En nueve horas Otis pasó de tormenta tropical a convertirse en un destructor huracán categoría 5

Yee Trujillo

Hace un año, a las 9 de la mañana Otis era una tormenta tropical, que en 9 horas pasó de categoría 1 a un poderoso y destructor huracán categoría 5, que afectó todas las edificaciones y servicios públicos en Acapulco y en Coyuca de Benítez.
De acuerdo con la información histórica disponible en la página de internet del Servicio Meteorológico Nacional, el ciclón comenzó a ser vigilado el 14 de octubre, cuando era una zona de inestabilidad localizada al sureste de las costas de Chiapas, y tres días después se convirtió en una zona de baja presión a 700 kilómetros al este-sureste de la desembocadura del río Suchiate, en la frontera de México y Guatemala.
Fue hasta el 22 de octubre a las 9 de la mañana que formó la depresión tropical Dieciocho-E a 850 kilómetros al sur-sureste de Acapulco, y seis horas después recibió la tipificación de tormenta tropical, 50 kilómetros más cerca de la ciudad.
Ese día a las 9 de la noche se ajustó su trayectoria con desplazamiento al noroeste y que podría impactar como tormenta en la costa de Guerrero.
Para las 3 de la madrugada del siguiente día, la tormenta presentaba desplazamiento al norte y 12 horas después cambió hacia el nor-noroeste, aproximándose al estado, a 490 kilómetros al sur-sureste de Acapulco y con una mejor organización ciclónica.
A las 3 de la madrugada del 23 de octubre ya presentaba rachas de viento de 120 kilómetros por hora y a las 6 de la mañana su centro estaba a 280 kilómetros al sur-sureste de Acapulco.
Al llegar los primeros minutos del 24 de octubre Otis continuaba como tormenta, pero a mediodía se intensificó a huracán de categoría 1 a 235 kilómetros al sur-sureste de Acapulco, con rachas de 155 kilómetros por hora.
El informe añade que el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos envió un vuelo de reconocimiento y a la 1 de la tarde determinó que los vientos máximos sostenidos habían incrementado aproximadamente hasta 175 kilómetros por hora, porque el sistema permaneció en un ambiente propicio para su fortalecimiento “con débil cizalladura vertical del viento y temperatura superficial del mar cercano a los 30 grados”.
A la una de la tarde Otis ya era huracán categoría 2, a 220 kilómetros al sur-sureste de Acapulco, dos horas después alcanzó la categoría 3 a 185 km al sur-sureste del puerto, y a las 6 de la tarde ya era categoría 4, a 135 kilómetros de distancia, vientos máximos sostenidos de 230 kilómetros por hora y rachas de 280.
A las 9 de la noche el SMN ya lo había reclasificado a categoría 5, a 90 kilómetros al sur-sureste de Acapulco, con rachas de 315 kilómetros por hora, a las 12 de la noche estaba a sólo 25 kilómetros de distancia, y 25 minutos después de la medianoche se registró que tocó tierra e incrementó “ligeramente su velocidad de desplazamiento al aproximarse a Acapulco, debido al impulso recibido en el flujo medio al desplazarse sobre la periferia del anticiclón que se localizaba sobre el sureste de México”.
Para las 3 de la madrugada del 25 de octubre el huracán ya había disminuido a categoría 4, a 40 kilómetros al nor-noroeste de Acapulco. El mismo día, a las 6 de la mañana pasó a huracán 2 y tres horas después se degradó a categoría 1, para finalmente disminuir a tormenta tropical a las 12 del día y a baja presión remanente 3 horas después, pero el ciclón ya había dejado graves daños que un año después aún pueden observarse en colonias populares, las áreas urbana y suburbana, así como las zonas turísticas de la Costera y Diamante.

Crónica de familia

Óscar Ricardo Muñoz Cano

El viento atraviesa las rendijas y silba, todo silba. Luego, ruge. Todo ruge. Y en veces gime para volver a rugir. Nada se parece al sonido de un huracán cuando aparece: es único, inconfundible y hasta en un momento dado, maravilloso.
En la oscuridad, Padre, Madre e Hija se arrinconan en un cuarto mientras la lluvia se cuela por las ventanas y hace charcos en el piso. Es miércoles, de madrugada, y el huracán Otis llega desde el mar y llega con todo.
Las ráfagas de 315 kilómetros por hora golpean la casita y ésta cruje, la familia sólo percibe las sombras de los árboles que bailan con violencia, las de los coches que se sacuden; escuchan las tejas de barro que vuelan encima de ellos y después se azotan contra el piso. Una de ellas rompe una ventana. Padre se inquieta, Madre reza, Hija tiembla.
La casa resiste, sí, pero en unas horas se hundirá con la crecida de un brazo del río de La Sabana que pasa cerca de ahí.
¡Pérdida total!, ¡Pérdida total!, grita Padre mientras reparte bolsas para echar cada quien lo más importante de cada uno y salir corriendo en la oscuridad, en medio de la lluvia, hacia cualquier lado tratando de zafarse del lodo, mucho lodo, y agua, mucha agua hasta la cintura.
En minutos, una familia empapada y sin nada, en compañía de otras familias igual de desamparadas viendo como todo desaparece; “Rinconada ha sido tragada por el río”, grita entre llanto una señora desesperada, “lo perdí todo”, lamenta un viejo, “siempre es posible lo peor”, piensa Padre mientras se lleva la mano al abdomen. Hija llora.

***

La lluvia finalmente se detiene y se asoma la luz del día. A lo lejos y sin que nadie se dé cuenta el mar sana su enfermedad tropical. A lo cerca las cosas muertas.
En la cancha deportiva de la colonia unos tiemblan, otros lloran y unos más gritan; todos dicen lo mismo con diferentes palabras: estamos solos y por ende vulnerables.
Padre e Hija están sentados en el piso frío de cemento, aún mojados, y con ellos el perro (se me olvidaba el perro) que nervioso no deja de ladrar.
Madre va y viene buscando si no faltan vecinos –a uno lo sacaron apenas vivo en silla de ruedas– y encuentra así consuelo entre la multitud.

***

Dicen, toda la colonia Luis Donaldo Colosio fue tragada por el agua. Que también Llano Largo. Que toda la zona Diamante… El morbo mueve a la comunidad y la familia que ahora comparte con otras familias el techo de una casita sobreviviente comparte también su historia.
Reportero, dice Padre; empleada, dice Madre, yo sólo tengo once años, dice Hija.
Sin casa, sin cosas pero juntos, “como mueganitos”, se dicen entre ellos para darse valor.
***

Padre y Madre salen en busca de noticias y recorren caminos que apenas reconocen: árboles caídos, más tejas rotas, autos destruidos y agua, mucha agua aún.
Avanzan sobre el bulevar de Las Naciones al que ahora ven ligero de árboles, autos volcados, lleno de escombros y edificios desnudos unos, desaparecidos otros. Está claro: le ha caído una bomba a Acapulco y lo ha destruido.
A lo lejos, una muchedumbre enardecida y cuyo volumen va en aumento a medida que Padre y Madre se acercan. Miles no esperaron a que el agua bajara para saquear el WalMart y toda su plaza comercial. Hay quien dice que empezaron luego, luego que pasó la fuerza del aire, de madrugada.
Pasará lo mismo con los Oxxos, con los Modeloramas, con las gasolineras y todo aquel negocio del que se pudiera arrancar algo.
En todos los casos, los pocos guardias que no huyeron con el huracán ahora corren y en su diario Ana Frank se pregunta: ¿por qué los hombres han enloquecido así?
Padre y Madre se alejan y llegan al paso a desnivel del bulevar y la Colosio tan solo para mirar que efectivamente una bomba ha caído.
Un brazo de río continúa arrojando agua interrumpiendo el paso sobre el bulevar y asilados como están alcanzan a balbucear con la poca señal de telefonía que queda: “estamos bien, mañana conseguiremos transporte, nos vamos a mover”.
¿Nos vamos a mover?, pregunta Padre, mientras se lleva las manos al abdomen. Sí, a casa de mis papás, al otro lado de la ciudad. Ellos tienen camioneta, contesta Madre.
Sin saber cómo, pasan la primera noche.

***

Relata Madre: “Soy de una familia donde la mujer lleva las riendas. Mi esposo tiene problemas: hace dos años se le extirpó un tumor del colon, va en su tercera colostomía y luego de siete cirugías no ha quedado bien. Además, el deseo de salir y sacar a mi familia después de dos días atrapada, suma”.
Así, el jueves, después de las 11 de la mañana y con los dedos de los pies lacerados por andar en el agua, Madre camina los más de veinte kilómetros que la separan de sus padres.
“Sabía que no encontraría transporte, por eso me atreví a pedir aventón; una, dos, tres veces, pero nadie quería levantarme”.
Y en su camino, otras gentes, otras historias; una trabajadora de un condominio de la Bonfil que desapareció o una del hotel Princess Mundo Imperial que comentó que estaban dando de cenar a más de mil 500 mineros que vinieron a una convención cuando el huracán abrió las puertas del salón y su fuerza revolvió todo; como pudieron, muchos se refugiaron en los baños y otros pudieron correr a sus habitaciones, los empelados sólo pudimos estar en la cocina, relata.
“Soy una mujer de fe y creo que Dios se acerca al corazón de las personas para que ayuden” asegura Madre quien después de otro rato caminado bajo el rayo del sol encuentra quien se compadezca y la lleva, junto a otras mujeres, hasta lo que quedó de Las Brisas.
Ahora se trata de ayudar, dice el hombre que se niega a recibir una ayuda para su gasolina.
“Desde lo alto del cerro observamos la devastación: todas las casas que cuestan millones de pesos destrozadas, sin techos, sin vidrios y lo que más me impresionó: el propio cerro donde el hotel Las Brisas totalmente limpio”, relata Madre.
Luego, otro aventón y éste, hasta la colonia Progreso.
Madre rescata de su plática con el nuevo chofer las quejas sobre los saqueos: en lugar de estar haciendo eso deberíamos unirnos para ayudarnos y salir más rápido de lo que estamos viviendo, nos hemos vuelto muy egoístas, no pensamos en el bien colectivo, pero ya los veo más adelante preocupados por ver qué van a comer, le van a dar una mordida a la televisión que llevan o mejor aún, a ver dónde se la enchufan porque ni va a haber luz.
“Llegamos a la Base y la seriedad se acentuó en nuestras caras cuando nos recibió un gigantesco anuncio espectacular atravesado en medio de la carretera que obstruía el paso; vehículos atascados en el lodo y al fondo, el hotel Dreams desnudo, sin ventanas, sin paredes, sin fachada, sin su legendaria ceiba que yacía muerta, tirada en el piso, obstruyendo el paso… Y adelantito, cientos de paisanos míos saqueando el WalMart”.
Una vez en la Progreso, a la altura de la avenida Solidaridad y Baja California, Madre retoma el camino.
“Empecé por la Ruiz Cortines tan sólo para ver el mismo escenario. Aún hasta acá el huracán Otis se sintió; sin saber cómo por el cansancio y las laceraciones de los pies, bajé Constituyentes y acorté camino por el colegio Madrid que también fue afectado”.
Tras casi cinco horas, con el sol a plomo y sin gota de agua Madre llega a la colonia Bella Vista, “donde mis papás, y más que emocionarme me entristeció ver su casa y las casas de mis vecinos destruidas”.
“Grité, grité y grité y mis padres nunca abrieron. Fue hasta que entré por otro lado, una barda, con ayuda, cuando pude verlos tan solo para abrazarlos y llorar juntos”.

***

El hombre es malo por naturaleza. Hobbes. Y el huracán Otis lo demuestran.
Simios, no gente, de ambos sexos, de distintas edades y condición social empujándose, golpeándose, aplastándose para obtener una pantalla plana, un teléfono celular, una caja de alcohol y hasta una motocicleta.
Una vez que se acabó la mercancía en WalMart toca el turno a Soriana. Padre, reportero al fin, deja a Hija a resguardo y recorre la tienda pisando el lodo, esquivando escombros, evitando carros de supermercado, salvando golpes de quienes enajenados corren entre gritos y carreras, jalando de los anaqueles cosas a granel y sin saber qué son.
Simios, no gente, golpeando con barretas los cajeros automáticos, forzando cajones, cerraduras, revolviéndolo todo.
El pueblo bueno, dice el Presidente. Sí, cómo no, ironiza Padre. Los hombres hemos nacido con el instinto de destruir, de devorar. Los acapulqueños hemos nacido con el instinto de destruir, de devorar.
Aquellas imágenes acompañarán a Padre incluso cuando ya entrada la noche Madre vaya por él y por Hija y los rescate.

***

Hija escribe: “El martes 24 de octubre me acosté después de las once de la noche, no me dieron permiso para desvelarme y platicar con mis amigos en el celular a pesar de que nos dijeron que se suspendían las clases por un huracán”.
“Cuando papá dijo que nos acostaríamos todos, apagó la luz y en ese momento se fue la luz en toda la colonia. Nos reímos de su truco, pero dejé de reírme horas después cuando escuché la fuerza del huracán y luego cuando papá gritó: ¡Pérdida total!, ¡Pérdida total! y me dio una bolsa para echar las cosas más importantes para mí que una vez sentada con él en medio de la cancha de la colonia y toda mojada y toda con frío sólo pude llorar”.
“Entre todo lo que me pasó me impactó mucho ver que la gente robaba de las tiendas pero no comida o agua, sino televisiones, celulares, electrodomésticos, y sobre todo, que se puso agresiva”.
“Ahora, a pesar de estar seguros no podemos dormir porque esa agresividad se vive también en las calles: oímos gritos y balazos en medio de la oscuridad”.
“También, extraño a Zoe, una de mis mejores amigas de la escuela. En estos momentos no sé cómo le fue con el huracán, no sé si está bien o le pasó algo, y extraño no sólo su amistad sino también la de muchos de mis compañeros”.
“Papá pidió que le contestara una pregunta: ¿qué es lo que esperas en el futuro luego de vivir todo esto? Respondo: espero que la gente cambie”.
“Papá pide que haga algún comentario: pasaron cuatro días para que el gobierno entrara a la colonia y sólo lo hizo para hacer un censo. Durante los días que estuvimos por allá las ambulancias pasaron, Protección Civil pasó y sólo nos decían que ya iba a venir la ayuda. No fue cierto”.
“Papá insiste sobre la causa de mi llanto de aquel día. Lloré porque me despertaron de golpe, porque tenía sueño, lloré porque temblaba de frío, lloré por tener que entender de un minuto a otro que ya no teníamos nada. Lloré porque sólo tengo once años”.

***

Padre comparte estas impresiones escritas durante los días siguientes al impacto del huracán. Comparte (comparto), porque más allá de los hoteles, los bares y la Costera, Acapulco somos quienes vivimos precisamente del otro lado de la tal Costera.
Comparte (comparto), porque finalmente Madre e Hija se encuentran a salvo y a dos semanas de los hechos, Padre pretende (pretendo) darle continuidad a las cosas, a la vida. (Con la colaboración de Dalila Colchero Prudente y Camila Muñoz Colchero).

La llegada de Otis a la Jardín Mangos

Tramos de barda caída, láminas galvanizadas, árboles y un poste de luz derribados, así como butacas amontonadas en la primaria Ignacio Manuel Altamirano de la colonia Jardín Mangos, a 22 días del paso del huracán Otis Foto: Yee Trujillo

Yee Trujillo

Día 19 desde Otis. Al caer la noche y seguir a oscuras en la colonia Jardín Mangos la ansiedad ha vuelto. Me sorprendió de golpe, igual que el huracán, después de tantos días de limpieza, de cansancio, de filas para todo, de buscar hielo para la insulina de mi mamá, de ver las calles, casas y edificios de mi ciudad devastada; los montones de basura por doquier, con colchones, muebles y aparatos inservibles; las polvaredas y la rapiña que duró varios días, como si Acapulco fuera un pueblo sin ley.
La del martes 24 era una noche estrellada, sin viento, sin lluvia, nos quedamos sin electricidad a las 10, aunque no había señales del huracán, y prácticamente había sido una temporada sin tormentas, con problemas de sequía. “Se desvió”, pensé ingenuamente, aunque mi primo insistía en que el ojo del huracán pasaría por Pie de la Cuesta. Tomé mi clonazepam y me acosté.
A eso de la 1:30 de la madrugada me despertaron las ráfagas de aire que filtraban la lluvia con hojas y tierra por el techo de lámina galvanizada, en la que azotaban objetos de otras casas. Repetidas veces me cambié de ropa, hasta que acepté que me quedaría empapada. Las pesadas puertas de herrería corredizas se abrían solas, aunque el pasador estuviera puesto. Los perros temblaban de miedo y mi mamá se hacía la fuerte. Una lámina de otra casa se detuvo durante unos minutos, sostenida en el aire contra un ventanal de herrería del primer piso, frente a nosotras, y después el mismo viento la arrancó de golpe.
Hasta que pude entrar al resto de la casa vi que no quedó ni un librero en pie, las cortinas estaban desprendidas o desgarradas, había agua de lluvia hasta en la estufa, puertas de roperos de madera rotas por el mismo viento, que después las vecinas dirían que a ratos sonaba como “lamentos” y que describirían como “tornados” dentro de las casas.
Las escaleras quedaron obstruidas por libros, adornos, lámparas y ropa. La planta baja parecía una casa abandonada, con montones de recuerdos convertidos en basura, pedazos de esferas, vidrio y cerámica regados; hojas de árboles y tierra, que el aire y la lluvia pegaron en las paredes, muebles y aparatos.
Después de resguardar a los perros y ver que no había nada por hacer bajo la lluvia, con el viento ensordecedor, sin señal telefónica y en la oscuridad, me quedé sentada, mojada, temblando, mientras mi mamá se resignó a acostarse en la cama totalmente mojada, al igual que toda nuestra ropa y sábanas, hasta que amaneció y pudimos ver la devastación desde la terraza: Contados techos de lámina soportaron, algunos árboles y palmeras habían resistido el embate del huracán, pero sin ramas, los cerros sin vegetación, pero todos los vecinos estábamos completos.
Al no poder arrancarla de raíz, el viento partió el tronco de la palmera del patio y cayó en la barda de una vecina, sin causar daño, y fue entonces que razoné que, de haber caído en dirección contraria, no estaría usted leyendo esto. Como pudimos, tres adultos macheteamos durante horas la palmera para que dejara de estar recargada en el techo de la adulta mayor, que de por sí ya había perdido todo su techo. Las llamadas al 072 o a los bomberos ni siquiera daban tono.
Fue hasta el segundo día cuando supimos que todo Acapulco estaba igual, cuando la gente trató de cruzar hacia el centro caminando, para buscar a sus familiares o reportarse en sus trabajos.
No hubo señal de telefonía celular y hasta la fecha no se restablece totalmente. La gente aún tiene que subir a la parte alta de la calle Melocotones y avenida Palmas para hacer llamadas, pero eso no fue obstáculo para que circularan de boca en boca todos los saqueos, los robos en casas y que después había aparecido en una calle de la colonia el cuerpo de uno de los supuestos ladrones.
Fue hasta hace unos días que, de vez en cuando, se ve a alguna patrulla policiaca circulando por la avenida Mangos.
Entonces, cuando nos repusimos del impacto y limpiamos un poco, empezó la desesperación por buscar víveres, agua, hielo, gasolina, más insulina en el caso de mi mamá, que llevaba días inyectándose una dosis menor, sin decirlo para no preocuparme, y aunque los saqueos seguían, también apareció la solidaridad entre las familias, seres queridos que llegaron desde otras ciudades a ver a los suyos y llevarles alimento, vecinos que conseguían un bidón de gasolina para otros o que compraban en otra ciudad un generador de electricidad, para que los demás cargáramos los celulares y guardáramos algo en sus refrigeradores.
Los vecinos poco a poco arreglan sus casas, algunos con láminas “rescatables” que encontraron tiradas o las que trataron de enderezar, e incluso con lonas, porque la ayuda material no llega y temen que vuelva a llover.
Los cerros de la zona amanecen cubiertos por una nube de humo, ante la falta de recolección de toda la vegetación y basura.
Hay quienes apoyan a otros a levantar los escombros, a cortar árboles para abrir paso, preguntan a los demás si les falta comida, agua y hasta croquetas para nuestros fieles animales de compañía, y un grupo de jóvenes colocó en la calle una lámpara solar en un poste, para al menos devolvernos un poco de sensación de seguridad.
Esta vez en la colonia no se observó movimiento por el Día de Muertos, como cada año, no hubo platillos para altares, ni tamales nejos, ni flores, apenas conseguíamos velas para alumbrarnos, ni visitamos los panteones para llevar las coronas que ya teníamos listas para mi papá y mis abuelos, por temor a encontrar caminos intransitables como las calles de nuestra colonia, obstruidas por láminas, tinacos, postes y árboles. “Nos veremos en tu cumpleaños, pa. Espérame, por favor”, me repito desde el día 1.
Mañana será otro día y, poco a poco, con las fuerzas que los acapulqueños sacamos de no sé dónde, y la ayuda de quienes han llegado desde otros estados, volveremos a la normalidad en nuestra querida ciudad.