Anituy Rebolledo Ayerdi

Hundir al Cincinatti

–¿Y por qué no mejor lo hundimos, jefe?, –interviene un campesino macilento blandiendo un machete molonco tirando a bolo.

–¡Cállate, pinche Tiburcio, no digas pendejadas!

Ya te he dicho que no te metas en pláticas de gente grande. Tú nomás oye y calla. O, ¿sabes qué?: mejor vete a ver si ya puso la marrana.

Los actores del diálogo trascrito se refieren a la presencia en la bahía de Acapulco del crucero USS Cincinatti de la Marina  de los Estados Unidos. Una presencia perturbadora   y amenazante pues sus poderosas bocas de fuego apuntan al fuerte de San Diego y a la sede de los poderes municipales.

 La rebelión

 Acapulco es la segunda ciudad de la república en secundar la rebelión del sonorense Adolfo de la Huerta contra el presidente Alvaro Obregón, por la imposición de Pluarco Elías Calles como su sucesor. Los tres son paisanos sonorenses.

El mando del alzamiento lo asume el general Rómulo Figueroa pero con tan mala suerte que a los pocos días deberá dejarlo a causa de un nacido en la entrepierna. Lo toma el coronel Crispín Sámano, cuya primera acción es la de imponerse él mismo y frente al espejo el águila y las estrellas de general.

–¿Qué grande eres Crispín– se preguntará a sí mismo metiendo la mano derecha entre la botonadura de su casaca.

Al Manco de Celaya le bastarán cuatro meses para someter a los alzados, no obstante figurar entre ellos varios generales notables a los que dará cuello sin piedad. Adolfo de la Huerta dejará tras su huida a los Estados Unidos una estela de cuatro mil muertos y muchos millones de pesos en daños. Atenderá en Los Ángeles, California, su propia escuela de canto pues tenía fama de buen tenor, razón de su apodo El Dodepecho.

Los Escudero

Acapulco tendrá como signo infamante de aquella revuelta el asesinato de Juan R. Escudero y sus hermanos Francisco y Felipe, aliados de Obregón. Un crimen pagado por las casas españolas y ejecutado a la luz del día porque no hubo quién los defendiera. También por la negativa de Juan y sus hermanos de abandonar el puerto para ponerse al frente de la resistencia obregonista en la Costa Grande.

Negativa derivada de una amenaza de doña Irene Reguera, la madre, persuadida por su confesor Florentino Díaz. La amenaza de arrojarse al pozo de agua de la casa si los muchachos la abandonaban para irse con la chusma. El cura va con el chisme al general Sámano y este aprovecha la crisis familiar para capturar a los Escudero el 15 de diciembre. Cinco días más tarde los entrega a los sicarios de los españoles y estos los asesinan con saña la madrugada del 21. La vieja se la vivirá en la iglesia, rezando.

El conflicto

¡Ahora, Acapulco! ordena Amadeo Vidales una vez que ha descabezado en Petatlán el movimiento delahuertista en la Costa Grande.

El arribo inminente al puerto de las fuerzas agraristas, presentadas como la reencarnación de las legiones de Atila, provoca un pánico demencial entre los españoles y sus socios criollos. Están convencidos de que aquellos hombres furiosos vengarán la muerte de los Escudero pasando a cuchillo a todos los españoles de Acapulco y no sólo a quienes habían urdido el asesinato de los tres hermanos.

La paranoia hace presa de la poderosa élite y sus dirigentes jugarán una última y peligrosa carta. Comisionan al cónsul de España en Acapulco, Juan Rodríguez, para que junto con su homólogo estadunidense, Harry K. Pangburn, soliciten al capitán del crucero USS Cincinatti protecciónpara las familias hispanas, como si se tratara de estadunidenses en peligro. El buque, con apenas tres años de servicio, estaba asignado a la Flota del Pacífico de la Marina de los Estados Unidos y realizaba una visita rutinaria al puerto.

Pangburg acepta el encargo aunque lo condiciona a la intervención de señor Amado Estrada, un civil inexplicablemente al mando de la guarnición militar del puerto. Un hombre bueno pero sin puta idea de aquél tenebroso enjuague. Aceptará finalmente y sólo por tratarse de las “cacas grandes” de la ciudad. Firma sin leer el pliego elaborado por el popular médico que lo mismo saca una muela que atiende un parto. Un documento insólito de un mequetrefe pidiendo la intervención de fuerzas                   extranjeras para dirimir un asunto de histeria colectiva. No menos insólita será la respuesta de aceptación.

El desembarco

El 13 de marzo de 1924 se produce, ante la extrañeza y expectación general, el desembarco de infantes de marina del USS Cincinatti, ocupando rápidamente diversos puntos de la ciudad. El capitán C. P. de Nelson se instala con su Estado Mayor en la sede del consulado de su país, una de las pocas casas “de alto” del puerto en la calle Hidalgo (hoy Telmex).

Los cónsules hispano y estadunidense caminarán por la ciudad escoltados por marines y lo mismo algunos gachupas notables. Personas, domicilios y bienes de la colonia hispana quedarán a partir de ese momento bajo la protección de la bandera yanqui. Pero para que no resulte que a Chuchita la bolsearon, familias y baúles serán embarcados en lanchas y lanchones para pernoctar alrededor de la nave extranjera.

Advirtamos que el capitán Nelson sí sabía en la que se metía. Por ello, desde su base en el consulado mantendrá comunicación con la Secretaria de Guerra y Marina, a cuya titularidad había renunciado el trágico Francisco R. Serrano, en busca de la presidencia de la República. Nelson, ante el nuevo secretario, general Francisco R. Manzo, se justifica diciendo que sólo trata de ayudar a Estrada a mantener el orden y la ley en Acapulco y en un acto humanitario proteger a las familias asustadas por la llegada de las fuerzas irregulares. No se mide cuando censura al propio Manzo por no tener en Acapulco a un jefe militar responsable.

La respuesta del general Manzo será puntual en el sentido de que ningún oficial está autorizado para solicitar ayuda militar extranjera, cualquiera que sean las circunstancias en que se encuentre y mucho menos uno irresponsable como lo reconocía el propio Nelson. El funcionario mexicano le hace saber al capitán del Cincinattique Washington está informado de su arbitrario proceder y le otorga un plazo perentorio para desalojar el puerto, antes de provocar un incidente grave entre los das dos naciones.

La avanzada

El diálogo que abre esta crónica se produce en este momento. Una avanzada de las fuerzas de Amadeo Vidales observa el movimiento de los intrusos desde el cerro de El Vigía. El grupo está al mando del guerrillero Juan Barrientos, de San Jerónimo, y es él quien habla:

–Y, qué, pues Tiburcio –se dirige a su asistente– ¿Hundimos el Concinatti?

–Ta’cabrón : ¡Ni con cien carrujos de dinamita y otros tantos de mariguana! –se responde a sí mismo…

–¿Tónse? –interviene el hombre de mayor edad de aquel comando. –¿A poco servirán nuestros cerrojos y maúseres contra los rifles y cañones de los gringos?

–Se hará como la superioridad lo determine –afirma categórico Barrientos, eludiendo la pregunta del viejo. Ora que si mi opinión vale, yo digo que hay que sacarlos a chingadazos.

La guerra

Cómo si hubiera escuchado la amenaza de Barrientos, el cónsul estadunidense estará ahora sí realmente preocupado. Ha recogido la versión de que un grupo de gachupines fragua un ataque armado de sus sicarios disfrazados de agraristas contra los marinos extranjeros. Ello con el fin avieso de provocar una respuesta desproporcionada, creando de esa manera un conflicto que “Dios guarde l’ora”. Le urge entonces entrevistarse con los jefes rebeldes                   para impedir el estallido en                   Acapulco –según                   voces apocalípticas surgidas de la cantina de Doroteo Lobato–, ni más ni menos que de la ¡Segunda Guerra Mundial!

–¡Qué cabrones exagerados, ya ni la chingan!, será el único, preciso                   y conciso comentario del alcalde porteño, Heriberto Tapia, mejor conocido como Don Beyto.

El odontólogo Pagburng se entera de que Amadeo Vidales prepara en Pie de la Cuesta su entrada a Acapulco y hasta allá viaja en su búsqueda (el cronista Rubén H Luz lo hace volar en un hidroavión delCincinatti con acuatizaje en plena laguna). Y una vez frente al general Vidales, le ruega entrar al puerto sólo cuando las fuerzas extranjeras lo hayan desalojado para evitar así el riesgo de un roce peligroso e indeseable. Por su parte, le ofrece su palabra de honor de que los gringos se retirarán al día siguiente.

–¿Y qué tal si en lugar de su palabra de honor me quedo con usted mismo y no lo suelto hasta que se hayan largado sus paisanos? –pregunta Amadeo Vidales entre serio y en broma y a Pangburn se le caen los calzones, incluso los moja.

La carcajada de los presentes hará cimbrar el “toro” donde se realiza la entrevista. Ahí están, entre otros revolucionarios de pura cepa: Baldomero Vidales (bisabuelo por cierto de una nieta del cronista); Silvestre Castro, el famoso Cirguelo; Andrés de la Cruz, Margarito Bailón, Adolfo Mandujano, Jesús Pinzón, Rosendo Cárdenas y Francisco Pino, alías El tejón de la cinta baya. Todos juramentados para echar mucha bala contra los gringos.

La salida

El 16 de marzo de 1924, muy de mañana, las banderas de señales entre el Cincimnatti y el muelle de Acapulco se agitarán repetidamente ordenando el embarque de la tropa en tierra. El último en abandonar el puerto será el capitán Nelson y antes de hacerlo dejará constancia de su indignación por haber sido engañado como un chino. Le confiará al cónsul gringo su certidumbre de que los jefes rebeldes jamás habrían permitido ningún acto de violencia contra la población civil y que por tanto los temores de los españoles nacían de sus propios prejuicios clasistas y sus malas conciencias.

La Playa Larga, a partir del fuerte de San Diego y hasta Tlacopanocha, hervirá de acapulqueños festejando la “huida de los pinches gringos con la cola entre las patas”.

La actitud de la población será prudente como lo había sido durante las 72 horas de “ocupación” No faltarán, sin embargo, los nacionalismos exaltados y las referencias históricas del más puro amor patrio. Nada tendrán que ver con el grito de Doña Bucha, de Mazanillo, cuando Nelson aborde su lancha:

–¡Chinguen a su pecosa madre, gringos semillones! ¡Qué viva México, cabrones!

Dos horas más tarde entrarán al puerto las fuerzas de Amadeo y Baldomero Vidales.

Anituy Rebolledo Ayerdi

Pónme la mano aquí, Macorina

 Las noches acapulqueñas de Chavela Vargas

 

 ¡Ponme la mano aquí,

Macorina,

pónme, la mano aquí!

Tal era el santo y seña de todas las noches. Lo acompañaba golpeando con los nudillos la caja sonora de la guitarra y su voz maliciosa, insinuante, esparcía en aquél ámbito cachondería pura. La respuesta de la parroquia será una oleada de aplausos, gritos y silbidos ni más ni menos como si se vivieran momentos culminantes de un superbowl. Un público mayoritariamente gringo, por supuesto, dejándose pastorear humildemente por El Pato, un popular y “simpático” guía de turistas. La mayor parte de ellos, en definición paleontológica de la estrella del espectáculo, estarán “más p’allá que p’acá”. Frente a la cantante de Costa Rica, güeros y güeras estarán convencidos de participar en la quintaesencia de la mexicanidad. ¡“Oh, sí, mucho bueno Macorina!”.

Allí estaba Chavela Vargas, dueña y señora de las noches irrepetibles de Acapulco, integrada su figura autóctona a uno de los más hermosos escenarios naturales del mundo, ineludible por ello para las grandes corrientes turísticas. Se vive el medio siglo XX mexicano y unos cuantos años más.

Hoy, por cierto, quienes convivieron con ella largas temporadas invernales no entienden por qué Chavela no reseña en su biografía artística las noches embriagadoras de éxito, amor y tequila en el hotel El Mirador de Acapulco. Simple olvido, quizás, que el Alzheimer no perdona.

–¡Jamás! –responde categórica una sus cuatachas de antaño. Chavela vivió aquí la que fue seguramente la pasión más intensa de su madurez, “de esas perras que te hacen llorar sangre y que nunca se olvidan”.

Aunque la exclusión podría tener su explicación en otro punto de quiebre, este diferente aunque no ajeno al primero. El derivado de su gran afición al tequila y sobre la que hoy, superada con no pocos sacrificios, puede burlarse afirmando haber puesto provocado en algún momento la crisis                 nacional del agave azul.

Tus pies dejaban la estera

y se escapaba tu saya

buscando la guardarraya

que al ver tu talle tan fino

las cañas azucareras

sellaban por el camino

para que tú las molieras

como si fueses molino

Chavela Vargas había llegado al Mirador del brazo de Teddy Stauffer, creador de La Perla y del Hotel Villa Vera. El músico suizo había descubierto en ella a una genuina “entretenedora”, al más puro estilo del show bussines gringo, sin fieles en nuestro país. Aunque costarricense, la dama tenía estilo propio para interpretar la canción mexicana, profundizaba en el sentimiento vernáculo además de poseer una dicción depurada y un fraseo intenso. Su canto era profundo, apasionado y desgarrador en ocasiones, como lo sigue siendo hoy mismo con la ganancia enorme                 del añejamiento. Su personalidad, finalmente, imponente y atractiva. Un punto más de interés para la empresa será que la señora Vargas se acompañe con su propia guitarra y no necesite por tanto de los costosos mariachis o conjuntos musicales.

Auque Chavela poseía una mata oscura de pelo cayendo como cascada sobre sus hombros, para efectos del espectáculo lo recogía con chongo atrás o bien trenzado con lazos multicolores. Tocado para un vestido consistente en pantalón y blusa blancos de manta y calzada con huaraches. Se arropará a la hora de la actuación con hermosos jorongos multicolores o elegantes capas artesanales, fascinantes a los ojos de la gringuiza. Tal es, hoy mismo, a distancia de 45 años, su singular atuendo.

La interprete tica será una magnífica adquisición para El Mirador pues su espectáculo, además de barato será muy apreciado por el turista extranjero que, viniera de donde viniera, tendrá La Quebrada como escala obligada. Resultará ventajoso para Chavela en ese terreno no tener idea del idioma inglés, o por lo menos aparentarlo, y así no caer en la tentación de establecer diálogos bobos con gringos achispados. O, peor, en la detestable propensión de quién se para frente a un micrófono de contar chistes estúpidos. Una Chavela irreverente y provocadora se burlará a placer de los hijos del Destino Manifiesto, pendejeándolos incluso, como Brozo a Bejarano, a cambio de sonrisas imbéciles.

Tus senos carne de anón

Tu boca una bendición

de guanábana madura

Y era tu fina cintura

la misma de aquél danzón

Aunque se hospedaba en el Hotel El Faro, de Rosita Salas, cuyas órdenes en El Mirador no se discutían pues era la mano derecha del dueño Carlos Barnard, la Vargas se la pasaba en el lobby chacoteando con huéspedes y empleados. Hará sus cuatachas, como ella las llamaba, a Victoria Sabah, Adalilia López (de Ruiz), Señorita Acapulco en ese tiempo; Isalia García (de Báez); la hermosa Guera Fox (de Berreatúa); María López, Vilma Villalvazo (de Sánchez) Aidé López y Alma Rebolledo (de Pano). La fotografía de esta página está dedicada a la hermana del escribidor y dice “Alma, un recuerdo de tu cuatacha Chavela Vargas”.

Ninguna de ellas, en plan de riguroso ventaneo,                 recuerda el nombre de un estrella de Hollywood                 alojada en El Mirador mientras filmaba en escenarios                 acapulqueños. Chavela se convertiría en su chaperona y que al despedirse aquella le haría un obsequio de esos que suscitan exclamaciones de ¡guauuuu! O en el caso particular de ¡Oh my good!

El suscrito conoció a ChavelaVargas siendo un adolescente. Dos o tres veces visitó la casa cuya altura identificó con algunas de su tierra. La recuerdo platicando en la sala con mi madre y mi hermana.

Ani, ven a saludar a Chavelita; ella canta en El Mirador –me llamó Toña Ayerdi pero yo me hice el desentendido. Otra vez la escuché cantar durante una reunión familiar y de plano no me gustó. Se me hizo como muy machorra e incluso desentonada. Hoy la admiro tanto como Almodóvar, su redescubridor, y la crema de la intelectualidad madrileña.

Después el amanecer

que de mis brazos te lleva

Y yo sin saber qué hacer

de aquél olor a mujer

a mango y a caña nueva

con que me llenaste al son

caliente de aquél danzón

El Rey

Un simple rumor concita en 1957 el odio nacional contra Acapulco, absurdo, estúpido. El rumor de que vacacionaba aquí Elvis Presley, al creador del rock and roll, acusado de injuriar a las damas de este país y para quien por eso mismo se levantaban                 cadalsos a lo largo y ancho del país.

El Rey, según el columnista Federico de León, de Ultimas Noticias de Excelsior, más tarde dueño del diario Avance de Acapulco, habría declarado a la televisión de su país:

–Prefiero besar a tres negras que a una mexicana.

A partir de esa frase y habida cuenta de que el rock era considerado en sus albores peor que la peste, identificado incluso con el Anticristo, una histeria nacionalista se apoderará de México demandando la cabeza del creador de Don’t Be cruel.

Anatematizado el nombre de Elvis Presley, sus canciones serán retiradas de la radio, sus películas de las salas y sus discos destruidos en auténticos autos de fe. Las buenas conciencias justificarán con ese hecho la condena eterna para el “ritmo demoníaco”, insistiendo con mayor vehemencia en una declaratoria oficial de fuera de la ley para el rock.

Se llegará a excesos ridículos como censurar la película Los chiflados del rock and roll por una escena en la que bailan la danza maldita ¡Agustín Lara y Pedro Vargas!                 Lara culpará a la “jodencia” de tamaños desfiguros.

Acapulco estará al borde de un boicot nacional tan sólo porque alguien ubica aquí al despreciable                 ofensor de la “mujer mexicana”. La sangre no llegará al río, afortunadamente, por la oportuna intervención y buenos oficios del presidente municipal Mario Romero Lopetegui. El político costeño, enrolado más tarde en la diplomacia mexicana, hará lo que tenga que hacer para demostrar que El Rey Criollo no había pisado, ni antes ni después, suelo acapulqueño.

Ni lo pisará nunca. El gobierno mexicano negará más tarde a Presley el visado para filmar aquí su película Fun in Acapulco, con la exuberante Ursula Andrews y la mexicana Elsa Cárdenas. La cinta se hará sin el fenómeno del Heartbrake Hotel aunque el producto final presentará a un Elvis tostadito por el sol acapulqueño.

No faltarán, en este torneo de colmos, quienes afirmen que el presidente Adolfo Ruiz Cortines habría acordado el sufragio femenino para desagraviar a las mexicanas de la ordinariez de Elvis Presley. Erróneamente, por supuesto. La aptitud de la mujer para votar y ser votada se había reconocido tres años atrás.

Una última palabra sobre el asunto. Presley juró no haber dicho lo que dijeron que dijo. Todo habría formado parte, pues, de una conjura perversa contra el inocente rocanrrol.

Una más. Y es que todo tiene sus asegunes. ¿ No estaría de acuerdo el lector con Elvis si le ponen enfrente, para besuquearlas todas , a Naomi Campbell, Halle Berry, Janeth Jackson y a Irma Serrano? ¡No digo!

Otra y ya. Ese 1957 fue el año de la muerte del maestro José Agustín Ramírez y el nacimiento de canciones como Eso, Te me olvidas, Sabrá Dios, La barca, Un minuto de tu amor, El reloj, Todo y nada, Franqueza y Si me comprendieras. ¡Nomás!

La noche de Chavela

Maria Luisa Villarreal Cervantes, transcrita                 por Nikito Nipongo en su libro Perlas ( Lectorum, 2001) cuenta su experiencia de una noche con La Vargas:

“¡Buenas noches, pasen, pasen!”, gorjeaba alegremente Chavela Vargas a turistas bovinos quienes respondían con afables gestos de contento. “¡Qué linda pareja! por aquí, hijitos de la chingada. A ver tú, se dirigía                 a la mujer rubia, de ojos azules y arrugadita. Si, tú, pelos de elote, tan cabroncita, ¿no? ¡Ah!, pero también pendeja, pendeja”, añadía entre risas acariciadoras; “órale asienta la nacha acá, al lado de tu pinche marido”. A continuación Chavela iba al estrado y cantaba Macorina, de Alfonso Camín, para empezar, con tal picardía e intención que hacía bramar al auditorio.

Ponme la mano aquí,

Macorina

Ponme la mano aquí

Termina la canción Chavela daba la bienvenida a nuevos visitantes. “¡Entren gueyes gueros. A qué chingaos vienen, mensos hijos de la tiznada! Siéntense guevocintos. Y a su sonrisa ellos sonreían”. Chavela volvía a la guitarra                 conmoviendo a todos con su canto poderoso:

–“¡Voy a cantar un corrido sin agravio y sin disgusto!”

Mientras por un lado su arte nos cautivaba y gozábamos La Churrasca, Negra María, Aquel amor y mucha canciones más, las majaderías de Chavela nos mataban de la risa a los escasos                 mexicanos presentes en la función de aquella noche apacible y fresca.

Para el final de fiesta, los tequilas ingeridos antes y durante el show ya habían hecho su efecto demoledor en aquella aparentemente vigorosa humanidad. Resultaba propicio un último

“–¡Ay, ay, ay, pinches gringos, ojalá que se los lleve la puritita chingá!”

Ponme la mano aquí

Macorina

Ponme la mano aquí…

Anituy Rebolledo Ayerdi

La Torre de Míster Hayes

 La obra inacabada de La Mira y sueño del Gringo loco lleva 43 años en pie tras ser clausurada por insegura

 “Las torres que en el cielo se creyeron un día cayeron en la humillación”(Amor qué malo eres, bolero de Luis Marquetti)

 El ángel caído

 La cita que abre esta colaboración no ha sido de ninguna manera el caso de la Torre de La Mira o deMíster Hayes, no obstante la sentencia aplicada hace 43 años de que caería estrepitosamente aún con el rumor de un suspiro.

El dramático diagnóstico no fue pronunciado por un maleta “media cuchara” como El Tunco Benavides y mucho menos por alguno de muchos excelentes maistros de obra Acapulco. La letal declaratoria fue signada de puño y letra por expertos estructuralistas y sabios en mecánica de suelos no identificados ni ayer ni hoy por eso que se llama espíritu de cuerpo. Aunque, bueno, errare humanum est.

El estudio en que se basó el Ayuntamiento de Acapulco para suspender la espectacular obra de La Mira, en 1961, fue encargado a una empresa especializada de la ciudad de México. El costo del trabajo fue de 90 mil pesos y no fue cuestionado por nadie, aún tratándose de una suma respetable para la época, pues su destino era prevenir una catástrofe. El derrumbe del chipote pétreo hubiera afectado los asentamientos sobre la ladera del cerro.

La construcción de la Torre de Míster Hayes, además de envuelta en un atmósfera de caótico glamour, sobrevivió a ruinas y recuerdos del terremoto de 1957 –2:40 de la madrugada del domingo 28 de julio– uno de los más terribles en el puerto en su historia. El Ángel caído de la Independencia sería el símbolo dramático de aquella tragedia cuyo saldo fatal fue sólo en Guerrero de 18 víctimas.

Será a raíz de ese sismo de 7.7 grados Ritcher de intensidad, cuando se revisen las normas tradicionales de construcción para, además de ponerlas al día, hacerlas más estrictas tratándose de estructuras de más de un nivel. La lección se olvidará más temprano que tarde para tomarse de nueva cuenta en 1985, luego de la catástrofe de la ciudad de México. Hoy, según la opinión de expertos, se puede afirmar que Acapulco en general está sólidamente construido. Aunque los propios expertos, a la luz de la corrupción en materia de obras públicas de los últimos años, aconsejan “pegar la carrera” si uno se encuentra a la hora de un sismo en un edificio recién construido.

 El Milagro mexicano

 Se vive en los años sesenta el llamado “Milagro mexicano”. Un kilo de filete de res cuesta 12 pesos y el frijol negro 2 pesos. Una dejada de taxi 3 pesos y un Volkswagen menos de 20 mil. Acapulco completará en esta década sus primeros 50 mil habitantes                     –28 mil gentes en 1950–, para lanzarse en una carrera demográfica demencial hasta alcanzar en la década siguiente los 175 mil acapulqueños. Y es que antes no había INEGI.

En el orden político, la izquierda y buena parte de la juventud mexicana viven un clímax orgiástico con el triunfo de la revolución cubana y asumen como propia la agresión gringa a Bahía de Cochinos. Lázaro Cárdenas anuncia en el Zócalo capitalino, trepado sobre el cofre de un automóvil, su decisión de viajar a Cuba para participar en su defensa con el fusil en la mano.

–¡Lázaro, no vayas a Cuba; no la chingues! –clama desde Palacio Nacional el presidente Adolfo López Mateos.

Y Lázaro no fue.

El edificio de piedra de La Mira había surgido como por arte de magia. Sólo cuando la mole asome en el cerro, como si se tratara del monstruo japonés Godzilla, alertará al personal de la dirección municipal de Obras Públicas.

El titular Xavier Mendieta Bueno, ordenará la inmediata suspensión de la obra luego de comprobar que se ejecutaba sin contar con licencia de construcción, planos, perito responsable, en fin, sin cubrir ninguno de los requisitos exigidos para esa clase de edificaciones.

El presidente del Consejo Municipal, Canuto Nogueda Radilla, se aferrará al documento mencionado líneas arriba e incluso recurrirá a la asesoría de profesionales acapulqueños. Ello para resistir las presiones políticas y económicas en favor del propietario y constructor del inmueble. No faltaron tampoco voces públicas acusándolo de “apretarle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro”, de frenar la inversión extranjera e incluso de patologías antiimperialistas derivadas de una extendida fama de encabezar la “comuna roja”.

 Mercedez Benz

 No obstante que el automóvil oficial de México es el Mercedes Benz –origen del rumor que acredita al presidente López Mateos como accionista de la armadora germana– el alcalde Nogueda Radilla y su síndico Constancio Tancho Martínez se mueven en sendos jeeps rojos de tracción sencilla. Su sucesor, Rico Morlet Sutter, se alineará inmediatamente con su meche a la moda rodante.

Hoy, Mendieta Bueno asegura que                     nunca nadie presentó en Obras Públicas los documentos requeridos para quitar los sellos de clausura de la Torre de La Mira. Fue un capricho del dueño Míster Hayes –acusa el ex presidente del Grupo ACA–, pues de haberlo hecho, la obra terminada cumpliera ahora sus primeras cuatro décadas de vida útil.

 ¿Y quién es ese señor?

 Harold B. Hayes, el dueño de la Torre de La Mira, llega al puerto a la sordina deslizándose sólo entre su paisanada gringa. Es a todas luces un potentado y su riqueza proviene de sus jugosos contratos con la Secretaría de Guerra de los Estados Unidos. Los cuchicheos en noches de farra champañera hablan de un contratista eludiendo aquí el brazo largo del Departamento del Tesoro. Andaría tras él como presunto evasor fiscal, o sea, un sanababiche más despreciable que el asesino de Lincoln.

Las empresas de Hayes habían alcanzado varios récordsen la construcción de instalaciones bélicas. Habría construido durante la guerra de Corea aeródromos en 15 días y bases navales completas, incluida el asta bandera, en 90 días.                     El non plus ultra de la rapidez y la eficiencia dará aquí muestra de su vertiginosa cuchara. Levantará una torre de piedra de cinco o seis pisos en escasas tres o cuatro semanas. Estaría concebida para 15 niveles.

El gremio porteño de la construcción conservará gratos recuerdos del Gringo loco, como se le conocía. Y es que nunca, ni antes ni después, habrá patrones como Harold B. Hayes, de cuyas “excentricidades” ningún otro contratista querrá acordarse.

Dotaba a sus trabajadores del equipo necesario para su seguridad laboral, tales como botas, guantes y cascos y sólo les permitirá beber agua de garrafón. Llegará incluso a la “locura” de aficionarlos a una de las llamadas “aguas negras del imperialismo”, no otra que la deliciosa Coca Cola chica. En materia de salarios les pagará hasta tres veces el mínimo vigente y mejor remunerado aún el trabajo nocturno pues allá arriba se trabajaban las 24 horas.

El viejo Hayes no perdía detalle del avance de su estructura desde el interior de uno de sus dos CadillacsEldorado, con clima artificial, según expresión de la época. Unas veces solo, otras acompañado por alguna dama del tipo marilynmonroesco, pero siempre surtido con una jarra de Martini seco. No rechazaba, como podría suponerse, a quienes se acercaban a su ventanilla para denunciar a capataces y bodegueros rateros, aunque su respuesta no variaba: “¡boeno, boeno, okey, okey, okey!”.

El fin de semana era de fiesta en La Mira. Las colas para cobrar la raya daban vuelta al cerro y sólo algunos descubrirán que muchos de quien hacían fila no eran trabajadores de la obra sino familiares y amigos de los pagadores. Había tanta gente como dicen que hubo en la construcción de la Torre de Babel.

La de Míster Hayes será, por otra parte, un abierto y descarado tianguis de herramientas propias del oficio. Hasta allá subirán los necesitados de un cuchara, una escofina, un cincel, una llana, una plomada e incluso palas y carretillas, todo “baratito”.

El extranjero construirá también un cabaret llamado Dios del Fuego sobre el tanque de agua de La Mira y su operación la dejará en manos del “Amo de la noche” Armando Sotres. Danzas isleñas con profusión de llamaradas y peleas de gallos serán el atractivo del lugar. Llegará el momento en que no pueda servirse una cuba o una orden de tacos porque el personal se habrá llevado todo, cristalería, loza, cubiertos y mantelería. Se decía que el Gringo loco se la pasaba encerrado en el tanque meditando o “quemando”, quién sabe cuál de las dos cosas con mayor fruición.

Míster Hayes será duramente cuestionado por los profesionales porteños por su nada ortodoxo sistema constructivo. Irresponsable, lunático y excéntrico serán algunos de los señalamientos en su contra por violar flagrantemente las normas tradicionales de la construcción y poner en riesgo con ello muchas vidas.

–Allí sólo se cumplían las órdenes del gringo, dadas personalmente o a través de sus operadores –recuerda un viejo maestro de obras quien dice no haber conocido los planos de la obra.

Añade que, por ejemplo, los rollos de varilla se aventaban como se bajaban del trailer, sin ningún amarre, sin nada de nada, para luego proceder al colado.

No faltarán, sin embargo, voces en defensa de Míster Hayes, incluso de elogio. No dudarán algunas en llamarlo un revolucionario de la construcción por romper normas seculares y hacerlo con resultados satisfactorios, hoy a la vista de todos. Loco, loco no estaba, argumentarán.

 Se vende

Hoy la Torre de Míster Hayes, desalojada de familias precaristas que la han ocupado a lo largo de cuatro décadas, está a la venta. El encargado del inmueble recibe instrucciones de una compañía mexicana, apoderada de los bienes del empresario, quien, según la misma versión, habría muerto hace tres años.

La construcción de la Torre de Míster Hayes se suspendió en 1961 por razones administrativas y técnicas no especificadas La versión popular, sin embargo, derivada o no de los dictámenes oficiales, la declaró colapsada al primer temblor más o menos fuerte.

Los ha resistido, por el contrario, de                     7 a 8. 1 grados: 6 julio de 1964, 7.2 grados; 28 de agosto de 1973, 7.3 grados: 14 de marzo de 1979, 7 grados; 24 de octubre de 1980, 7 grados; 19 de septiembre de 1985, 8.1 grados, y 9 de octubre de 1985, 7.5 grados.

Y la Torre de Míster Hayes sigue en pie.

Anituy Rebolledo Ayerdi

El reloj de Palacio: obsequio que marcó durante medio siglo la hora en Acapulco

De relojes

Que a alguien le roben su reloj de pulsera, incluso el despertador de la recámara, es sólo un momento de mala suerte. Indigno de contarse en el trabajo, el café o en el club. Y es que hoy nadie o casi nadie roba relojes, salvo uno que otro relojero olvidadizos.

Nadie lo hace porque robarlos no es negocio. Culpas son del lejano Oriente y su avasalladora invasión de    chatarra mecánica vendida por kilo, como si de frijoles de tratara. Concédase en descargo su utilidad cumplida, es decir, marcan bien el tiempo aunque durante el menor tiempo posible.

Y no es que ya no se fabriquen relojes finos en el mundo. Los hay cada vez más caros, auténticas joyas millonarias, pero sucede que quienes pueden comprarlos no atraviesan Petaquillas, ni circulen por el corazón de la colonia Zapata o por donde el lector (a) quiera y mande.

Este colaborador, por ejemplo, porta el reloj más caro de una “taiwanería” de la avenida Cuauhtémoc: 63 pesos con 50 centavos. Sin embargo, está pensando seriamente cambiarlo por uno de 20 pesos o menos pues no ha faltado                   babieca indagando si se trata de un “rolex oro-acero”.

“Hace ya varios años –recuerdan los autores franceses Corchaure y Marot –un príncipe saudita compró en Boucheron (tienda parisina) tres relojes cuyos cristales eran de esmeraldas, zafiros y rubíes de 25 kilates cada uno. El costo de cada reloj fue de 3 millones de francos”. (Los ricos, cómo gastan su dinero).

También hace varios años operaba en la ciudad de México una organización criminal dedicada a robar relojes de marca, exclusivamente. “La banda de los Rólex”, se llamaba y nadie quita que hoy mismo le estén dando duro a lo suyo.

Un sujeto bien vestido amaga con una pistola                   a la víctima mientras otro le arrebata el reloj. Tan sencillo como eso. Tan brutal como la muerte de un amigo llamado José Abizaíd Gracián, hermano por cierto del actual jefe la Policía Preventiva de Acapulco, Roberto de los mismos apellidos, policía él mismo, ultimado de un balazo cuando se opuso al despojo.

El reloj de Palacio

El hurto de relojes no es por cierto el tema de esta entrega. Nos ha servido más bien de calentamiento. Aquí se hablará exclusivamente de la desaparición de un reloj único, el reloj de Acapulco, el que marcó el tiempo de los acapulqueños por casi medio siglo. Un reloj instalado en una torre del Palacio municipal, construida especialmente para contenerlo, y cuyas campanas se escuchaban en toda la ciudad y puerto. No era su sonido grave como el del Big Ben de Londres; vamos ni siquiera el cálido que emite la catedral Metropolitana, lo era más bien alegre e incluso tropical.

El reloj de Palacio Municipal sonó por primera vez a las 11 de la mañana del 16 de septiembre de 1910. Su puesta en servicio formó parte de los festejos organizados en el puerto para celebrar el Centenario de la Independencia. O la apoteosis del Porfiriato.

Aquí, por cierto, días antes habían desembarcado las delegaciones orientales invitadas a los cien años de México independiente y los ochenta del viejo dictador, una extraña coincidencia calendárica. Impresionará a los porteños la del imperio del Sol Naciente por el exotismo de sus vestidos y el hieratismo de sus personajes.

Cuando el alcalde Nicolás Uruñuela declare formalmente inaugurado “el reloj de Palacio”, como se le conocerá en adelante, no lo presumirá como obra de su gobierno. Por el contrario, reconocerá emocionado su procedencia. Un obsequio generoso de los hermanos Nicola y Rómulo Allegretti Crushani (varones italianos los dos), agradecidos por la hospitalidad de los acapulqueños y la honestidad de sus autoridades. Considerados por ellos valores fundamentales para la buena marcha de sus empresas locales, la más importante relacionada con la rica producción limonera del municipio.

Don Nicola, ya en plan de confidencia, contraerá nupcias aquí con la porteña Enriqueta Billing Diego, hija de doña Catalina Diego y un caballero inglés.

Procrearon a Rómulo, Remo, Roma, Enrique e Hipólita, dos de los cuales tendrán mucho más tarde problemas serios con la justicia. Roma Allegretti Billing será en alguna ocasión inquilina de mi madre en Independencia número 5. No la recuerdo presumiendo el reloj de enfrente donado por su progenitor. Sí, en cambio, tengo presente                   cuando, durante un típico diferendo entre arrendatario y arrendador, Toña Ayerdi le echó en cara a Roma el equívoco de su nombre. ¡“Debieron ponerte Loba, eso es lo que tú eres”!, le dijo muy enojada.

La catástrofe

Montar una maquinaria de precisión de gran peso, venida seguramente de Suiza, no era cosa de “enchílame otra”. Así, el alcalde Uruñuela no escatimará recursos para dar un buen albergue y fachada al reloj de los Allegretti. Construye una torre de madera, de unos 9 de metros de alto, para empotrarla en la cara sureste del edificio municipal. Quienes la vieron la califican como espléndida y hermosa.

Las cuatro carátulas del reloj, de unos dos metros de diámetro cada una, eran de porcelana blanca con los números romanos en negro. El sonido de sus campanas llegaba claro y brillante, sin exageración, a la última casa de Acapulco. Un “tin-tán” equivalía a quince minutos y cuatro precedían a la hora exacta tocada por una campana más grave. La vida del puerto se trastocaba cada vez que la máquina se descomponía, afectando particularmente la puntualidad en las escuelas Altamirano, Acosta y jardín Morelos.

El tiempo seguirá su marcha y el reloj de Palacio la acompañará puntual. Así llegamos al 12 de octubre de 1912, una de tantas fechas negras para los porteños. Acapulco es azotado por la furia de un huracán con vientos que todo lo derriban su paso. La torre del reloj se desploma y su maquinaria se hace añicos, por supuesto. Vuela la techumbre de la parroquia de N.S. de la Soledad y se precipita la estructura del mercado Zaragoza (hoy Escudero). El muelle de madera sucumbe ante el fuerte oleaje; las canoas vuelan hacia tierra adentro y el río Grande (Aguas Blancas) se sale de cauce inundándolo todo. Lo más feo, sin embargo, será el dolor de la gente de perderlo todo. Frente a la devastación, brillará una vez más la filosofía acapulqueña, ni optimista ni pesimista: “Los ha habido piores y más piores los habrá”.

¿Y dónde quedó el reloj?

La pregunta tendrá esta vez una respuesta valedera. Lo están arreglando en la ciudad de México, en la joyería La Esmeralda, ni más ni menos, famosa como el mejor centro joyero y relojero de todo el país.

La guerra

La guerra no mata al tiempo pero lo hace insoportable. Acapulco se convierte en encrucijada de todas las banderías revolucionarias y en sus calles se reproduce todo el horror del negro fratricidio. La Revolución mexicana, ajustada a una ley universal e inexorable, engullirá injustamente lo mismo a los hijos de puta que a los hijos                   mejores.

Cuando                   vuelva a hablarse del reloj de Palacio, las niñas nacidas en el año de su colocación estarán cumpliendo quince floridas primaveras, como luego dicen los                   cronistas de sociales.

Antes de ser derrocado por un cuartelazo militar, el gobernador Héctor F. López nombra un Consejo Municipal para Acapulco a cuyo frente coloca a Manuel López López. Pero no todo estará perdido para el puerto cuando se designen regidores acapulqueños como José Tellechea, Pedro Mazini Piedra, Juan H. Gómez, Francisco Farías y Benjamín H. Luz. El síndico será Rosendo Pintos Lacunza, hijo del alcalde modernizador Antonio Pintos Sierra. Y será él precisamente quien salve el reloj público. Rescatará del basurero el                   documento expedido por La Esmeralda al recibir la maquinaria para su reparación                   y pronto tendrá resultados.

(Don Chendo Pintos, acá entre nos, cometerá la diablura de echar a los sacerdotes levantiscos de su curato, localizado frente a la parroquia de La Soledad, para establecer allí la escuela primaria federal Tipo Manuel M.                   Acosta. Cederá esta mucho más tarde su espacio a la biblioteca Alfonso G. Alarcón, para mudarse a un                   solar de enfrente, asiento inicial de la primera secundaria de Acapulco).

Las ultimas doce campanadas de ese mismo año, 1927, las tocará el reloj donado por los hermanos Allegretti, resguardado ahora en una torre de gran solidez. Los acapulqueños, padeciendo todavía la resaca de las fiestas de la ruta México-Acapulco, abierta apenas el 11 de noviembre, celebrarán en grande tener de nuevo la joya helvética. Con mucho cuidado, eso sí, pues ya circulaban en la ciudad ¡12 automóviles!

Los encargados del mantenimiento de la maquinaria del reloj de Palacio serán sucesivamente y a lo largo de casi medio siglo                   Benjamín H. Luz Cárdenas, Eduardo H. Luz Castillo y Julio Vélez, maestro de carpintería este último hasta su muerte de la secundaria federal.

Un dato curioso. Jorge Joseph Piedra, alcalde de Acapulco en 1960, figuraba como “meritorio” en el Ayuntamiento de López López y como mecanógrafa la señorita Edelmira de la O Téllez, casada más tarde con el mecenas deportivo Crescencio Medina Retana. Sus hijos Horacio (QEPD), Alejandro y July; su sobrino el ex alcalde Rogelio de la O Almazán.

Cuando los acapulqueños conozcan las características del reloj musical ofrecido por un candidato a la alcaldía de San Marcos, querrán uno igual. Se trataba del “licenciado” Arvea, un viejo voceador de periódicos orgulloso de no ser enano por escasos dos centímetros y al que evidentemente se le había “caído la mollera” cuando niño. Su reloj tocaría Las                   mañanitas al amanecer, La Marcha a Zacatecas a las 9; el Ave María al mediodía; a las 15, El Toro rabón; Cajita de Olinalá, a las 18 y finalmente el vals Dios nunca muere,a las 22. ¿Era mucho pedir?

Reloj, no marques…

A propósito de Joseph Piedra, su hija Luz de Guadalupe hace en su libro En el viejo Acapulco una referencia al reloj de Palacio. Recuerda la celebración de un carnaval infantil cuyo beneficio económico de 500 pesos fue destinado a la compostura del reloj y a la adquisición de una bandera nacional. Un médico de nombre José García de León, editor del periódico Acción Social, habría sido el autor del evento cuya reina resultó la niña Amparito Otero.

El Ayuntamiento saldrá del Palacio municipal ya entrados los años cincuenta para mudarse al mercado construido en Arteaga y Aireación por el alcalde Ismael Valverde. Quedarán en el viejo edificio, ya afectado por los temblores, la cárcel municipal, los juzgados, el ministerio público y las comandancias policiacas.

Entonces el reloj de Palacio sufrirá nuevos y duros embates esta vez de la población carcelaria ya que su lado norte daba precisamente al patio general de la prisión. La lapidación será uno de los métodos usados por los reclusos para silenciarlo y sólo lograrán desbaratar la carátula y casi perforar la pared de la torre. Para aquellos significaba una tortura insufrible escuchar cada segundo el tic- tac del reloj y pensar cada uno en la larga condena por delante. Un reo sentenciado a 25 años por el homicidio de su compadre –“me cuchilió la reputa de mi comadre,” alegaba. Se anticipará a Roberto Cantoral cuando lapide y clame: ¡“Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer!”.

¿Y dónde quedó el reloj?

La pregunta seguirá vigente cuando el viejo palacio municipal sea derruido para dar paso a un edificio moderno, circular y funcional, concebido por el joven arquitecto Emilio Pineda Gómezcaña.

Se especulará sobre una torre también modernista donde reaparecieran las viajas carátulas de porcelana venidas de Suiza.

La obra iniciada el 30 de agosto de 1970, bajo la presidencia municipal de Israel Nogueda Otero –Alexis Iglesias Soto, director de Obras Públicas y su segundo Chacho Ortiz Castellanos–, se concluirá 15 meses más tarde ya bajo el interinato del alcalde Antonio Trani Zapata. Y del reloj, nada.

¿Y por fin dónde carajo quedó el reloj?

Este es sin duda un caso para La Araña.

Anituy Rebolledo Ayerdi

Acapulco 1614: La misión japonesa de Tsunenaga Hasekura

Los acapulqueños despertaron aquella mañana (25 de enero de 1614) aturdidos y medrosos por el retumbo de la artillería defensora del puerto (el Fuerte de San Diego estará enhiesto hasta febrero de 1617).

No era                     por cierto nada nuevo. Los cañones tronaban con frecuencia, particularmente cuando alguna nave pirata intentaba, sin nunca conseguirlo, penetrar a la bahía para robarse la plata de la Nao de Manila. Tranquilizados luego de conocer la identidad del fuego, salvas de bienvenida para una embarcación extranjera, nativos y turistas se sumarán a la algarabía de la recepción.

La nao San Juan Bautista penetra lentamente a la bahía; enorme, misteriosa. Matsumaru, la llaman los japoneses. Está empavesada con símbolos e insignias extrañas y gran colorido y las voces ininteligibles de sus tripulantes crean una caótica sinfonía en tonos agudos.

Reunidos en torno a la bahía, los porteños van de ¡ahhh! en ¡ahhh! según la nave se acerque y deje conocer sus detalles. El más prolongado se dará cuando suba a cubierta                     un hombre uniformado a la usanza guerrera oriental y junto con él decenas de pequeños hombres y mujeres de ojos rasgados. El vestuario de ellos provocará la admiración general por bellos y exóticos.

Es Rokuemon Tsunenaga Hasekura, capitán de arcabuceros del príncipe de Japón y señor de Sendai, Osyú Daté Masumane. Es también                     su embajador de buena voluntad. Lo envía con dos misiones precisas y muy sentidas. Agradecer al rey de España el reloj de mesa obsequiado años atrás a su padre el emperador y besar los pies del Papa de Roma                     en señal de respeto y sumisión. Y es que el joven gobernante profesaba para entonces la religión católica, una conversión drástica tras la cual será fácil localizar el Martirio de Osaka. El futuro San Felipe de Jesús, como es bien conocido, había salido de este puerto, 25 años atrás, al encuentro con su destino.

Cuando los visitantes desembarquen participarán en un desfile lleno de colorido y exotismo que dejará perplejos a residentes y visitantes. La vanguardia será ocupada por los arcabuceros locales y su banda de pífanos y timbales. El alcalde mayor de Acapulco Juan de Mendoza Villela y el comisario del Santo Oficio, Pedro de Monroy (una especie de síndico ilustrado) marcharán junto al embajador de Oriente, seguidos por la                     comitiva japonesa formada por familiares del dignatario, comerciantes, soldados y servidumbre: 180 en total.

Visitan primero la Casa Real, luego el convento de San Francisco, ricamente ornamentado para la ocasión, terminando el desfile en la plaza de Armas. Los huéspedes serán atendidos por las familias principales del puerto, residentes todas ellas en el                     centro de la ciudad.

Por la noche, en el convento de San Francisco habrá jaleo por la posesión de algunos obsequios. Cinco pares de biombos y cinco armaduras guerreras serán los causantes de la agria disputa. Los enviaba el                     Shogún de Japón al ex Virrey don Luis de Velasco, marqués de Salinas, pero personeros del virrey Diego Fernández de Córdoba , marqués de Guadalcázar, los reclamaban para su amo.

Sólo la amenaza de los frailes de alertar a la población tocando las campanas a rebato, convenida señal de peligro, hará entrar en razón a los socios del barbón Fernández.

La caravana resulta fastuosa, espectacular e impresionante, nunca vista por ojos novohispanos. Abre el embajador Hasekura seguido por los integrantes de la misión cristiana y comercial. Vienen entre ellos tres                     franciscanos destacando Fray Luis Sotelo, confesor del príncipe nipón Osyú. Forman la                     vanguardia guardias nipones ricamente ataviados y una banda militar cuyos instrumentos rarísimos aturden por estridentes. Cierran finalmente unos 70 sirvientes, uniformados según sus desempeños.

Cuando el contingente abandone el puerto será acompañado un buen trecho del camino por un centenar de acapulqueños; a pie, a caballo y en carretas. Lo mismo sucederá en cada poblado del Camino de Asia, como se conoce la ruta a la capital de la Nueva España, cuyas bienvenidas serán festivas y ornadas con arcos triunfales. Cronistas de la época narran incrédulos cómo sirvientes del embajador regaban a su paso polvo de oro.

La pompa sonora y colorida del embajador Rokuemon Tsunenaga trastoca también a la ciudad de México donde su presencia hará salir a miles a la calle.

Hospedado en una residencia palaciega, cercana a la iglesia de San Francisco, el huésped será distinguido con las visitas del arzobispo Juan Pérez de la Serna, así como de oidores, inquisidores y nobles de la capital. Se habla de un bautizo de 78 de sus criados, apadrinados por la alta nobleza de la ciudad, confirmados por el                     arzobispo de la ciudad de México. El capitán japonés esperará recibir el sacramento del propio Papa de Roma.

Tsunenaga Hasekura hace el viaje a Europa acompañado únicamente por su familia y unos cuantos principales. En Madrid será recibido por el rey de España Felipe III, el 30 de enero de 1615, y nueve meses más tarde en el Vaticano por el Papa Paulo V. Cuando se produzca este último inusitado encuentro,                       la persecución religiosa habrá vuelto a la isla del Sol Naciente, particularmente contra la fe cristiana.

El hombre que prologa la historia de las relaciones méxico-japonesas, solo formalizadas tres siglos más tarde, está de nuevo en Acapulco.

No es el mismo capitán de arcabuceros de hace cuatro años. Las lecturas, el trato con varias otras culturas y la profundización en la religión católica lo ha convertido en un humanista universal. Y no es el mismo sencillamente porque ahora responde al nombre de Felipe Francisco Rokuemon Tsunenaga Hasekura, en evidente homenaje al mexicano sacrificado en su tierra. Retornará al Japón con su comitiva, a bordo del Date Maru, el 2 de abril de 1618.

Cuando apenas toque costas niponas, Felipe Francisco Rokuemon conocerá la pérdida de cuatro frailes que habían viajado con él. Sufrirá por mucho tiempo el remordimiento de no haber podido hacer nada por ellos.                     Nada, en realidad, cuando los religiosos opten por morir en la hoguera antes de abjurar a la fe cristiana.

Todo este intercambio de obsequios, luego diplomático al más alto nivel, se había comenzado con el encallamiento en costas niponas del galeón español San Francisco, cargado con 2 millones de pesos. Enterado del naufragio, el Shogun Minamoto Hidetada, dispondrá la carena y el avituallamiento de la nave para que pudiera proseguir su viaje. “Por la voluntad de Dios nos salvamos y nadie tocó un sólo duro de nuestro tesoro”, escribirá                     don Rodrigo de Vivero y Velasco, gobernador de Nueva Galicia, en su calidad de jefe de aquella misión.

Vivero y Velasco, una vez en la Nueva España, narra tal aventura a su primo el Virrey don Luis de Velasco, exaltando la generosidad y honradez japonesas. Será                     entonces cuando el esclarecido gobernante decida agradecer el noble y desinteresado gesto y se le ocurre para hacerlo una embajada con Sebastián Vizcaíno a la cabeza. Y diciendo y haciendo. El navegante zarpa de Acapulco, a bordo de la nave San Francisco, el 11 de febrero de 1611.

Vizcaíno llega a Japón cargado de regalos del Virrey Velasco para el Shogun Ieyasu: un reloj de mesa fabricado en Madrid, un rollo de papel, dos barricas de vino español, un carrete de listón con galón de oro para el calzado, dos sillas de montar y tres óleos con figuras españolas –el dichoso reloj de mesa será el primero conocido en todo aquél imperio, constituyendo el antecedente remotísima de la moderna y pujante industria relojera japonesa. Nos dicen que se conserva en el templo de Kun San.

Debe anotarse que Vizcaíno, habiendo perdido el galeón San Francisco, construirá otro con anuencia del Shogun Ieyasu y lo llamará San Juan Bautista. El mismo que zarpará del puerto de Tsukinoura, Japón, el 22 de octubre de 1613, con destino al de Acapulco, transportando a la embajada de Hasekura. Vizcaíno será desembarcado enfermo en Zacatula, asumiendo el mando de la nave el franciscano Luis Sotelo.

Por esos años, el virrey Diego Fernández de Córdova favorecerá a su tocayo Diego López de Valseca con la concesión de unos terrenos localizados muy cerca de Acapulco, a la vera del Camino de Asia y perteneciente a una gran comunidad indígena. Allí funcionará por muchos años la Estancia Valseca en cuyo derredor se formará el actual poblado de Xaltianguis.

El regreso al puerto de Felipe Francisco Tsuenenga Hasekura Rokuemon tendrá lugar 355 años más tarde, el 24 de octubre de 1973. En esa fecha su efigie en bronce, réplica de una erguida en Sendai, Japón, será plantada en la playa Papagayo mirando hacia donde el Sol nace. No obstante su tonelaje, Hasekura andará de aquí para allá, según el talante de las autoridades municipales, hasta llegar a la Costera, donde es cobijado por frescas palmeras. Vivero y Velasco, una vez en la Nueva España, narra tal aventura a su primo el Virrey don Luis de Velasco, exaltando la generosidad y honradez japonesas. Será entonces cuando el esclarecido gobernante decida agradecer el noble y desinteresado gesto y se le ocurre para hacerlo una embajada con Sebastián Vizcaíno a la cabeza. Y diciendo y haciendo. El navegante zarpa de Acapulco, a bordo de la nave San Francisco, el 11 de febrero de 1611.

Vizcaíno llega a Japón cargado de regalos del Virrey Velasco para el Shogun Ieyasu: un reloj de mesa fabricado en Madrid, un rollo de papel, dos barricas de vino español, un carrete de listón con galón de oro para el calzado, dos sillas de montar y tres óleos con figuras españolas –el dichoso reloj de mesa será el primero conocido en todo aquél imperio, constituyendo el antecedente remotísima de la moderna y pujante industria relojera japonesa. Nos dicen que se conserva en el templo de Kun San.

Debe anotarse que Vizcaíno, habiendo perdido el galeón San Francisco, construirá otro con anuencia del Shogun Ieyasu y lo llamará San Juan Bautista. El mismo que zarpará del puerto de Tsukinoura, Japón, el 22 de octubre de 1613, con destino al de Acapulco, transportando a la embajada de Hasekura. Vizcaíno será desembarcado enfermo en Zacatula, asumiendo el mando de la nave el franciscano Luis Sotelo.

Por esos años, el virrey Diego Fernández de Córdova favorecerá a su tocayo Diego López de Valseca con la concesión de unos terrenos localizados muy cerca de Acapulco, a la vera del Camino de Asia y perteneciente a una gran comunidad indígena. Allí funcionará por muchos años la Estancia Valseca en cuyo derredor se formará el actual poblado de Xaltianguis.

El regreso al puerto de Felipe Francisco Tsuenenga Hasekura Rokuemon tendrá lugar 355 años más tarde, el 24 de octubre de 1973. En esa fecha su efigie en bronce, réplica de una erguida en Sendai, Japón, será plantada en la playa Papagayo mirando hacia donde el Sol nace. No obstante su tonelaje, Hasekura andará de aquí para allá, según el talante de las autoridades municipales, hasta llegar a la Costera, donde es cobijado por frescas palmeras.