Óscar Ricardo Muñoz Cano
El viento atraviesa las rendijas y silba, todo silba. Luego, ruge. Todo ruge. Y en veces gime para volver a rugir. Nada se parece al sonido de un huracán cuando aparece: es único, inconfundible y hasta en un momento dado, maravilloso.
En la oscuridad, Padre, Madre e Hija se arrinconan en un cuarto mientras la lluvia se cuela por las ventanas y hace charcos en el piso. Es miércoles, de madrugada, y el huracán Otis llega desde el mar y llega con todo.
Las ráfagas de 315 kilómetros por hora golpean la casita y ésta cruje, la familia sólo percibe las sombras de los árboles que bailan con violencia, las de los coches que se sacuden; escuchan las tejas de barro que vuelan encima de ellos y después se azotan contra el piso. Una de ellas rompe una ventana. Padre se inquieta, Madre reza, Hija tiembla.
La casa resiste, sí, pero en unas horas se hundirá con la crecida de un brazo del río de La Sabana que pasa cerca de ahí.
¡Pérdida total!, ¡Pérdida total!, grita Padre mientras reparte bolsas para echar cada quien lo más importante de cada uno y salir corriendo en la oscuridad, en medio de la lluvia, hacia cualquier lado tratando de zafarse del lodo, mucho lodo, y agua, mucha agua hasta la cintura.
En minutos, una familia empapada y sin nada, en compañía de otras familias igual de desamparadas viendo como todo desaparece; “Rinconada ha sido tragada por el río”, grita entre llanto una señora desesperada, “lo perdí todo”, lamenta un viejo, “siempre es posible lo peor”, piensa Padre mientras se lleva la mano al abdomen. Hija llora.
***
La lluvia finalmente se detiene y se asoma la luz del día. A lo lejos y sin que nadie se dé cuenta el mar sana su enfermedad tropical. A lo cerca las cosas muertas.
En la cancha deportiva de la colonia unos tiemblan, otros lloran y unos más gritan; todos dicen lo mismo con diferentes palabras: estamos solos y por ende vulnerables.
Padre e Hija están sentados en el piso frío de cemento, aún mojados, y con ellos el perro (se me olvidaba el perro) que nervioso no deja de ladrar.
Madre va y viene buscando si no faltan vecinos –a uno lo sacaron apenas vivo en silla de ruedas– y encuentra así consuelo entre la multitud.
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Dicen, toda la colonia Luis Donaldo Colosio fue tragada por el agua. Que también Llano Largo. Que toda la zona Diamante… El morbo mueve a la comunidad y la familia que ahora comparte con otras familias el techo de una casita sobreviviente comparte también su historia.
Reportero, dice Padre; empleada, dice Madre, yo sólo tengo once años, dice Hija.
Sin casa, sin cosas pero juntos, “como mueganitos”, se dicen entre ellos para darse valor.
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Padre y Madre salen en busca de noticias y recorren caminos que apenas reconocen: árboles caídos, más tejas rotas, autos destruidos y agua, mucha agua aún.
Avanzan sobre el bulevar de Las Naciones al que ahora ven ligero de árboles, autos volcados, lleno de escombros y edificios desnudos unos, desaparecidos otros. Está claro: le ha caído una bomba a Acapulco y lo ha destruido.
A lo lejos, una muchedumbre enardecida y cuyo volumen va en aumento a medida que Padre y Madre se acercan. Miles no esperaron a que el agua bajara para saquear el WalMart y toda su plaza comercial. Hay quien dice que empezaron luego, luego que pasó la fuerza del aire, de madrugada.
Pasará lo mismo con los Oxxos, con los Modeloramas, con las gasolineras y todo aquel negocio del que se pudiera arrancar algo.
En todos los casos, los pocos guardias que no huyeron con el huracán ahora corren y en su diario Ana Frank se pregunta: ¿por qué los hombres han enloquecido así?
Padre y Madre se alejan y llegan al paso a desnivel del bulevar y la Colosio tan solo para mirar que efectivamente una bomba ha caído.
Un brazo de río continúa arrojando agua interrumpiendo el paso sobre el bulevar y asilados como están alcanzan a balbucear con la poca señal de telefonía que queda: “estamos bien, mañana conseguiremos transporte, nos vamos a mover”.
¿Nos vamos a mover?, pregunta Padre, mientras se lleva las manos al abdomen. Sí, a casa de mis papás, al otro lado de la ciudad. Ellos tienen camioneta, contesta Madre.
Sin saber cómo, pasan la primera noche.
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Relata Madre: “Soy de una familia donde la mujer lleva las riendas. Mi esposo tiene problemas: hace dos años se le extirpó un tumor del colon, va en su tercera colostomía y luego de siete cirugías no ha quedado bien. Además, el deseo de salir y sacar a mi familia después de dos días atrapada, suma”.
Así, el jueves, después de las 11 de la mañana y con los dedos de los pies lacerados por andar en el agua, Madre camina los más de veinte kilómetros que la separan de sus padres.
“Sabía que no encontraría transporte, por eso me atreví a pedir aventón; una, dos, tres veces, pero nadie quería levantarme”.
Y en su camino, otras gentes, otras historias; una trabajadora de un condominio de la Bonfil que desapareció o una del hotel Princess Mundo Imperial que comentó que estaban dando de cenar a más de mil 500 mineros que vinieron a una convención cuando el huracán abrió las puertas del salón y su fuerza revolvió todo; como pudieron, muchos se refugiaron en los baños y otros pudieron correr a sus habitaciones, los empelados sólo pudimos estar en la cocina, relata.
“Soy una mujer de fe y creo que Dios se acerca al corazón de las personas para que ayuden” asegura Madre quien después de otro rato caminado bajo el rayo del sol encuentra quien se compadezca y la lleva, junto a otras mujeres, hasta lo que quedó de Las Brisas.
Ahora se trata de ayudar, dice el hombre que se niega a recibir una ayuda para su gasolina.
“Desde lo alto del cerro observamos la devastación: todas las casas que cuestan millones de pesos destrozadas, sin techos, sin vidrios y lo que más me impresionó: el propio cerro donde el hotel Las Brisas totalmente limpio”, relata Madre.
Luego, otro aventón y éste, hasta la colonia Progreso.
Madre rescata de su plática con el nuevo chofer las quejas sobre los saqueos: en lugar de estar haciendo eso deberíamos unirnos para ayudarnos y salir más rápido de lo que estamos viviendo, nos hemos vuelto muy egoístas, no pensamos en el bien colectivo, pero ya los veo más adelante preocupados por ver qué van a comer, le van a dar una mordida a la televisión que llevan o mejor aún, a ver dónde se la enchufan porque ni va a haber luz.
“Llegamos a la Base y la seriedad se acentuó en nuestras caras cuando nos recibió un gigantesco anuncio espectacular atravesado en medio de la carretera que obstruía el paso; vehículos atascados en el lodo y al fondo, el hotel Dreams desnudo, sin ventanas, sin paredes, sin fachada, sin su legendaria ceiba que yacía muerta, tirada en el piso, obstruyendo el paso… Y adelantito, cientos de paisanos míos saqueando el WalMart”.
Una vez en la Progreso, a la altura de la avenida Solidaridad y Baja California, Madre retoma el camino.
“Empecé por la Ruiz Cortines tan sólo para ver el mismo escenario. Aún hasta acá el huracán Otis se sintió; sin saber cómo por el cansancio y las laceraciones de los pies, bajé Constituyentes y acorté camino por el colegio Madrid que también fue afectado”.
Tras casi cinco horas, con el sol a plomo y sin gota de agua Madre llega a la colonia Bella Vista, “donde mis papás, y más que emocionarme me entristeció ver su casa y las casas de mis vecinos destruidas”.
“Grité, grité y grité y mis padres nunca abrieron. Fue hasta que entré por otro lado, una barda, con ayuda, cuando pude verlos tan solo para abrazarlos y llorar juntos”.
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El hombre es malo por naturaleza. Hobbes. Y el huracán Otis lo demuestran.
Simios, no gente, de ambos sexos, de distintas edades y condición social empujándose, golpeándose, aplastándose para obtener una pantalla plana, un teléfono celular, una caja de alcohol y hasta una motocicleta.
Una vez que se acabó la mercancía en WalMart toca el turno a Soriana. Padre, reportero al fin, deja a Hija a resguardo y recorre la tienda pisando el lodo, esquivando escombros, evitando carros de supermercado, salvando golpes de quienes enajenados corren entre gritos y carreras, jalando de los anaqueles cosas a granel y sin saber qué son.
Simios, no gente, golpeando con barretas los cajeros automáticos, forzando cajones, cerraduras, revolviéndolo todo.
El pueblo bueno, dice el Presidente. Sí, cómo no, ironiza Padre. Los hombres hemos nacido con el instinto de destruir, de devorar. Los acapulqueños hemos nacido con el instinto de destruir, de devorar.
Aquellas imágenes acompañarán a Padre incluso cuando ya entrada la noche Madre vaya por él y por Hija y los rescate.
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Hija escribe: “El martes 24 de octubre me acosté después de las once de la noche, no me dieron permiso para desvelarme y platicar con mis amigos en el celular a pesar de que nos dijeron que se suspendían las clases por un huracán”.
“Cuando papá dijo que nos acostaríamos todos, apagó la luz y en ese momento se fue la luz en toda la colonia. Nos reímos de su truco, pero dejé de reírme horas después cuando escuché la fuerza del huracán y luego cuando papá gritó: ¡Pérdida total!, ¡Pérdida total! y me dio una bolsa para echar las cosas más importantes para mí que una vez sentada con él en medio de la cancha de la colonia y toda mojada y toda con frío sólo pude llorar”.
“Entre todo lo que me pasó me impactó mucho ver que la gente robaba de las tiendas pero no comida o agua, sino televisiones, celulares, electrodomésticos, y sobre todo, que se puso agresiva”.
“Ahora, a pesar de estar seguros no podemos dormir porque esa agresividad se vive también en las calles: oímos gritos y balazos en medio de la oscuridad”.
“También, extraño a Zoe, una de mis mejores amigas de la escuela. En estos momentos no sé cómo le fue con el huracán, no sé si está bien o le pasó algo, y extraño no sólo su amistad sino también la de muchos de mis compañeros”.
“Papá pidió que le contestara una pregunta: ¿qué es lo que esperas en el futuro luego de vivir todo esto? Respondo: espero que la gente cambie”.
“Papá pide que haga algún comentario: pasaron cuatro días para que el gobierno entrara a la colonia y sólo lo hizo para hacer un censo. Durante los días que estuvimos por allá las ambulancias pasaron, Protección Civil pasó y sólo nos decían que ya iba a venir la ayuda. No fue cierto”.
“Papá insiste sobre la causa de mi llanto de aquel día. Lloré porque me despertaron de golpe, porque tenía sueño, lloré porque temblaba de frío, lloré por tener que entender de un minuto a otro que ya no teníamos nada. Lloré porque sólo tengo once años”.
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Padre comparte estas impresiones escritas durante los días siguientes al impacto del huracán. Comparte (comparto), porque más allá de los hoteles, los bares y la Costera, Acapulco somos quienes vivimos precisamente del otro lado de la tal Costera.
Comparte (comparto), porque finalmente Madre e Hija se encuentran a salvo y a dos semanas de los hechos, Padre pretende (pretendo) darle continuidad a las cosas, a la vida. (Con la colaboración de Dalila Colchero Prudente y Camila Muñoz Colchero).