Palestina e Israel en México

El reconocimiento del Estado palestino por Noruega, España e Irlanda traerá escasas consecuencias en Medio Oriente, en particular en Gaza y en Cisjordania, pero puede entrañar implicaciones para otros países. Francia y el Reino Unido, por ejemplo, ya realizaron declaraciones el día de ayer más avanzadas de lo que habían hecho jamás en cuanto a su propio, posible y ulterior reconocimiento del mismo Estado palestino. Estados Unidos no ha procedido de esta manera y no lo hará seguramente por un tiempo, pero Israel se encuentra cada vez más aislado en el concierto internacional. Lo interesante para nosotros, y con el evidente deseo de hablar de algo que no sean las elecciones del 2 de junio, es qué implicaciones reviste todo esto para México.
Abrimos una Oficina de Representación en Ramala a finales del sexenio de Fox, pero no somos uno de los 124 países que han reconocido al Estado palestino. No lo hemos hecho por muchas razones, pero sin duda una de ellas ha sido no herir sensibilidades de Israel –con quien tenemos un acuerdo de libre comercio– de Estados Unidos –inútil decir por qué– e incluso de la comunidad judía en México y Estados Unidos, con las cuales los pleitos en el pasado han resultado muy onerosos para México. Sin embargo, existen razones para pensar que antes de salir de la presidencia López Obrador quisiera dar este paso, quizás el último de su sexenio en materia de política exterior. Otros dirían que en todo caso sería el primer paso, ya que hasta ahora no ha dado ninguno.
No habría grandes cambios con un tal reconocimiento mexicano. La oficina en Ramala se volvería una embajada, aunque seguramente debido a la austeridad republicana seguiría en funciones el actual jefe de misión, Pedro Blanco, un destacado funcionario. La representación palestina en México ya se autodenomina embajada, su titular se refiere a sí mismo como el embajador de Palestina en México, presentó credenciales a Peña Nieto en 2013, pero en el sentido estricto no lo es. Resulta entonces perfectamente posible que López Obrador se enamore de un gesto de este tipo para dejar una huella, por lo menos una, además de ser amiguito de los cubanos, en materia de política exterior.
Pero hay un problema, como siempre suele suceder en estos asuntos. Como es bien sabido, hay dos mexicanos actualmente radicados en Israel que han sido objetos de solicitudes de extradición por parte del gobierno de México: Andrés Roemer y Tomás Zerón. En el caso de Roemer, un juez ya dijo que procedía la extradición; él está apelando; su caso probablemente llegue a la Suprema Corte de Israel, y aún entonces la última decisión quedará en manos del gobierno de Israel. El de Zerón es más complejo. Ha habido múltiples filtraciones de la conversación de Alejandro Encinas con él en Israel hace más o menos un año; no ha sido detenido hasta ahora, por lo menos que se sepa; y una defensa que descansara en la afirmación de Zerón de que es un perseguido político podría resultar verosímil en Israel.
En otras palabras, si López Obrador decide reconocer al Estado palestino, es poco probable que Roemer y/o Zerón pisen suelo mexicano antes del 30 de septiembre. Para el gobierno de Israel las iniciativas de España, Noruega e Irlanda son altamente reprobables, y una de México lo sería también. Incluso tal vez los norteamericanos ya le hayan hecho saber a López Obrador que verían con disgusto una nueva. Le han perdonado muchas, pero ya estaría tensando la cuerda.
El otro tema es mucho más delicado. Como se sabe, la Corte Penal Internacional (CPI) expidió en estos días órdenes de aprehensión contra Benjamin Netanyahu, Yoav Gallant (ministro de Defensa de Israel) y Yahya Sinwar de Hamas por crímenes contra la humanidad. Esto sí ha creado una enorme molestia en Estados Unidos y en muchas partes de Europa, sin hablar de Israel, desde luego. Dichas órdenes de aprehensión, emitidas por el fiscal Karim Khan, deben ser ratificadas por la llamada Sala de Cuestiones Preliminares de la CPI. Esta sala la integran tres de los 18 jueces de la corte. Da la casualidad que una de las tres es Socorro Flores, miembro distinguido del Servicio Exterior mexicano de larga data, esposa del actual subsecretario de Asuntos Multilaterales. En buena medida de ella depende la ratificación de las órdenes de aprehensión por los jueces de la corte.
En teoría, los gobiernos no cabildean en la Corte Penal Internacional ni en la Corte Internacional de Justicia. Ambas cosas son falsas. Cada gobierno cabildea a su manera y cada uno tiene diversos instrumentos a su alcance para lograr sus propósitos. No tengo duda de que la Cancillería mexicana no quisiera prestarse, de ninguna manera, a un intento de ejercer presión sobre Socorro Flores para que no expidiera las órdenes de aprehensión. Pero al mismo tiempo, no tengo duda de que Washington sí va a presionar a López Obrador para que él, como presidente de todos los mexicanos, incluyendo a la juez en la Haya, sí la presione para que se oponga a la entrega de dichas órdenes de aprehensión. Por cierto, esta es una de las razones por las cuales ha existido siempre una corriente dentro de la Secretaría de Relaciones –corriente con la que ni yo ni mi padre jamás concordamos– en el sentido de que México debe ser muy cuidadoso en ocupar cargos de alto rango en la estructura entera de las Naciones Unidas, visto que se puede llegar a ser objeto de presiones por Estados Unidos en esta materia.
Entonces… ¿reconocer al Estado palestino o no? Creo que AMLO lo desea, pero no sé si lo logre realizar ¿Ratificar las órdenes de aprehensión en la Corte Penal Internacional? Quién sabe ¿Fallar a favor de Sudáfrica y en contra de Israel en la demanda por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia, donde por cierto acabamos de perder el caso de Ecuador, y donde también tenemos un juez desde principios de año? Son todos dilemas que le pueden dar verdaderas jaquecas a los funcionarios de la Cancillería. A López Obrador probablemente no, porque como ya sabemos, todo esto le importa un pepino.

¿Qué onda con el voto útil?

He visto bajo las plumas de la comentocracia y en el twitter-espacio una discusión interesante sobre el voto útil. Unos –y parece que la campaña de Xóchitl pertenece a ese universo– consideran que conviene apelar a los electores de Máynez a resignarse ante el mediocre 7 por ciento que cosechará MC, y taparse la nariz para sufragar por la candidata de oposición más favorecida. Otros sostienen que ni vale la pena –los votantes de Máynez se reparten en segmentos iguales– ni resulta digno o eficaz. Sólo se le hace el caldo gordo a los “esquiroles”, e igual sus seguidores no optarán por Xóchitl.
Difícil debate. En el año 2000, el voto útil como estrategia consciente y adelantada funcionó para Fox. Es complicado saber exactamente cuántos votos de izquierda le arrebató Fox a Cuauhtémoc Cárdenas, pero las estimaciones oscilan entre uno y dos millones de sufragios. La declinación de Muñoz Ledo ayudó un poco; nadie sabe cuánto. En cualquier caso, hubo una izquierda azul.
En 2018, los intentos de atraer el voto priista a la candidatura de Anaya nunca prosperaron, pero tampoco se realizó un mayor esfuerzo que digamos. Cada vez en que como supuesto co-coordinador de la campaña me dirigía a los votantes del PRI, me llovían críticas tanto de panistas como de malquerientes. Y nunca se buscó construir un discurso realmente en dirección de los electores del PRI para que aceptaran el tercer lugar de su candidato, y se volcaran a favor de Anaya. A quien, por cierto, efectivamente, le guardaban escasas simpatías.
Yo insistiría en el voto útil, y en la declinación de Máynez, no porque vaya a suceder. Al colocar al candidato de MC entre la espada y la pared, se pone en evidencia su complicidad con Morena; muchos de sus partidarios se atragantan con Sheinbaum. Pero no tiene sentido lanzar consignas de voto útil y de seducción a los electores de MC si no se le otorga centralidad al mensaje: repetirlo constantemente; utilizar el debate del domingo para insistir; emplazar a Máynez el domingo; subir spots en tele conteniendo el mismo mensaje; incluso llevar a cabo eventos en los reductos color naranja –son sólo dos: Jalisco y Nuevo León, y el segundo quién sabe.
Las circunstancias de hoy difieren mucho de las de hace ya casi un cuarto de siglo. En aquel momento, el voto útil era sólo parte de una estrategia más amplia: convertir la elección en un referéndum sobre la permanencia del PRI en la presidencia. En 2024, un referéndum sobre AMLO perdería, pero al mismo tiempo es casi imposible evitar que los comicios del 2 de junio se transformen en eso. Por ello, un buen mensaje dirigido a los votantes emecistas, con argumentos y datos, a pesar de abonar al referéndum inevitable, puede funcionar. Habría que probarlo en los grupos cualitativos que le suministra a la campaña la gente seria, y que los consultores ex-Cambridge Analitica lo evalúen. En una de esas, pega.

Para el debate: política exterior y migración

Aún no es el momento de compartir con los lectores mis brillantes consejos para Xóchitl en su tercer debate con Claudia Sheinbaum; lo haré la semana que entra. Por ahora tocaré sólo dos de los temas que supuestamente se abordarán en dicho enfrentamiento: política exterior y migración. Huelga decir que el tema de seguridad requerirá más tiempo; por eso hay que limitarse a uno o dos temas en los otros capítulos.
Hace unas semanas, Jorge Lomonaco, ex embajador de México, publicó en Nexos un ensayo sugiriendo una serie de propuestas para la política exterior de un posible gobierno de Xóchitl. Las hago mías, sin repetirlas. Allí se encuentra lo esencial de lo que debe hacerse para volver a tener una política exterior, algo que ha desaparecido por completo en este sexenio. Los esfuerzos de Alicia Bárcena estos últimos meses no sirven para corregir el dramático vacío de los primeros cinco años.
Me detengo en un aspecto esencial. México no puede ser un país cuyo presidente no se asome a la ventana. La conducción de la política exterior no se puede delegar a un canciller; al contrario, éste debe potenciar la actuación de su jefe, sin aspirar a sustituirlo, aunque su jefe se lo pida. El gran drama de Ebrard fue que nunca pudo convencer a López Obrador que no podía suplirlo, ni en las cumbres, ni en las relaciones bilaterales, ni en las instancias multilaterales. O no quiso persuadirlo. Tal vez pensó que las oportunidades de lucimiento personal en cada cumbre rescatarían su nonata candidatura presidencial. México se quedó como el perro del hortelano: sin presidente en las cumbres, y sin Ebrard en la presidencia (Thank God).
Si el mexicano no sale, los extranjeros no vienen. Perdemos por doble partida. Si AMLO pensaba que su renuencia a desplazarse no impediría la llegada de múltiples homólogos suyos, pecó de una enorme ingenuidad. Y nadie lo desmintió.
El marcador es patético, como lo señala Lomonaco. Con la posible excepción de Lula, que quizás haga una escala en México camino a la ONU a mediados de septiembre, sólo han visitado nuestro país tres mandatarios de países importantes, y únicamente en una ocasión, a lo largo de seis años: Sánchez, Biden y Trudeau. Se han abstenido de visitarnos los jefes de Estado o de gobierno de Japón, China, la India e Indonesia, en lo que a Asia se refiere. De Europa, nos pelusearon Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Rusia, Holanda y Suecia. El caso de Pedro Sánchez es notable: salió tan mal su visita en enero de 2019 –y que fue encaminada por el sexenio anterior– que ya no se produjo, en seis años, ningún encuentro con el país más importante para México, salvo Estados Unidos.
En cambio, Díaz-Canel vino a mendigar migajas incontables veces. Xóchitl debe insistir en esto, y presionar a Sheinbaum: si gana ¿va a viajar o no? Y a su vez, debe explicar por qué ella sí se reunirá con la mayor cantidad posible de sus pares significativos para México, siguiendo las reglas de la reciprocidad y de la simetría.
El tema migratorio es tal vez el más espinoso de la agenda internacional de México, justamente porque se trata también de un asunto de política interna, de derechos humanos, recursos fiscales, crimen organizado y relaciones con múltiples países. Una condición sine qua non para avanzar en cualquier dirección propositiva tiene que partir de una simple premisa: el Instituto Nacional de Migración constituye un nido insalvable de corrupción, incompetencia, salvajismo y vergüenza nacional. Es indispensable eliminarlo, y encargar sus funciones a una división de la Guardia Nacional, cuando se encuentre bajo mando civil, que equivalga, de facto o de jure, a una Policía de Fronteras. Por cierto, esta es una vieja idea de Jorge Carrillo Olea, hoy partidario de Morena, pero en los años ochenta subsecretario de Gobernación con De la Madrid.
Conviene reconocer que el Inami o la antigua Dirección General de Asuntos Migratorios de la Segob, bajo la infame Diana Torres en la época de López Portillo, siempre ha sido eso: un asco. Pero también es necesario reconocer que en materia de infamia, el actual director, Francisco Garduño, se voló la barda. Nadie se ha aventado el tiro de ver cómo mueren por su culpa 40 migrantes en Ciudad Juárez hace un año, y seguir en el puesto.
No es necesario suscribir todos los detalles del artículo de Luis Chaparro en Substack, El nacimiento de un nuevo cártel: les presento al Inami. Según el autor, en el aeropuerto de Juárez, “la máxima autoridad migratoria opera ahora su propia organización criminal, extorsionando, secuestrando y trasladando a migrantes en todo el país”.
Vende permisos o visas migratorias a extranjeros para atravesar libremente el país, aventajando así a los cárteles tradicionales y criminales. El funcionario del Inami en el aeropuerto de Juárez detiene a los pasajeros que “no parecen mexicanos”, y les exige una primera mordida. Luego el mismo funcionario les presenta a un pollero que los puede conducir a Estados Unidos, y vuelve a cobrar. Se los entrega a los coyotes, a quienes les cobra también. Por último, cuando la migra estadunidense los captura y devuelve a México, los reciben los agentes del Inami, y les piden una última mordida. Un negocio redondo.
No es ciencia oculta. Con esa autoridad, no hay manera de contar con una política migratoria mínimamente decente. Con otra, tal vez tampoco. Pero con el Inami de Garduño, imposible. En eso debe centrarse Xóchitl para este tema, durante algunos breves minutos.

 

Sobre el debate

Si los debates se ganan o se pierden, Xóchitl ganó y Sheinbaum perdió, de la misma manera que fue al revés en el debate anterior. No ofrezco una opinión muy original, ni especialmente perspicaz, pero creo que converjo con el consenso de buena parte de la comentocracia. ¿Y qué?
Primero lo primero. Xóchitl fue más agresiva, más irreverente, más disruptiva que en el primer debate. Perturbó a Sheinbaum en varias ocasiones, y sobre todo, puso de relieve su renuencia a responder a las preguntas, las críticas o los ataques. Sacó a relucir asuntos personales, de familia, de corrupción o de complicidad que, ciertos o falsos, sonsacaron a su adversaria. Violó las reglas unas dos o tres veces, tanto para subrayar la falta de respuestas como las evidentes falsedades. Para mi gusto, debió haberlo hecho con mayor insistencia, interrumpiendo, provocando y desequilibrando a la otra candidata, pero peor es nada. La secular aversión mexicana al enfrentamiento sin duda pesó en el ánimo de una candidata tan profundamente mexicana como Xóchitl.
Claudia, por su parte, repitió su desempeño del primer debate. Ni peor ni mejor. Solo que ante una rival más belicosa, su pasividad o silencio resultó más evidente y más contraproducente que hace unas semanas. “Ya se aclaró”, “es viejo”, “no respondo”, no sólo revelan una falta de respeto por el público, sino que muestran una incapacidad de reaccionar ante ataques o increpaciones. Lo que pareció hábil y ecuánime en el primer debate, se vio arrogante, culpable y vergonzante en el segundo.
¿Importa el debate? Sí y no. Es poco probable que las encuestas entreguen un cambio significativo de preferencias después del domingo. En general los debates no surten ese efecto. Pero crean inercias, lo que los norteamericanos llaman “momentum”. Sobre todo, despiertan entusiasmo y esperanzas entre los partidarios y simpatizantes, lo cual es absolutamente decisivo en una campaña. Yo no quisiera opinar sobre la validez del optimismo generado entre los Xochilovers, y en general en el seno de la oposición. Pero en materia de activismo, recaudación de fondos, energía recuperada y “buena vibra”, el debate constituyó un soplo de aire fresco, necesario y bienvenido.
Ahora bien, nada sucede sin bemoles. Sólo menciono uno. Supongamos que Xóchitl sí ganó. Supongamos que su victoria se traduzca en un alza de varios puntos en las encuestas. Y supongamos por último que su ventaja se haya debido a su mayor agresividad, irreverencia, negatividad y falta de respeto por las reglas. ¿No debió haber hecho lo mismo en el primer debate? ¿No sabía que eso convenía? ¿O fue aconsejada en ese sentido, pero prefirió otra estrategia? Obvio no tengo respuesta a estas preguntas, pero si en lugar de ganar por un par de puntos el 2 de junio, Xóchitl pierde por el mismo margen, la interrogante se tornará crucial. ¿Por qué no vimos a la Xóchitl del segundo debate en el primero?

 

El aldeano de Palacio

El último berrinche de López Obrador con Estados Unidos reviste una obvia motivación demagógica y electorera. Sabe que nada exalta a sus bases radicales como el antimperialismo primario, por no decir primitivo. Pero existe otra característica de este pleito. Tiene que ver con la enorme ignorancia histórica e insular del tabasqueño, y su falta de pertenencia a cualquier corriente progresista en el mundo del medio siglo transcurrido desde los años sesenta.
Como se sabe, AMLO se molestó fingiendo una falsa indignación ante el informe anual del Departamento de Estado, que menciona múltiples amenazas a los derechos humanos en México. Cita los ataques a la prensa, a la independencia del Poder Judicial, a las ONG de la sociedad civil crítica, y varios ejemplos adicionales. López Obrador cuestiona el derecho del gobierno de Washington de “erigirse en juez” de los demás, mientras que él no lo hace, aunque podría envolverse en la bandera de siempre: “pinches gringos drogadictos”.
Pero el presidente no entiende –la Cancillería podría ilustrarlo– que la obligación legal del Departamento de Estado de publicar un examen anual de la situación de los derechos humanos en el mundo proviene de una causa noble. A mediados de los años setenta, al concluir la guerra de Vietnam, surgió una corriente en el Congreso estadunidense, en la academia, en la prensa y entre activistas de la sociedad civil, para regular la asistencia militar, policiaca, de inteligencia e incluso económica y financiera, de Estados Unidos a regímenes impresentables. Asimismo, estos sectores exigían que cualquier acuerdo o tratado suscrito por su país cumpliera con ciertas condiciones en estas materias. Como siempre, el resultado final del proceso legislativo fue imperfecto; las disposiciones legales aprobadas en 1976, a través de una nueva Foreign Assistance Act, contenían abundantes lagunas. Y como siempre también, la aplicación de la ley padeció limitaciones, hipocresías y contradicciones. Pero en el fondo, los respectivos movimientos políticos, sociales, culturales e intelectuales desembocaron en la imposición de una condicionalidad al poder ejecutivo en su otorgamiento de asistencia a cualquier otro país. Con el tiempo, se agregaron otros mecanismos de condicionalidad, como la Leahy Law de 2008 y la Magnitsky Act de 2016, que fortalecieron y ampliaron dicha condicionalidad.
Cada año el ejecutivo, a través del Departamento de Estado, se encuentra obligado a dictaminar sobre la situación de los derechos humanos en cada país, en el entendido de que se prohíbe cualquier gasto de recursos de los contribuyentes dirigido a gobiernos violadores de los derechos humanos. Washington se erige, como debe ser, en el juez del destino de su propio dinero, según sus propios criterios, en función de sus propios valores y prioridades. Toma en cuenta las opiniones de sus embajadas, de ONG como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, del Examen Periódico Universal de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, de la prensa, de la academia, etc.
El Ejecutivo y el Legislativo norteamericanos juzgan, con toda la razón, a quién le van a entregar su dinero, su armamento (los juguetes que le dieron a García Luna, o que le dan actualmente a Netanyahu), su entrenamiento y asesores, su supuesta experiencia. Se trató de un gran paso adelante para limitar la discrecionalidad del presidente estadunidense, para exigir ciertas condiciones al apoyo a dictaduras descaradas o disimuladas, para asegurar que a diferencia de hoy en Gaza, los impuestos de los contribuyentes norteamericanos no se utilicen para matar mujeres y niños palestinos. ¿Funciona a la perfección? Obviamente no. ¿Es preferible que exista por lo menos en la teoría, y en ocasiones en la práctica, una condicionalidad de este tipo? Obviamente sí. ¿O a poco López Obrador no cree que Biden debiera desistir de enviar armas a Israel hoy?
Probablemente no lo cree, porque de ser el caso, le negaría su asistencia a los gobiernos de Cuba y Nicaragua, en lugar de suministrarla más o menos en secreto. Pero entonces, debiera brindarle ayuda a los gobiernos de Perú y Ecuador, aunque le caigan gordos o violen el derecho internacional y/o los derechos humanos. Es una verdadera lástima tener un presidente tan provinciano e incongruente. Por ahora, el appeaser in chief de la Casa Blanca, al estilo Neville Chamberlain, le perdona todo a López Obrador. No sé si después de su reelección en noviembre lo siga haciendo con su sucesora designada, si es que gana.

 

Zaldívar no es como la esposa de César

Tal vez algún día sepamos si la denuncia anónima presentada contra colaboradores de Arturo Zaldívar en la Suprema Corte y el Consejo de la Judicatura es cierta o no. Asimismo, no es imposible que dentro de algunos meses –o años– se sepa si las acusaciones contra sus tres subalternos lo involucran a él, o no. Pero desde hoy hay algo que sí sabemos: su comportamiento resulta incomprensible fuera del trópico mexicano (aunque él provenga del altiplano).
En muchos países, las designaciones al máximo tribunal constitucional –llámese suprema corte, consejo constitucional, alto tribunal o supremo tribunal de justicia– son vitalicias. En otros, se trata de nombramientos del Poder Ejecutivo, ratificados o no por el Poder Legislativo, y son vigentes durante un plazo determinado. En el primer caso no existen usos y costumbres en relación a las actividades de los integrantes del órgano en cuestión, por definición; en el segundo caso, pueden existir prohibiciones explícitas o tácitas de ciertas actividades una vez concluido el período para el cual fueron nombrados.
Pero dudo que en muchos países se permita lo que ha hecho Zaldívar en México. No me refiero, por supuesto, a la renuncia anticipada. En Estados Unidos, por ejemplo, el ministro Stephen Breyer abandonó su cargo en vida, para permitirle a Joe Biden designar a un sucesor de la misma inclinación jurídica. Y se le reclamó ácidamente a Ruth Bader Ginsburg el no haber renunciado a tiempo para que Barack Obama postulara a quien la sustituyera, aún sabiendo que padecía un cáncer terminal. Me refiero al paso de Zaldívar de la presidencia de la Suprema Corte al activismo electoral en la campaña de Claudia Sheinbaum.
Se podrá responder que nadie puede despojar a un ciudadano de sus derechos políticos, que incluyen, desde luego, el proselitismo político. No es del todo cierto: los militares, los curas, ciertos presos, y desde luego los funcionarios de todo tipo sacrifican algunos de sus derechos políticos a cambio de otros. La pérdida puede ser formal, o implícita: los ministros de la Suprema Corte norteamericanos, cuando asisten al informe presidencial, no aplauden ni se ponen de pie durante el discurso del mandatario. Y los ministros mexicanos no pueden ejercer un cargo público sino dos años después de haber dejado la Corte.
El problema no es jurídico, sin embargo. Consiste en el famoso adagio sobre la esposa de César: debe estar por encima de toda sospecha. ¿Cómo creer que Zaldívar no simpatizaba –no era parcial con– las causas jurídicas –los casos ante la Corte– antes de militar en la 4T? ¿Cómo no pensar que pudo haber fallado en tal o cual caso, de tal o cual manera, a cambio de un apoyo posterior a la causa a la que se sumaría, también posteriormente? Y en efecto ¿cómo no sospechar que la filtración de la denuncia, y ésta misma, no se deben a fuego amigo, es decir a adversarios jurídicos, personales o políticos de Zaldívar dentro del poder judicial?
La mejor manera de evitar todo esto –así como muchas otras consecuencias de naturaleza parecida– residía en respetar la letra y el espíritu de la ley de “espera’: dos años sin cargo y sin actividad política, por lo menos para un ministro de la Suprema Corte. Para ahorrarnos a todos las sospechas de la parcialidad previa de Zaldívar. Y ahorrarle a él las sospechas de que efectivamente haya realizado todas las actividades descritas en la denuncia, en contubernio con funcionarios del gobierno, jueces y despachos de abogados. A menos de que las sospechas no sean… sospechas, sino realidades.

 

La otra elección

Escucho y leo cada vez más voces en México, y ahora en Francia, sobre una variedad distinta del arroz cocido: el estadunidense. Para muchos políticos, analistas, diplomáticos y periodistas, la elección en Estados Unidos ya se resolvió, y el ganador será Donald Trump. Esta conclusión generalizada descansa principalmente en las encuestas –nacionales, en primer lugar– y sobre todo en una media docena de estados, llamados swing states, o entidades “columpio.” Se trata de los seis o siete estados que a lo largo de las últimas elecciones presidenciales han oscilado entre un partido y otro, a diferencia de los 43 o 44 que sistemáticamente se inclinan por el candidato del mismo partido, como California y Nueva York para los demócratas, o Texas para los republicanos. En dichos estados, Trump posee una ventaja actual, en las encuestas, de varios puntos. Por lo tanto, ganaría la elección en el llamado Colegio Electoral, en el cual votan los representantes de los estados en bloque: todos los de Arizona, por ejemplo, a favor del candidato que obtuvo más sufragios en el llamado voto popular.
En segundo lugar, múltiples observadores y estudiosos han detectado un importante deslizamiento de votantes afroamericanos e hispanos de Biden hacia Trump. En el seno de estos electorados, que han sufragado masivamente a favor de candidatos demócratas desde la época de Roosevelt, ahora Trump muestra un crecimiento de las preferencias. Estas no alcanzan, desde luego, una mayoría de dichos estamentos de la sociedad norteamericana, pero una pequeña diferencia, en varios estados decisivos, puede afectar el resultado.
Por último, la guerra de Gaza ha provocado el desafecto de masas enteras de jóvenes con Biden. Este desencanto se aúna al malestar o franco rechazo por parte de votantes árabe-americanos, ante todo en Michigan, debido al apoyo de Biden a Israel y a Netanyahu.
Pues para dejar constancia, por otras razones –no otros datos– sostengo que Biden va a ser reelecto a la Casa Blanca en noviembre. Entiendo la lógica de especialistas mexicanos, que ven con mayor preocupación el triunfo de Trump; la de los norteamericanos, que conscientes o no, buscan alarmar a las bases demócratas para movilizarlas; la de los europeos, que deben prepararse para lo peor (nosotros afortunadamente no nos preparamos para nada).
Tres motivos para documentar mi optimismo. Primero, una buena parte de los votantes estadunidenses –por lo menos un tercio– aún no se interesan por ni se informan sobre la elección de fin de año. Un gran número cree aún en Santa Claus: que si Michele Obama va a ser candidata en lugar de Biden, que se va enfermar, morir o aburrir; que si Trump irá a la cárcel; que si en lugar de Kamala Harris, Biden escogerá a otro vicepresidente; que si Robert Kennedy va a crecer de manera espectacular. Nada de eso va a suceder, de la misma manera que en México, desde junio del año pasado, sólo había dos sopas para la oposición: Santiago Creel o Xóchitl Gálvez. En Estados Unidos las dos sopas son el ruco o el loco, y estoy convencido que al final, los electores optarán por el viejito sensato, responsable y competente.
En segundo término, me parece que se va a estrechar, sino es que cerrar, la brecha entre el desempeño real de la economía de Estados Unidos, y el pesimismo al respecto que manifiestan los ciudadanos en las encuestas. Si bajan las tasas de interés en junio; si se mantiene el ritmo de crecimiento del empleo; si la confianza del consumidor sigue aumentando, la aprobación de Biden por su manejo de la economía –patética por ahora– resurgirá.
Por último, el tema del aborto va a incidir mucho en la elección. Sobre todo entre mujeres, pero también para jóvenes varones cuyos cónyuges, padres y en muchos casos, incluso abuelos, crecieron contando con el derecho de las mujeres a decidir libremente sobre su cuerpo. En varios estados –Florida, Arizona– habrá un referéndum sobre la legalización del aborto; no sólo vencerá el “sí”: será un factor de movilización del electorado.
La ventaja de pronosticar el futuro –como diría Yogi Berra– radica en dos hechos. Si uno acierta, todos se acuerdan; si uno se equivoca, nadie se acuerda. Va entonces: Biden ganará en noviembre.

 

Especulación sobre Ecuador

La mini-crisis con Ecuador encierra varias incógnitas. Ninguna de ellas justifica lo que hizo el gobierno de Quito, ni siquiera lo explica. La violación de la inmunidad de la sede diplomática mexicana es reprobable per se, con plena independencia de otras consideraciones. Lo cual no significa que dichas consideraciones no existan.
Para empezar, la relación entre el ex presidente Rafael Correa y la 4T es altamente cuestionable. Fue juzgado y condenado por la justicia ecuatoriana, y es prófugo de la misma. Obtuvo el asilo en Bélgica, país de donde proviene su esposa. La Interpol se negó a colocarle una nota roja, pero Ecuador sí solicitó su extradición a Bélgica. Correa pasa buena parte de su tiempo en México, desde donde hace política ecuatoriana, y donde goza de la simpatía y apoyo del gobierno. Para un régimen anti correista como el de Daniel Noboa, todo esto no es demasiado bien visto.
En segundo lugar, el ex vicepresidente de Correa, Jorge Glas, es decir el personaje central de la mini-crisis, ingresó a la Embajada de México en diciembre. Desde entonces, recibió el status de “huésped”, designación que no existe en el derecho internacional de asilo o refugiados. Es cierto que el llamado Estado asilante puede necesitar unos días para decidir si otorga el asilo o no. Pero tres meses es mucho, incluso para los tiempos de la Cancillería mexicana. Se pasaron de lanza en la ex Tlatelolco.
Enseguida, vinieron las declaraciones de López Obrador. Fueron innecesarias, provocadoras, hasta ofensivas –se podía deducir de ellas que el actual presidente ecuatoriano mandó matar a Fernando Villavicencio, candidato rival en la elección del año pasado. Al ser expulsada la embajadora de México en Quito como represalia, López Obrador entabló una nueva provocación: anunció que enviaría un avión militar mexicano a Ecuador para repatriar a la embajadora. De nuevo, innecesario: hay vuelos cotidianos de Aeroméxico, y como lo explica Brenda Estefan en Reforma, después de las faramallas de Ebrard con Evo Morales en Bolivia y con Pedro Castillo en Perú, resultaba comprensible que el gobierno de Noboa se preguntara si no se trataba de un intento de extracción clandestina de Glas.
Por último, ante la expulsión de la embajadora, México por fin se decide a otorgarle el asilo a Glas, a sabiendas que el gobierno ecuatoriano lo consideraría como una ofensa, y que los méritos del caso resultaban ambiguos. ¿Persecución política o corrupción? ¿Lawfare o delitos simples y sencillos?
Noboa explicará algún día las razones por las cuales se adentró en este pleito de lavadero con López Obrador. Puede haber sido por inexperto –su canciller también– o por motivos estrictamente electorales –enfrenta un referéndum sobre sus posturas bukelianas dentro de dos semanas– o porque cayó en la trampa que le tendieron López Obrador y Correa. Por ahora, su decisión se antoja irresponsable desde el punto de vista internacional, pero redituable en lo interno… al igual que muchas de las ocurrencias de política exterior de López Obrador.
El problema de fondo, más allá de la naturaleza inaceptable de la agresión ecuatoriana, radica en las afinidades ideológicas y emotivas de López Obrador, y en su enorme descuido de la relación con América Latina, supuestamente la región que sí le importa y le gusta. Pleito con Perú; pleito con Milei; pleito con Ecuador; ausencia de Lula en México desde que es presidente; pleito con Boric por su deseo de dar un discurso en la U de G en noviembre de 2022; complicidad con las tres dictaduras (Cuba, Venezuela y Nicaragua); derrota en el BID y en la OEA; cobardía en Haití (renuencia a participar en una fuerza de la ONU): he aquí el saldo de la “buena” relación con América Latina. Cómo será la mala relación con los demás…
 

El video evitable

 

Todo parece indicar que, tal y como lo afirmó Leo Zuckermann en su columna del jueves, Xóchitl Gálvez salió airosa del video-episodio de su hijo. Él se disculpó y se retiró de la campaña, ella también pidió perdón, y ambos aclararon rápidamente que todo sucedió hace tiempo. Bien jugado.
Pero no puedo callar un par de reflexiones sobre el incidente, que no debe pasar de eso, aunque las consecuencias son difíciles de evaluar por el momento. La primera es obvia: la guerra sucia, o llámenle como quieran, existe. Si Xóchitl no la libra ella misma, Morena sí. A este tipo de video y de golpe me refería cuando hablé y escribí de esto, hace unas semanas, con el beneficio del megáfono de López Obrador.
No importa si la divulgación del video vino de la dirigencia de la campaña de Claudia Sheinbaum, de Palacio Nacional, de un espontáneo actuando por la libre, de “Callo de Hacha” o simplemente de la persona que lo grabó hace un año. La intencionalidad o la autoría resultan indiferentes. Se trata del típico capítulo de una campaña negativa, o negra, como la revelación de cuentas bancarias, fotos o datos comprometedores, chismes que enlodan o verdades que debilitan. Se vuelve difícil pensar que el timing del video sea inocente: desestabiliza, conmueve y desconcierta a cualquier madre, días antes del primer debate. Si el equipo de Xóchitl no dispone de videos equivalentes –no necesariamente sobre los hijos de Sheinbaum– debe conseguirlos. Si los tiene, debe soltarlos. Y si ni los tiene ni los suelta, debe retirarse de una contienda por la presidencia de un país de 130 millones de habitantes, con una economía de casi 1.5 billones (mexicanos) de dólares, y una frontera de tres mil kilómetros con Estados Unidos. Esto es para gente grande.
La segunda reflexión abarca las decisiones de Gálvez y su equipo desde julio, por lo menos. Cuando López Obrador lanzó los primeros ataques de guerra sucia contra quien obviamente iba a ser la candidata de la oposición, divulgando contratos, cuentas bancarias, y demás documentos de las empresas de Xóchitl, varias personas cercanas a la aspirante, pero que no formaban parte de su campaña ni entonces ni después, le enviaron un mensaje claro y contundente. Debía contestar de inmediato a las acusaciones, con detalle y vigor, como lo sugirió León Krauze en una columna donde evocaba el antecedente de la campaña de John Kerry a la presidencia de Estados Unidos en 2004. Kerry no respondió a tiempo a los ataques de George W. Bush sobre su papel en la guerra de Vietnam, y perdió por goliza. Pero, sobre todo, se le recomendó a Xóchitl que se pusiera en manos de un grupo especializado de abogados y expertos, para que pasaran a la báscula a ella misma y a toda su familia, para descubrir los flancos débiles, adelantándose a este tipo de golpes bajos, justamente. Hasta donde yo me quedé, no se atendieron las sugerencias correspondientes. Hoy vemos las consecuencias.
Si la campaña de Xóchitl conocía desde un principio el episodio del hijo frente al antro, nunca debió haberlo designado para ejercer una función en el equipo. Si no lo conocían, Xóchitl debió habérselos relatado. Y si Xóchitl no lo recordaba, no quiso compartirlo, o no le dio importancia, falló su equipo al no convencerla de lo contrario.
El mini escándalo probablemente no pase a mayores. Por otro lado, dudo que sea el último golpe bajo que le asesten a la candidata opositora. Ojalá su “comando” de campaña ya sepa cuál sigue, y ya haya decidido como adelantarse. Pero ojalá también ya tengan listos los golpes –bajos o no, lo importante es que sean eficaces, como el video– que van a lanzarle a la candidata oficial. En el debate o donde sea. Queda poco tiempo.

¿Pueblo bueno? ¿El de Taxco?

El secuestro y asesinato de la niña Camila en Taxco, y el subsiguiente linchamiento de su presunta verdugo, han suscitado diversos comentarios, interpretaciones y análisis. Como todo en México hoy, la politización de las conclusiones es a la vez inevitable y lógico: todo el mundo lleva agua a su molino. Pero algunas visiones pueden proceder en menor medida de la polarización actual, aunque también puedan resultar políticamente incorrectas.
Para muchos, el horror taxqueño muestra la descomposición del país. El secuestro propiamente tal –de una niña indefensa, por una cantidad irrisoria– la pasividad de las autoridades policiacas y de justicia, la agresividad de la gente, y la aparente impunidad de la que gozan los asesinos de Ana Rosa constituyen pruebas irrefutables de lo que ha creado la 4T: el estado fallido en Guerrero, el caos, la hecatombe, el apocalipsis. Para López Obrador, seguramente serán, como dice su representante en Sinaloa, “cosas que pasan”, culpa de Calderón y de Loret.
No creo en ninguna de estas explicaciones. Obvio la tragedia de Taxco era evitable, y hasta cierto punto, previsible. La situación en Guerrero, y en esa ciudad en particular, fue descrita, denunciada y advertida desde hace tiempo. Con 40 policías municipales (según el alcalde actual, aunque en 2022 eran solo 32) en una ciudad de 100 mil habitantes, no hay manera de darle seguridad a quienes viven en ella. Pero de allí a un linchamiento salvaje, hay el famoso “gran trecho”. Lo uno no lleva necesariamente a lo otro. No obstante, sí debe llevarnos a reflexionar sobre “el pueblo sabio y bueno”.
Desde Nietzsche –y en el fondo, mucho antes– sabemos que “el pueblo” puede ser, suele ser, muy malo. No hay pueblos mejores que otros. Más aún, desde Marx, también sabemos que “el pueblo” no existe. Las sociedades modernas, propias de la era del capital, son sociedades de clases en conflicto –la lucha de clases– donde no se disuelven las diferencias para constituir una amalgama virtuosa. En otras palabras, la consigna de mil manifestaciones nunca se cumple: “El pueblo unido jamás será vencido” pide lo imposible. El pueblo casi nunca está unido, y casi siempre es vencido.
No hay pueblos buenos y malos. Los más cultos, trabajadores y disciplinados –los alemanes o los franceses, por ejemplo– son capaces de las peores barbaridades. Los más pobres no son “salvajes nobles”: son pobres, en ocasiones justificadamente desesperados, y capaces también de atrocidades inconcebibles.
El pueblo mexicano no es ni especialmente violento, ni particularmente pacífico. Ha vivido momentos de gran violencia y de insólita sumisión, de pasividad, solidaridad y salvajismo. Como todos “los pueblos”. La palabra linchar viene de Charles Lynch, un latifundista y esclavista de Virginia en el siglo dieciocho que castigaba, es decir, asesinaba, a partidarios de Inglaterra durante la guerra de independencia norteamericana. Después, el término adquirió notoriedad gracias a –y se volvió sinónimo de– las infamias que los estadunidenses blancos del sur les infligían a los negros, actos inmortalizados en novelas, películas y canciones como la inolvidable Strange Fruit de Billie Holiday. Los protagonistas de esas escenas no eran peores, ni mejores, que los taxqueños de la semana pasada.
Justamente porque en todo “pueblo” yace un monstruo, que despierta y se levanta en cualquier instante, resulta imperdonable apelar a los sentimientos más profundos de la gente. Esos sentimientos incluyen la nobleza y la ruindad, el heroísmo y la cobardía, el amor y la mezquindad, todos juntos. Los demagogos apelan a lo peor de los pueblos, y los pueblos los adoran de regreso. Amor con amor se paga, y odio con odio. Durante los tres años del Gran Terror de Stalin (1936-1938), fueron ejecutadas casi 900 mil personas: 300 mil por año, casi mil diarias. ¿Cuántos integrantes de la policía rusa (Cheka, NKVD, GPU) se necesitaron para fusilar a mil “enemigos del pueblo” todos los días durante tres años? Una multitud, por definición procedentes del “pueblo”. ¿Bueno y sabio? ¿En serio?