Anituy Rebolledo Ayerdi

Acapulco 1614: La misión japonesa de Tsunenaga Hasekura

Los acapulqueños despertaron aquella mañana (25 de enero de 1614) aturdidos y medrosos por el retumbo de la artillería defensora del puerto (el Fuerte de San Diego estará enhiesto hasta febrero de 1617).

No era                     por cierto nada nuevo. Los cañones tronaban con frecuencia, particularmente cuando alguna nave pirata intentaba, sin nunca conseguirlo, penetrar a la bahía para robarse la plata de la Nao de Manila. Tranquilizados luego de conocer la identidad del fuego, salvas de bienvenida para una embarcación extranjera, nativos y turistas se sumarán a la algarabía de la recepción.

La nao San Juan Bautista penetra lentamente a la bahía; enorme, misteriosa. Matsumaru, la llaman los japoneses. Está empavesada con símbolos e insignias extrañas y gran colorido y las voces ininteligibles de sus tripulantes crean una caótica sinfonía en tonos agudos.

Reunidos en torno a la bahía, los porteños van de ¡ahhh! en ¡ahhh! según la nave se acerque y deje conocer sus detalles. El más prolongado se dará cuando suba a cubierta                     un hombre uniformado a la usanza guerrera oriental y junto con él decenas de pequeños hombres y mujeres de ojos rasgados. El vestuario de ellos provocará la admiración general por bellos y exóticos.

Es Rokuemon Tsunenaga Hasekura, capitán de arcabuceros del príncipe de Japón y señor de Sendai, Osyú Daté Masumane. Es también                     su embajador de buena voluntad. Lo envía con dos misiones precisas y muy sentidas. Agradecer al rey de España el reloj de mesa obsequiado años atrás a su padre el emperador y besar los pies del Papa de Roma                     en señal de respeto y sumisión. Y es que el joven gobernante profesaba para entonces la religión católica, una conversión drástica tras la cual será fácil localizar el Martirio de Osaka. El futuro San Felipe de Jesús, como es bien conocido, había salido de este puerto, 25 años atrás, al encuentro con su destino.

Cuando los visitantes desembarquen participarán en un desfile lleno de colorido y exotismo que dejará perplejos a residentes y visitantes. La vanguardia será ocupada por los arcabuceros locales y su banda de pífanos y timbales. El alcalde mayor de Acapulco Juan de Mendoza Villela y el comisario del Santo Oficio, Pedro de Monroy (una especie de síndico ilustrado) marcharán junto al embajador de Oriente, seguidos por la                     comitiva japonesa formada por familiares del dignatario, comerciantes, soldados y servidumbre: 180 en total.

Visitan primero la Casa Real, luego el convento de San Francisco, ricamente ornamentado para la ocasión, terminando el desfile en la plaza de Armas. Los huéspedes serán atendidos por las familias principales del puerto, residentes todas ellas en el                     centro de la ciudad.

Por la noche, en el convento de San Francisco habrá jaleo por la posesión de algunos obsequios. Cinco pares de biombos y cinco armaduras guerreras serán los causantes de la agria disputa. Los enviaba el                     Shogún de Japón al ex Virrey don Luis de Velasco, marqués de Salinas, pero personeros del virrey Diego Fernández de Córdoba , marqués de Guadalcázar, los reclamaban para su amo.

Sólo la amenaza de los frailes de alertar a la población tocando las campanas a rebato, convenida señal de peligro, hará entrar en razón a los socios del barbón Fernández.

La caravana resulta fastuosa, espectacular e impresionante, nunca vista por ojos novohispanos. Abre el embajador Hasekura seguido por los integrantes de la misión cristiana y comercial. Vienen entre ellos tres                     franciscanos destacando Fray Luis Sotelo, confesor del príncipe nipón Osyú. Forman la                     vanguardia guardias nipones ricamente ataviados y una banda militar cuyos instrumentos rarísimos aturden por estridentes. Cierran finalmente unos 70 sirvientes, uniformados según sus desempeños.

Cuando el contingente abandone el puerto será acompañado un buen trecho del camino por un centenar de acapulqueños; a pie, a caballo y en carretas. Lo mismo sucederá en cada poblado del Camino de Asia, como se conoce la ruta a la capital de la Nueva España, cuyas bienvenidas serán festivas y ornadas con arcos triunfales. Cronistas de la época narran incrédulos cómo sirvientes del embajador regaban a su paso polvo de oro.

La pompa sonora y colorida del embajador Rokuemon Tsunenaga trastoca también a la ciudad de México donde su presencia hará salir a miles a la calle.

Hospedado en una residencia palaciega, cercana a la iglesia de San Francisco, el huésped será distinguido con las visitas del arzobispo Juan Pérez de la Serna, así como de oidores, inquisidores y nobles de la capital. Se habla de un bautizo de 78 de sus criados, apadrinados por la alta nobleza de la ciudad, confirmados por el                     arzobispo de la ciudad de México. El capitán japonés esperará recibir el sacramento del propio Papa de Roma.

Tsunenaga Hasekura hace el viaje a Europa acompañado únicamente por su familia y unos cuantos principales. En Madrid será recibido por el rey de España Felipe III, el 30 de enero de 1615, y nueve meses más tarde en el Vaticano por el Papa Paulo V. Cuando se produzca este último inusitado encuentro,                       la persecución religiosa habrá vuelto a la isla del Sol Naciente, particularmente contra la fe cristiana.

El hombre que prologa la historia de las relaciones méxico-japonesas, solo formalizadas tres siglos más tarde, está de nuevo en Acapulco.

No es el mismo capitán de arcabuceros de hace cuatro años. Las lecturas, el trato con varias otras culturas y la profundización en la religión católica lo ha convertido en un humanista universal. Y no es el mismo sencillamente porque ahora responde al nombre de Felipe Francisco Rokuemon Tsunenaga Hasekura, en evidente homenaje al mexicano sacrificado en su tierra. Retornará al Japón con su comitiva, a bordo del Date Maru, el 2 de abril de 1618.

Cuando apenas toque costas niponas, Felipe Francisco Rokuemon conocerá la pérdida de cuatro frailes que habían viajado con él. Sufrirá por mucho tiempo el remordimiento de no haber podido hacer nada por ellos.                     Nada, en realidad, cuando los religiosos opten por morir en la hoguera antes de abjurar a la fe cristiana.

Todo este intercambio de obsequios, luego diplomático al más alto nivel, se había comenzado con el encallamiento en costas niponas del galeón español San Francisco, cargado con 2 millones de pesos. Enterado del naufragio, el Shogun Minamoto Hidetada, dispondrá la carena y el avituallamiento de la nave para que pudiera proseguir su viaje. “Por la voluntad de Dios nos salvamos y nadie tocó un sólo duro de nuestro tesoro”, escribirá                     don Rodrigo de Vivero y Velasco, gobernador de Nueva Galicia, en su calidad de jefe de aquella misión.

Vivero y Velasco, una vez en la Nueva España, narra tal aventura a su primo el Virrey don Luis de Velasco, exaltando la generosidad y honradez japonesas. Será                     entonces cuando el esclarecido gobernante decida agradecer el noble y desinteresado gesto y se le ocurre para hacerlo una embajada con Sebastián Vizcaíno a la cabeza. Y diciendo y haciendo. El navegante zarpa de Acapulco, a bordo de la nave San Francisco, el 11 de febrero de 1611.

Vizcaíno llega a Japón cargado de regalos del Virrey Velasco para el Shogun Ieyasu: un reloj de mesa fabricado en Madrid, un rollo de papel, dos barricas de vino español, un carrete de listón con galón de oro para el calzado, dos sillas de montar y tres óleos con figuras españolas –el dichoso reloj de mesa será el primero conocido en todo aquél imperio, constituyendo el antecedente remotísima de la moderna y pujante industria relojera japonesa. Nos dicen que se conserva en el templo de Kun San.

Debe anotarse que Vizcaíno, habiendo perdido el galeón San Francisco, construirá otro con anuencia del Shogun Ieyasu y lo llamará San Juan Bautista. El mismo que zarpará del puerto de Tsukinoura, Japón, el 22 de octubre de 1613, con destino al de Acapulco, transportando a la embajada de Hasekura. Vizcaíno será desembarcado enfermo en Zacatula, asumiendo el mando de la nave el franciscano Luis Sotelo.

Por esos años, el virrey Diego Fernández de Córdova favorecerá a su tocayo Diego López de Valseca con la concesión de unos terrenos localizados muy cerca de Acapulco, a la vera del Camino de Asia y perteneciente a una gran comunidad indígena. Allí funcionará por muchos años la Estancia Valseca en cuyo derredor se formará el actual poblado de Xaltianguis.

El regreso al puerto de Felipe Francisco Tsuenenga Hasekura Rokuemon tendrá lugar 355 años más tarde, el 24 de octubre de 1973. En esa fecha su efigie en bronce, réplica de una erguida en Sendai, Japón, será plantada en la playa Papagayo mirando hacia donde el Sol nace. No obstante su tonelaje, Hasekura andará de aquí para allá, según el talante de las autoridades municipales, hasta llegar a la Costera, donde es cobijado por frescas palmeras. Vivero y Velasco, una vez en la Nueva España, narra tal aventura a su primo el Virrey don Luis de Velasco, exaltando la generosidad y honradez japonesas. Será entonces cuando el esclarecido gobernante decida agradecer el noble y desinteresado gesto y se le ocurre para hacerlo una embajada con Sebastián Vizcaíno a la cabeza. Y diciendo y haciendo. El navegante zarpa de Acapulco, a bordo de la nave San Francisco, el 11 de febrero de 1611.

Vizcaíno llega a Japón cargado de regalos del Virrey Velasco para el Shogun Ieyasu: un reloj de mesa fabricado en Madrid, un rollo de papel, dos barricas de vino español, un carrete de listón con galón de oro para el calzado, dos sillas de montar y tres óleos con figuras españolas –el dichoso reloj de mesa será el primero conocido en todo aquél imperio, constituyendo el antecedente remotísima de la moderna y pujante industria relojera japonesa. Nos dicen que se conserva en el templo de Kun San.

Debe anotarse que Vizcaíno, habiendo perdido el galeón San Francisco, construirá otro con anuencia del Shogun Ieyasu y lo llamará San Juan Bautista. El mismo que zarpará del puerto de Tsukinoura, Japón, el 22 de octubre de 1613, con destino al de Acapulco, transportando a la embajada de Hasekura. Vizcaíno será desembarcado enfermo en Zacatula, asumiendo el mando de la nave el franciscano Luis Sotelo.

Por esos años, el virrey Diego Fernández de Córdova favorecerá a su tocayo Diego López de Valseca con la concesión de unos terrenos localizados muy cerca de Acapulco, a la vera del Camino de Asia y perteneciente a una gran comunidad indígena. Allí funcionará por muchos años la Estancia Valseca en cuyo derredor se formará el actual poblado de Xaltianguis.

El regreso al puerto de Felipe Francisco Tsuenenga Hasekura Rokuemon tendrá lugar 355 años más tarde, el 24 de octubre de 1973. En esa fecha su efigie en bronce, réplica de una erguida en Sendai, Japón, será plantada en la playa Papagayo mirando hacia donde el Sol nace. No obstante su tonelaje, Hasekura andará de aquí para allá, según el talante de las autoridades municipales, hasta llegar a la Costera, donde es cobijado por frescas palmeras.