Yee Trujillo
Día 19 desde Otis. Al caer la noche y seguir a oscuras en la colonia Jardín Mangos la ansiedad ha vuelto. Me sorprendió de golpe, igual que el huracán, después de tantos días de limpieza, de cansancio, de filas para todo, de buscar hielo para la insulina de mi mamá, de ver las calles, casas y edificios de mi ciudad devastada; los montones de basura por doquier, con colchones, muebles y aparatos inservibles; las polvaredas y la rapiña que duró varios días, como si Acapulco fuera un pueblo sin ley.
La del martes 24 era una noche estrellada, sin viento, sin lluvia, nos quedamos sin electricidad a las 10, aunque no había señales del huracán, y prácticamente había sido una temporada sin tormentas, con problemas de sequía. “Se desvió”, pensé ingenuamente, aunque mi primo insistía en que el ojo del huracán pasaría por Pie de la Cuesta. Tomé mi clonazepam y me acosté.
A eso de la 1:30 de la madrugada me despertaron las ráfagas de aire que filtraban la lluvia con hojas y tierra por el techo de lámina galvanizada, en la que azotaban objetos de otras casas. Repetidas veces me cambié de ropa, hasta que acepté que me quedaría empapada. Las pesadas puertas de herrería corredizas se abrían solas, aunque el pasador estuviera puesto. Los perros temblaban de miedo y mi mamá se hacía la fuerte. Una lámina de otra casa se detuvo durante unos minutos, sostenida en el aire contra un ventanal de herrería del primer piso, frente a nosotras, y después el mismo viento la arrancó de golpe.
Hasta que pude entrar al resto de la casa vi que no quedó ni un librero en pie, las cortinas estaban desprendidas o desgarradas, había agua de lluvia hasta en la estufa, puertas de roperos de madera rotas por el mismo viento, que después las vecinas dirían que a ratos sonaba como “lamentos” y que describirían como “tornados” dentro de las casas.
Las escaleras quedaron obstruidas por libros, adornos, lámparas y ropa. La planta baja parecía una casa abandonada, con montones de recuerdos convertidos en basura, pedazos de esferas, vidrio y cerámica regados; hojas de árboles y tierra, que el aire y la lluvia pegaron en las paredes, muebles y aparatos.
Después de resguardar a los perros y ver que no había nada por hacer bajo la lluvia, con el viento ensordecedor, sin señal telefónica y en la oscuridad, me quedé sentada, mojada, temblando, mientras mi mamá se resignó a acostarse en la cama totalmente mojada, al igual que toda nuestra ropa y sábanas, hasta que amaneció y pudimos ver la devastación desde la terraza: Contados techos de lámina soportaron, algunos árboles y palmeras habían resistido el embate del huracán, pero sin ramas, los cerros sin vegetación, pero todos los vecinos estábamos completos.
Al no poder arrancarla de raíz, el viento partió el tronco de la palmera del patio y cayó en la barda de una vecina, sin causar daño, y fue entonces que razoné que, de haber caído en dirección contraria, no estaría usted leyendo esto. Como pudimos, tres adultos macheteamos durante horas la palmera para que dejara de estar recargada en el techo de la adulta mayor, que de por sí ya había perdido todo su techo. Las llamadas al 072 o a los bomberos ni siquiera daban tono.
Fue hasta el segundo día cuando supimos que todo Acapulco estaba igual, cuando la gente trató de cruzar hacia el centro caminando, para buscar a sus familiares o reportarse en sus trabajos.
No hubo señal de telefonía celular y hasta la fecha no se restablece totalmente. La gente aún tiene que subir a la parte alta de la calle Melocotones y avenida Palmas para hacer llamadas, pero eso no fue obstáculo para que circularan de boca en boca todos los saqueos, los robos en casas y que después había aparecido en una calle de la colonia el cuerpo de uno de los supuestos ladrones.
Fue hasta hace unos días que, de vez en cuando, se ve a alguna patrulla policiaca circulando por la avenida Mangos.
Entonces, cuando nos repusimos del impacto y limpiamos un poco, empezó la desesperación por buscar víveres, agua, hielo, gasolina, más insulina en el caso de mi mamá, que llevaba días inyectándose una dosis menor, sin decirlo para no preocuparme, y aunque los saqueos seguían, también apareció la solidaridad entre las familias, seres queridos que llegaron desde otras ciudades a ver a los suyos y llevarles alimento, vecinos que conseguían un bidón de gasolina para otros o que compraban en otra ciudad un generador de electricidad, para que los demás cargáramos los celulares y guardáramos algo en sus refrigeradores.
Los vecinos poco a poco arreglan sus casas, algunos con láminas “rescatables” que encontraron tiradas o las que trataron de enderezar, e incluso con lonas, porque la ayuda material no llega y temen que vuelva a llover.
Los cerros de la zona amanecen cubiertos por una nube de humo, ante la falta de recolección de toda la vegetación y basura.
Hay quienes apoyan a otros a levantar los escombros, a cortar árboles para abrir paso, preguntan a los demás si les falta comida, agua y hasta croquetas para nuestros fieles animales de compañía, y un grupo de jóvenes colocó en la calle una lámpara solar en un poste, para al menos devolvernos un poco de sensación de seguridad.
Esta vez en la colonia no se observó movimiento por el Día de Muertos, como cada año, no hubo platillos para altares, ni tamales nejos, ni flores, apenas conseguíamos velas para alumbrarnos, ni visitamos los panteones para llevar las coronas que ya teníamos listas para mi papá y mis abuelos, por temor a encontrar caminos intransitables como las calles de nuestra colonia, obstruidas por láminas, tinacos, postes y árboles. “Nos veremos en tu cumpleaños, pa. Espérame, por favor”, me repito desde el día 1.
Mañana será otro día y, poco a poco, con las fuerzas que los acapulqueños sacamos de no sé dónde, y la ayuda de quienes han llegado desde otros estados, volveremos a la normalidad en nuestra querida ciudad.