15 abril,2023 5:23 am

Abue

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

 

A mi abuela, por enseñarme dónde comienza y acaba el mundo.

Paul Valéry dijo que el mar siempre está recomenzando. Mi abuela, que no sabía francés, que nació en un lugar llamado San Luis Acatlán, que nunca escuchó el nombre de este poeta fallecido en París en 1945, que intuía, más por amor que por interés, las razones de mi oficio de escritor, decía lo mismo que Valéry: que el mar no puede terminarse porque siempre está inaugurándose a sí mismo, a cada rato. O mejor dicho, lo que Piedad Carmona Velázquez decía era que el mar no se acaba, sino más bien, lo que se acaba es uno.

Tuviste razón, doña Piedá: el mar allá sigue y seguirá, y tú y nosotros, nosotros todos, así como tú el lunes, en algún lugar, en cualquier momento, pues ya no.

Ya no te voy a volver a ver, Piedad, mi abuela Piedad. Créeme que me hubiera gustado enseñarte las canas que ya me están saliendo y que tú me dijeras, “¡viejos los cerros y reverdecen!”, o decirte, “mira, me parezco cada día más a mis padres” y que tú me dijeras, “¡hijo de tigre pintito!”, y luego reírnos de la necedad del día, de lo cansado que es subir escaleras después de parir siete hijos a mitad del siglo XX, de lo hermoso que son los nanches, los guanábanos y los mangos, todos en perfecta sincronía entre el amarillo y el verde, y que emanaban de tu jardín improvisado en medio de la terracería de una calle que ya no alcanzaste a ver pavimentada, reírse, pues, del calor sin intermitencias que hace en Acapulco y de lo caro que cuestan ahora las pinches tortillas. Y que tú dijeras, “que no se te olvide, Alan, mi’jo, que son diez pesos, sólo diez pesos, mi’jo, un cuarto de queso rallado, crema y unos jitomates para la salsa. Pero anótalo, cabeza de piedra, porque luego el burro trabaja doble”.

Me di cuenta que la primera vez que tu nombre arroja algún resultado en internet es para anunciar tu fallecimiento, en algunas esquelas con tu nombre completo dándole el pésame a mi padre. Así que yo, para hacer que exista otra cosa más que pura jodida tristeza asociada a ti, Piedad Carmona Velázquez, te quiero también decir algunas otras cosas.

Por ejemplo, hace unas semanas compré unas plantas en el mercado Jamaica, están alegres, floreando y sus colores algunas mañanas me recuerdan a esos verdes que decoraban los costados del río de Marquelia. Intento hacer frijoles negros así como tú me enseñaste, pero siempre hay algo que no se cumple en mi procedimiento: o me falta más epazote, o el ajo no fue generoso en la olla o la sal pecó de optimista, o simplemente yo no sé cómo mostrar lo mucho que quiero a las personas a través de la comida.

He contado bastantes veces, sobre todo en lugares tan alejados del mar de Acapulco, lugares donde hace un frío irredento, que dirigiste una fonda en el mercado central, que cocinabas caldo de tortuga, que tu sazón era insuperable o al menos ningún paladar se atrevía al gesto del menosprecio ante tu comida, que era suficiente una breve tortilla con sal para saber que al darnos de comer a mí y a mis hermanos, no sólo era la nutrición física lo que procurabas, sino otra cosa mucho más importante y quizá la única: hacernos saber que querer es, y sin mucho rebuscamiento, el sinónimo más perfecto del cuidado.

Nos cuidaste, nos enseñaste a saber dónde termina y comienza Dios, cuáles son las cosas que de verdad nos deben asustar de la noche y cuáles abrazar, que siempre se debe dar sin esperar nada a cambio, a pesar de que a ti, la vida, siendo muy honesto, te quedó debiendo algunas cosas. Me regalaste todas las maneras del fuego que pueden ser contenidas en una vela, a respetar a los muertos, a veces más que a los vivos, a cuidar la vida pequeña, a cuidarme, a irme al trabajo siempre después de haber desayunado, a no tener miedo, o al menos, a fingir que no tengo miedo, porque de dientes para afuera, ser valiente y fingir ser valiente acaba siendo lo mismo.

Ahora, abuela, vivo solo en la Ciudad de México, tengo un modesto espacio que atiendo con ciertos ademanes que aprendí de ti, como que siempre hay que ofrecerle algo a las visitas, aunque sea un vaso con agua, sonreír si los pájaros son tan amables de regalarnos su trino al acercarse a las ventanas, ponerle aluminio a la estufa para que sea más fácil quitarle el cochambre, a no pelearme con mis hermanos porque en el futuro son los únicos que me van acompañar, a guardar en mí toda la sal de las costas, y al mismo tiempo, a reconocer lo breve y también lo interminable que hay en una manzana.

¿Te acuerdas, como a los 8 años, que sabías que estaba malo de mis ojos y que decidiste darme el brutal y decidido remedio provocado por la sangre de una iguana? Dijiste, “con esto, mi’jo, ya no vas a ocupar lentes” y le ordenaste a un tío que cazara una maraña de escamas negruscas tirando casi al verde, que la maneara de sus patas, y con un movimiento uniforme –por no decir clínico– del machete, la hiciera emanar un chorro de sangre que cualquier romano clásico envidiaría para alguna de sus eternas fuentes, y también me dijiste, “ándele, póngase debajo de la sanguaza, y bébale”. Y así, la sangre caliente casi como el sol originario, la sangre todavía viva, con ganas de seguir dándole pulso a otro cuerpo, buscó vivir en mi entraña, inaugurando ese movimiento en mi garganta pueril e inexperta, o aún más, inconsciente de los estragos del rojo.

La bebí no por creyente del remedio, sino porque tú me lo dijiste. Es obvio, abuela, que no funcionó la medicina, y tú lo sabes y yo lo sé, pero esa es otra cosa que te quería decir: gracias, de verdad, gracias por todas las metáforas de la sangre, de la tierra y del dolor que me regalaste. Yo no aprendí a escribir por los libros, yo no aprendí a reconocer y fundar la vigencia de las cosas en la literatura, si aprendí qué es una metáfora, es porque tú me enseñaste que el mundo es más que saber darle la hora a cualquier transeúnte ingrato hacia nuestra prisa. Si le debo a alguien esta necedad llamada escritura es porque contigo, así, desde niño, vi que el mundo apenas alcanza para decir algo.

Sí, abuela, ahora me dedico a decir cosas. Lo que me pasa, lo que le pasa a los otros que quiero o no quiero, lo que le pasa a las cosas, y a veces, no es suficiente, en realidad, más de las veces no lo es, pero ahí estoy, entendiendo que escribir requiere la misma paciencia que se necesita para que nazca una planta, pero aún más preciso, escribir requiere de esa voluntad para que después de haber conseguido que esa planta nazca, las metáforas no se mueran.

No sé a dónde te fuiste. Sé que moriste en Phoenix, pero eso es igual a decir que moriste en cualquier parte. Da lo mismo, para mí, tú sigues ahí en ese río de San Luis Acatlán, con tu vestido morado, ese que tanto nos gustaba a los dos y que te encantaba presumirme, y que yo sé que te sentías linda con tus aretes de perlas falsas, no importa, ninguna perla fue más verdadera. Y ahí en ese río me decías, “aquí crecí, yo soy hija de esta agua y de estas piedras”, y yo te creí, y entonces yo dije, es cierto, abuela, yo soy nieto de esta agua calcinada y de estas piedras también calcinadas.

Te quisiera contar de la gente a la que amo, de lo que me duele, de los miedos que tengo y de lo mucho que extraño ir a desayunar contigo, y que me dijeras que amar es lo único verdadero de estar vivo, que el miedo es la ausencia del amor y que siempre, siempre, puedo desayunar contigo, no importa qué día de la semana sea, y sé que aunque no estés, me vas a seguir diciendo lo mismo.

A veces tengo ganas de llorar y de decirte “abuela, vamos al mercado, ya sé cómo escoger la fruta”, y que tú te sintieras orgullosa de mí porque ya no escojo la sandía menos madura. No importa, es hermoso saber que la medida de quién eres estará ligada a mí por reconocer la dulzura y la forma más plena de las cosas. Así que como metáfora, el huachinango ya no me intimida con sus espinas, ni tampoco la corona de cristo, ni tampoco saber decir que no, ni tampoco, hoy, en esta hora que escribo esto, decirte que te voy a extrañar toda mi vida, pero que al menos, intentaré en la medida de lo posible, amar cuando sea necesario, reconocer la fruta podrida que puede alojarse en cualquier corazón y, sobre todas las cosas, no dejar que nunca tu nombre se me olvide.

Sé que te puso triste cuando dejé de persignarme, pero sabes una cosa, jamás he olvidado una oración que recé contigo, una de la tantas veces que recibiste a la Virgen un 12 de diciembre en tu casa. Y sí, abuela, yo confieso que he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión.

No sé si mi padre ya te dijo algo, pero por favor, abuela, dale un último abrazo, cualquier cosa que lo haga saber que tú seguirás estando con él, con ese muchacho flaco y cansado llamado Raúl Javier Carmona. Que nos visitarás cada 1 de noviembre y cada aniversario de tu cumpleaños.

Yo, abuela, aquí sigo y seguiré haciéndome más viejo, diciendo cada tanto que ya estoy cansado, que la vida a veces no es justa, pero todo eso, créeme que no importa porque cada vez que mire el mar, el mar siempre recomenzando, sabré que estarás ahí, generosa como siempre lo fuiste, interminable como es el blanco de la impúdica espuma, y luego, sin más, algún día, si es que pasa, tener también tus años y decirle a alguien más joven que yo: “Viejos los cerros y reverdecen”.

Esto, Piedad, no es una despedida, no es un intento de acomodar la falta y el dolor que me provoca saber que ya no podré hacerte reír en medio de un regaño, esto, abuela, en realidad es un saludo, o mejor dicho, una advertencia, donde yo te aviso que estarás de manera permanente conmigo, es decir, en mi escritura.

Sin más que decirte, abrígate, seguramente hace frío, recuerda que yo estoy contigo también, y aun más, que nunca, nunca se te olvide que tu nombre es Piedad Carmona Velázquez y que yo, Alan Valdez, aprendí mi primera metáfora una tarde, con los pies remojándose en un río, mientras tú me agarrabas entre los brazos y me decías, “este río de Marquelia es como la vida, la vida que va hacia el mar, el único mar, que es el morir”.