4 mayo,2024 5:18 am

La reducción de la vida entera de un río, a dos o tres escenas

Alan Valdez

(segunda parte)

 

XI

Lucha se moja los pies en el río Siwara sin interrumpir el tacto de su mano derecha con lo metálico de la Peacemaker. Nunca le ha disparado a otro ser humano. Antes le daban miedo las armas. Antes.

XII

Cuentan que el río viene de tan lejos, que la única persona que vio dónde nace la corriente, al iniciar su viaje era apenas un joven con la boca llena de palabras sobre el futuro y que, al regresar, además de lo evidente de sus canas y las pupilas ya pesadas como el plomo, lo único que pudo decir fue que allá arriba, en el inicio, el día y la noche están volteados.
Nadie puede explicar realmente lo que significa aquello, pero la gente desde entonces repite la frase casi como moraleja de una historia que no pretendía contener ninguna lección.

XIII

Don Tino dirige el caballo a la galera. Cuelga la montura. Revisa el cajón, al notarlo vacío va por una brazada de pastura de avena y agarra una barrica de aluminio. Palmea el lomo de su caballo y le dice, Ya voy por tu agua, chatito, ya voy, ya voy, calmado, calmado, pues, calmantes montes.
Camina hacia el patio de atrás que da al río. Desde la pileta se alcanza a ver el cauce. Antes de llenar el balde, hace una batea con las manos y se enjuaga la cara, que por el calor y el polvo, la siente lodosa. En el lavadero hay una toalla vieja, de tanto uso ya no es más que pura hilacha. Con el trapo agujerado cubriéndole el rostro alza la cabeza direccionando los ojos hacia la luz del medio día. Tiene los párpados cerrados, pero aún así siente cómo se cuela el brillo a través de la tela y cómo se va disipando el frescor que el agua de la pileta le había otorgado a su piel. Vuelve a bajar su rostro, pero aún con la toalla tapándolo. Uno de los agujeros de la tela embona precisamente con uno de sus ojos. Con ese ojo descubierto puede distinguir que debajo de la sombra del sauce llorón, está Lucha. Se queda fijando el ojo por el agujero de la toalla unos segundos como si estuviera tratando de enfocar una cámara para una fotografía. Juega unos segundos más al fotógrafo y la escena del sauce, el río y Lucila a lo lejos le recuerda a una imagen de un comercial de jugos que pasaban en la televisión cuando era niño.

Al oír el relincho, cuelga la toalla y se apura a llevarle la barrica al caballo. Al verter el agua en la bandeja del Chato, vuelve una última vez a la imagen del comercial y de ahí, por un instante, se acuerda de su casa y de su madre amasando tortillas en el comedor con la televisión siempre encendida. El caballo patalea su traste y se riega todo el líquido, pero Tino ya no se molesta en ir por más agua.
Entra a la casa, deja las botas al lado de la puerta trasera, y se dispone a caminar por la vereda que va hasta el río. El rifle no lo deja descansar.

XIV

Tino regresó temprano de su rondín de miércoles. No se lo dice a ella, pero desde que se la encontró anda con bastante miedo cabalgando. Observa a cualquier jinete con sospecha, como si el otro no solo supiera de los eventos recientes, sino cada una de las cosas por las cuales Faustino se ha sentido culpable antes. Sabe, por lo que Lucila le ha detallado de su escape, que es muy seguro que los subastadores la den por muerta. Ya puro hueso carcomido no solo por la rapiña alada sino por el sol mismo que, de este lado, no tiene oficio mejor que el de percudir a lo vivo.

–Mirá, ¿vos entendés?, casi ninguna se atreve, siquiera, a soñar con huir. Los subastadores se encargan de adoctrinar a las pibas. Pero si es que ocurre, que alguna decida pensar de más, ¿vos sabés cómo?, a menos que uno de esos boludos de bigote enfermizo le haya agarrado cariño, pues no salen a buscarlas. Para esos pelotudos el desierto es navaja más que suficiente.

Faustino sabe que Lucila puede estar en lo correcto de que no saldrán a buscarla si piensan que está muerta. Pero como no lo está y los chismes acá tras lomita se recorren tan rápido como las liebres, es cuestión de tiempo para que alguien venga a hacerle una auditoría con finiquito y todo.

XV

Ambos, en la orilla, con los pies adentro del agua. Platican, interrumpiendo la conversación cada vez que ven pasar a alguien por el estrecho. Aunque se trata de mujeres y sus hijos que van cargados con ropa que han traído a lavar al río, los dos apresuran las manos a sus armas como si estuvieran esperando el banderazo inicial para la guerra.

Es evidente que ambos están nerviosos y asustados, pero ninguno se ha atrevido a preguntar cuál es la decisión siguiente. A la vez listos para el desastre, a la vez estáticos como si ya todo hubiera pasado, hablan de cualquier cosa, casi con el mismo tono que tiene la gente que puede reír en una sala de espera en el ala de urgencias de un hospital.

XVI

Faustino, cuidando acentuar las palabras en el inicio, el día y la noche están volteados, así como a él se las pronunció la señora que a veces le trae comida a la Casa de los Tejones, termina de narrar la historia del hombre que supuestamente caminó todo el cauce del Siwara, que, según esto, se alarga más, mucho más allá del cerco de montañas después de la Gran Frontera. Lucha no le presta atención particular a ningún elemento de la anécdota, pero le surge una pregunta. Don Tino solo contesta que no sabe por qué alguien decidiría seguir el agua, pero que el señor aún vive y si un día quiere, podrían ir personalmente a preguntarle, aunque se ha quedado mudo, así que tendrían que interpretar sus mugidos como verdades.

–Mirá, sabés, de donde soy hay un río tan pero tan grande que la primera vez que lo miraron lo confundieron con el mar ¿podés creerlo? Yo cada vez que lo he visto he sentido que sí es el mar. Me tené sin cuidado lo que digan los libros.

Don Tino le comienza a hacer preguntas sobre aquella agua y aquellas planicies. Al escucharla, lo invade una sensación que lo hace sentir pequeño, no como un niño, sino en verdad pequeño, una miniatura, apenas una sugerencia del polvo frente a lo que parece ser la idea del continente que Lucila le narra.

Faustino nunca ha salido de la sierra, la única agua que conoce es la del río Siwara. Después de las precisiones geográficas que Lucha concreta sobre América del Sur, Faustino acaba por comprender que las habladas que se cuentan de los subastadores y sus mañas no son tan exageradas como él creía.
Tino le dice a Lucila que ya han estado bastante sentados en el agua. Tienen los pies arrugados como animal viejo. Cuando caminan de regreso a la pensión. Voltean apresurados hacia el estrecho porque escuchan cómo algo salpica el agua del río apresuradamente. Se tiran al suelo y después de unos minutos se dan cuenta de que solo era una jauría de perros tratando de comerse unas gallinas.

Al entrar a la casa, Faustino le dice a Lucila que el próximo lunes tiene que llevar informes de rutina a la comisaría del Ejido, y que sería buena idea presentarla con sus jefes u oficiales de mayor rango que él para que puedan ayudarla a regresar. Lucha le contesta sin esperar a que Faustino acabe de explicar más sobre la organización de la seguridad municipal, que preferiría buscar otra forma porque en las subastas ha visto policías.

Comparten la ración de frijoles y carne que la señora le trajo a Faustino hace unos días. Y antes de terminar de comer, le dice a Lucila que si se aburre tanto cuando él no está, que en vez de leer sus historietas del Libro Vaquero a la orilla del río, se ponga a leer ahí adentro de la casa porque seguramente ya todo el pueblo sabe de ella.

XVII

Han pasado tres días desde que Tino y Lucila se encontraron. Parecería desproporcionado decir que ella le agarró confianza, pero después de vivir meses obligada a beber, a sonreír por más partidos que tuviera los labios y a aguantar cuerpos coléricos encima de ella motivados por todo el abanico de anfetaminas conocidas, la compañía de Faustino más que parecerle inofensiva le ha regresado una pequeña, pero necesaria porción de fe en que podrá regresar a su casa.

Aunque esto no ha mitigado las pesadillas que despiertan a Lucila en medio de una respiración que parece como si le hubieran aventado agua fría adentro de los huesos.

XVIII

A pesar de la instrucción dada por Faustino, de que Lucila no debía ya salir al Siwara, al siguiente día tomó los ejemplares del Libro Vaquero que había en la casa y se salió a la orilla. La única forma de explicar el por qué Lucha, a pesar de saber que se estaba exponiendo, insistía en salirse y sentarse a la orilla, es por el ansia que le provocaba estar encerrada. Pasar meses en una cloaca donde el único olor era la humedad grisverde de los muros, para que por la noche solo la sacaran a entretener a una sala nocturna, neblinosa y corrosiva, llena de hombres incendiados de las encías y la laringe, le habían generado una aversión insoportable a los lugares cerrados, y a decir del diseño de la Casa de los Tejones, era en verdad una madriguera dispuesta para el invierno.
Y bueno, también, claro, el río, sin más, le juntaba los recuerdos, grácilmente, y la hacía sentirse casi, casi ahí en el mismo país donde estaba su casa.

XIX

Paquetes le pregunta a Meñique que qué pasó entonces con la tal Lucila. Los dos hombres han estacionado sus respectivos vehículos bajo el único árbol sembrado en la gasolinera, aunque hasta las diez de la mañana podía llamarse sombra, ahorita, a esta hora, no hay lugar que el sol no haya recorrido como si de un cateo se tratara.

Ambos comparten una pachita de un destilado que huele más fuerte que el diésel. Pero ya es tanta la costumbre de la víscera, que ninguno expresa la menor incomodidad al pasarse el líquido voraz por la garganta.

Meñique sigue describiendo la historia de su tío Don Faustino. No se lo expresa a Paquetes pero mientras narra los acontecimientos, recuerda a su tío con la misma nostalgia que tiene un niño para hablar de un padre que no llega. En algunos veranos pasó tiempo con el guardabosques aprendiendo un poco el oficio de seguirle el trote a los animales, pero pronto descubrió su afición a las máquinas, al dinero y a las calles pavimentadas.

–¿A poco la morra y tu tío se fueron? ¿Pa´ hasta por allá abajo andaba el chingado viejón?
–Pos si, el viejo quería ver, pues, quería conocer. Andar a gusto el pa´, pues.
–¿Y por qué se regresó el wey? ¿No la había cuajado por allá o qué show? Si ya se le había escapado a los malandros que era lo más perro.
–Pos ya ves que dicen que uno siempre extraña su tierra y que la chingada.
–Ah no mames. Con tu permiso pero esas son pendejadas, pues si lo que uno también quiere es salirse de lo jodido, qué no.
–Pos sí pero pos ya ves.

Continuara…