perrito de nuestro muy queridísimo Tomy, llegó con su colita pintada de azul. El Coqueto había recibido una travesura, y nosotros queríamos venganza. Venganza azul y sin titubeos.

Tomy tenía bigote desde el kínder. O eso rumoraban las buenas y malas lenguas. Era, por así decirlo, apto para la grosería y no dudaba nunca en utilizar los dones que tan animosamente recibió desde que se le cayó su primer diente. Como le habían dejado dinero en la almohada en trueque por el calcio inmaduro y, sobre todo, breve de su mandíbula, decidió apurar la tasa de cambio, y se los empezó a tirar él solo.

Alguien chimuelo por elección sería considerado en la cuadra un enemigo público inmediato. Y pasó. Ya desde sus 7 años, gallinas pelonas del pescuezo, robo de prendas al mayoreo y menudeo, tahúr a los 10 años. Una definitiva promesa del crimen. Todo de lo que puedan culpar a un niño, Tomy no sólo lo había ejecutado, sino que él mismo, artista de nacimiento, había inventado algunas tretas, como el ahora clásico truco del pan y el perro que le permitía robar las limosnas de la misa.

Así que la lista del malandro que le pintó la colita al Coqueto era bastante, bastante amplia, tanto así que, en las averiguaciones, nuestros nombres fueron dados como culpables, verdaderamente potenciales.

La tercera cosa importante de señalar, además de la ventana rompida, del uniforme y de la colita azul del Coqueto, fue la llegada de Sara al vecindario. Llegó quién sabe de dónde, porque su papá hacia quién sabe qué, y entonces apurados lo único que consiguieron rentar fue la última casa de la cuadra. La casa que tenía grabado por el dedo perspicaz sobre el cemento fresco de la banqueta, desde aquel año 97, la frase: Qué tanto es tantito.

Lo considerábamos una obra de arte. Era un pequeño monumento a la desmesura, una victoria sobre lo que no quiere acabarse, o, mejor dicho, una afirmación de que todo sí debería acabarse. La casa, además de ser relevante por su inscripción, era la necesaria casa de espantos de cualquier colonia. Así que chisme tras otro: Ahí no duran las familias más de un año. Ahí antes había un cementerio indio. Ahí se sabe, un bebé se ahogó y los padres en desesperación, se ahogaron de otra manera. Ahí, que este fantasma y que este otro.

Y era verdad que la casa se rentaba y se desrentaba, mínimo, dos veces por año, desde que nos acordábamos. Siempre las familias que llegaban tenían la misma composición, papá con trabajo raro, mamá dedicada a la casa y una sola hija. A lo largo de los años hubo pequeñas variaciones, pero nada que cambiara el canon de familia que llegaba a habitar ese castillo de color verde horrendo. Quizá el único notable era la vez que hubo sólo una mamá con trabajo raro, el padre difunto hace bastante. La hija siempre. Y curiosamente, las niñas que iban llegando, aunque eran distintas, iban creciendo con nosotros.

Allá, nuestros adultos nos decían exagerados, por no decir chismosos cada vez que contábamos nuestras teorías sobre el 60 bis de Patrimonio Histórico de la Humanidad. Supongo que hay cosas que dan lo mismo cuando hay que ir a trabajar casi 12 horas al día.

Sara se volvió relevante porque en vez de desalentar nuestras teorías exóticas sobre su residencia, procuraba dotarlas de un detalle, exageración y realismo tan cuidadoso todo, que nosotros la escuchábamos como si estuviéramos oyendo por primera vez la única verdad que valía la pena escuchar en la comarca.

Tratábamos de desmentirla, pero poseía una mente maestra e innata para la farsa, el engaño y la melancolía. Se acopló rápido a nuestros juegos, supo muy bien determinar quién era el líder, el subordinado, el loco, el pendenciero y mucho más aún, el traidor.

Yo no quise escucharla cuando me dijo el nombre de quien nos iba a llevar a la ruina a todos nosotros. Para empezar, hacia mis adentros, no entendía por qué ella estaría tan interesada en determinar y catalogar las intenciones de alguien a quién apenas acababa de conocer como enemigo de nosotros. Pero tuvo razón. Cuánta razón tuvo.

La cuarta cosa que pasó antes del sordomudo balonazo fue la desaparición. Cuando todo ocurrió, supe entonces por qué Sara sólo me había dicho a mí y a nadie más. Mi mejor amigo de la pandilla desde que ambos usábamos pañal, mi estimado y muy querido amigo el Moy, vecino por casi una década y media. Compañero de dolores de estómago y tiempo de calidad infinito viendo caris por cable. Mi mejor amigo de siempre, Moy, el Moy, mi Moy.

Diría que Sara y yo no nos entendíamos tanto al inicio, pero como pasábamos bastante tiempo juntos, por esta cosa de que nuestras madres al haberse hecho amigas excesivamente rápido, y queriendo afianzar lo que sea que se platicaban, nos llevaban a sus paseos, casi siempre en contra de nuestra ociosa voluntad. También puede ser que los dos éramos hijos únicos en nuestras respectivas casas.

A Moy era evidente que le gustaba Sara. Ni siquiera se tenía que esforzar para que ella se diera cuenta. A mí Sara no me gustaba. Ni siquiera sabía quién me podría. Me caía bien, me hacía reír, pero en el fondo era alguien triste. También puede ser eso lo que nos juntaba. Moy quería su atención, pero siempre ejecutaba acrobacias torpes para conseguirlo. A mí me decía, Oye, tu amigo es raro. Oye, tu amigo es molesto. Oye, ya no quiero salir si está Moy.

Moy se volvió hacia adentro. Callado. Dejó de jugar con nosotros en verano. Moy dejó de salir con nosotros. Moy dejó de salir. Moy desapareció. Tocábamos su puerta, preguntábamos por él. Y la misma respuesta cada una de las veces. Moy ahorita no se siente bien. Moy está con su abuela. Moy ahorita no.

Al principio fue raro ya no verlo, pero como empezó a ser común ya no contarlo para las retas, y como en su lugar Sara empezó a hacerle de defensa, de portera o de cualquier posición nada protagónica para un montón de vagos que anhelaban la pequeña gloria de meter un gol entre dos tabiques que separaban la calle, Moy se volvió un nombre cada vez menos presente en nuestras aventuras.

Al terminar de jugar íbamos a la tienda, comprábamos cualquier cantidad nauseabunda de chucherías y nos sentábamos en la banqueta a escuchar las historias de Sara. En una de ellas narraba la vez que encontró a su padre con otra señora en el centro, mientras estaba de compras con su mamá. Sara no le dijo nada a su madre, pero a nosotros nos contó los detalles. Hasta el color del labial de la señora. En otra nos contaba de los ruidos que escuchaba en el cuarto que usaban de bodega. Ustedes dirán, sí, la famosísima rata más grande de la colonia. La rata mayor. La rata que sobrevivió a Chernóbil. Pero yo les quisiera preguntar a ustedes, morros chaquetos, si una rata, aunque fuera una rata nuclear, podría desaparecer un espejo de cuerpo entero. Ahí se los encargo de tarea.

A veces decía otras cosas, pero nunca nunca hablaba de Moy, aunque la conversación llegara al nombre de mi vecino.

La quinta cosa que pasó se las cuento mañana. Ahorita me está llamado mi jefa pa cenar.