8 noviembre,2022 4:47 am

Algunos sueñan con los sonidos frenéticos de la modernidad

Federico Vite 

(Primera de dos partes)

 

Train dreams (Farrar, Straus & Giroux, Rstados Unidos, 2011, 116 páginas), de Denis Johnson, comienza así: “En el verano de 1917, Robert Grainier participó en un atentado en contra de un trabajador chino que hallaron robando en las tiendas de la compañía del Ferrocarril Internacional de Spokane, en el Panhandle de Idaho”. Esta novela breve, publicada en Paris Review en el verano de 2002, está narrada en tercera persona. Detalla la vida de Grainier, un trabajador itinerante que construye puentes y tala árboles para los ferrocarriles en rápida expansión a principios del siglo XX. Encuentra la felicidad con su esposa y su hija pequeña. Grainier poseía una vida modesta, descrita por Johnson con elegancia. Creció en la zozobra, bajo los estragos de la Guerra Civil norteamericana. Conoció bosques en los que hombres y mujeres blancos apenas se habían aventurado. Vio a Elvis Presley en un tren de turismo a fines de la década de 1950 y se asombró al contemplar las desconcertantes autopistas de los años 60. Poco a poco fue aplastado por la crueldad de la modernidad.

Grainier es un hombre esencialmente en orfandad. Las versiones de su origen son contradictorias y confusas. Está signado por la rudeza de un mundo nuevo, signado también por la maldición que le lanza el ladrón de origen chino antes de que desapareciera. No tiene buena fortuna. Le pasan cosas malas, por ejemplo, su perro lo ataca; tiempo después encuentra a un vagabundo herido de muerte, quien le confiesa que ha estado en todo este país. “También en Canadá. Nunca a cien yardas de estos rieles”. Grainier le da un último trago de vino de una bota vieja al vagabundo. Y así le dice adiós a un trota-vías. Pero de verdad le pasan cosas malas. Un fuego apocalíptico “más fuerte que Dios” destruye el valle donde los Grainier han levantado una humilde choza. La muerte y la desdicha propician que Grainier se convierta en un ermitaño en las ruinas carbonizadas de un valle rodeado por montañas colosales. Aúlla junto a los lobos. Cree que su hija se salvó del “incendio más fuerte que Dios”. Pero no logra encontrarla. En esa zona también hay una tribu india que convive con los pobladores que se alejan de la industria ferroviaria. La vida salvaje no se aborda al modo de Jack London en The call of the wild, pero se revela como una elección recomendable para cualquier persona sensata.

Hacia el ocaso del libro, Grainier presencia en el Teatro Rex, en 1935 (23 años después de que comenzara el relato), a un niño lobo que usa “una máscara de piel y un traje que parecía piel pero que en realidad era otra cosa”. El niño-lobo es un monstruo falso repentina y extrañamente transformado en uno real que aúlla: “Una voz que penetraba en los senos nasales y finalmente en la mente de quienes la escuchaban, elevándose más y más, más y más horrible y hermoso, el ideal originario de todos esos sonidos, de la sirena de niebla y el silbato del barco, el silbido solitario de locomotora, del canto de ópera y música de flautas y gemido continuo de gaitas. Y de repente todo se volvió negro. Y ese tiempo se fue para siempre”.

Johnson cierra el episodio con una inquietud que podría enunciarse más o menos así: ¿el costo de la civilización es muy alto? Aunque la respuesta es evidente, yo me enfoco en otra cuestión también sugerida bajo este relato con doble fondo, ¿esta loca carrera por el progreso nos transforma necesariamente en monstruos? Me parece que la respuesta también es palmaria, pero lo atractivo de todo el asunto es la forma en la que Johnson construye esta inquietante pregunta con las acciones de un personaje que evoca una etapa precisa de la historia de Estados Unidos, un periodo, podríamos decir, que define el presente, el que usted y yo compartimos.

Un hombre como Grainier padece un fatídico destino que se teje cuando labora para y por el progreso. Entiende, en soledad, que sus sueños son fondeados por el silbido de los trenes, pero no se trata de ferrocarriles sino de algo que representa una nueva organización de la sociedad. Esto acerca a Johnson con el Henry David Thoreau de Walden. Grainier vive una tranquila desesperación.

Train dreams cumple con los deberes de una ficción histórica. Ofrece esencialmente visiones panorámicas del pasado, por ejemplo, estas líneas: “Estaba parado en un acantilado. Había encontrado un camino de regreso a una especie de arena que encerraba un cuerpo de agua llamado Spruce Lake. . . Su superficie plana, tan quieta y negra como la obsidiana, envuelta en la sombra de los acantilados, rodeada por un doble anillo de árboles de hoja perenne. Más allá, vio las Montañas Rocosas canadienses todavía iluminadas por el sol, cubiertas de nieve, a cien millas de distancia, como si la tierra estuviera en medio de la creación, las montañas sacaban su sustancia de las nubes”.

No sobra decir que este libro generó algunas polémicas, la más atractiva es que fue seleccionado como finalista del premio Pulitzer, en ficción, del 2012. Los otros dos libros en competencia eran The pale king, de David Foster Wallace; y ¡Swamplandia!, de Karen Russell. El jurado –integrado por la editora Susan Larson, el crítico literario Maureen Corrigan y el novelista Michael Cunningham– decidió que no otorgaría el premio a ninguno de los finalistas. Se declaró desierto pues. “The Pale King nos cautivó, incluso en su estado inacabado (recordemos que Foster Wallace se suicidó antes de terminar su último libro). Sawmplandia! está animada por la ambición de contar historias de alto vuelo y posee el humor de Mark Twain. Train dreams evoca de forma cruda las vidas de los humildes personajes del oeste americano y se lee como un mito”, refirió el jurado en un comunicado de prensa, pero finalmente pasó a la historia este hecho porque muchos críticos literarios, reporteros y especialistas consideraron que Johnson no obtuvo el premio debido a que su libro era literalmente una plaquette. The pale king roza las 500 páginas y Swamplandia! posee 400 fojas.

Lo único cierto es que Train dreams envejeció muy bien. No es parte del museo de la novela posmoderna, como ocurre con The pale king; tampoco podría definirse como una llamarada de petate que refrescó el viento narrativo anglosajón, como la novela debut de la señorita Russell. De hecho, el libro de Johnson adquiere una resonancia mayor ahora. Si compara este nouvelle con el premio Pulitzer 2017, The underground railroad, de Colson Whitehead, notará que las historias están hermanadas. Colson resignificó al ferrocarril, es decir, da la impresión de que toma el final de Train dreams para recordarnos otra historia horrenda del pasado: la esclavitud. Esa siempre afortunada metáfora del futuro y el progreso, el tren, está bien trabajada en la novela de Whitehead, quien subraya la importancia de decisiones urgentes en un país convulso. De eso hablamos la siguiente semana.