24 febrero,2024 4:25 am

Los beneficios de dar de comer a las palomas

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

Con qué serenidad

todo parece lejos del desastre.

  1. H. Auden

Últimamente he pensando en la locura. En la cadencia con que muchos la han descrito, más allá del entramado patológico, como un paso necesario para la verdad. Por momentos, algunos autores construyen y describen el mito de la locura con el mismo tiento que se usa para anunciar algo sagrado, que no voy a mentir, se antoja, sobre todo ahorita.

La divinidad seduce, no importa su geografía ni presentación. Pero en mi caso, me doy cuenta que el atractivo que me sujeta a esas narraciones de locos monumentales, no son las ganas de participar al pie de la letra en los itinerarios de sus biografías, para ver si aprendo algo que me permita mirar debajo de las piedras sin tener que levantarlas. No es admiración, sino otra manera en la que encuentro sosiego ante la ansiedad del siglo, de su exceso de futuro y de la inteligencia de sus máquinas.

Contra la extrema precisión del pensamiento artificial, contra sus promesas de otorgar soluciones a preguntas que nosotros ya ni formulamos. Contra la estandarización de las necesidades, gustos y placeres enlistadas por los hábitos de consumo digital. Contra lo que sabe mejor que yo quién soy yo mismo, aún y antes de que pueda decirme, la locura parece el único lugar aún no cronometrado ni reproducible.

Llevo preguntándome varios días por qué esos personajes excedidos forman parte, por extraño que parezca, dada nuestra aversión a los locos, de lo que se considera lo mejor de la humanidad, o lo que sea que entienda Occidente por humanidad. Pianistas insomnes por su urgencia de luz artificial, pintores con pulsiones sexuales hacia los caballos, científicos adictos a la savia azul, escritores llenos de estaño en las encías, pero madrugadores. En fin, la pus brotando por sus espaldas.

Y lo que me hace detenerme aún más en ellos, es que la otra constante, además de sus aficiones a la ponzoña, es ese momento donde, casi como si practicaran la adivinación aruspicina, le interpretaban la entraña al animal castrado que a veces puede ser el mundo, a costa de quedarse ciegos. Pero ese instante sin retorno, debo decirlo, no implica nada deseable y placentero en su tránsito del lenguaje al centro ya sin carne de esas personas. Y, sin embargo, en ese exceso de dimensiones entre la extrema sensibilidad y la extrema indiferencia de ellos al presente, es donde emana un recordatorio muy preciso de quienes somos. No la reverencia a los dioses y sus liturgias hechas vagamente una doctrina. Eso tiene caducidad. Sino otra cosa mucho más vieja. La urgencia de crear metáforas y perseguirlas, no para entender el mundo, sino para que siga ocurriendo.

Me maravilla el siglo en el que vivo. No le tengo envidia a otro tiempo. Y no se trata de saberme en ventaja con el resto de las vidas anteriores. Ajenas. La acumulación de conocimiento sólo es eso, acumulación. Celebrar el acceso al sueño enciclopédico en el celular como el hito de quienes somos debería ponerse al lado del infinito acceso a la pornografía, para bajarnos los humos desfasadamente ilustrados. Mi contención hacia romantizar el pasado y cualquiera de sus formas es porque, triste o no, lo considero una de las hibridaciones más monstruosas y aberrantes posibles: una combinación entre el presente y nuestro desmedido deseo de entender el presente como una consecuencia y no como voluntad. Y mi incredulidad hacia el futuro es, sin mucho que agregar, porque yo ya voy a estar muerto.

Cuentos, al fin y al cabo, son las hazañas de la locura. Yo no estuve ahí. Las disfruto sin la búsqueda de la parábola. Al final, los locos son personas. Hieden al morir. Aman, no necesariamente mueren por eso. Pero se les agradece, ficticias o no, las contingencias de sus vidas donde la claridad y el lenguaje se entregaron, casi eróticamente, al deseo como única seña humana. Lo incontrolable. Lo que no puede decirse, porque sólo pasa. Lo que pasa y entonces nosotros. Genialidad, pues, no es otra cosa que mirar en el otro lo más humano que se puede ser. Esto, también aclaro, no implica sólo lo apacible y tierno de la comedia. Lo terrible también es hermoso a su manera. Pero también aclaro, yo no estoy justificando monstruos. Pero, así como George Berkeley, famosísimo irlandés, se preguntaba en su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, por el árbol y su caída, podemos preguntarnos, ¿si a un monstruo nadie lo ve, seguirá siendo un monstruo?

Después de escribir todo esto, decido salir al parque. Entiendo mis limitaciones conceptuales y no tengo nada más que elaborar sobre la locura y cualquiera de sus verbos. Mi favorito personal, el delirio. Del delirio tampoco sé, salvo pequeñas noticias que me llegaron de los franceses decimonónicos o de gente con sífilis en algún año de Europa.

Debe tener un precio usar la palabra belleza sin reserva alguna. A veces, pensando en los poemas de Baudelaire sólo me queda la sensación de que estamos hechos para la emancipación. De que inventamos el lenguaje para saber que aquí empieza el callar. De que nos encanta chocar los cuerpos porque la naturaleza de todo se originó del puro encuentro. Pero detengo todas mis averiguaciones ante escena. Se las voy a contar:

Este inicio ya es un clásico de todas mis columnas. Una disculpa por eso. De verdad. Pero aquí sí voy a usar la vieja confiable de que un escritor es, primero que nada, sus obsesiones. Camino, claro que camino. Voy al lado de un río. Cherry Creek. Así le pusieron los indios arapajos, gente del pueblo del bisonte. Sembraban cerezas en sus orillas, pero siempre respetando que el agua desconoce cauce alguno. Acabo de leer a Benjamín Labatut. No aprendí nada. Pero me siento feliz, porque justo se trataba de no aprender nada. Voy pensando en la locura y en mis ganas de salirme del mundo, aunque sea un rato.

Voy a la par que la naturaleza, mirando cualquier cosa en los posts de Twitter en mi teléfono. Me ha perturbado muchísimo la noticia de que la empresa de Elon Musk, Neuralink, ha logrado hacer que una persona controle un mouse con la mente. Pero lo que me ha perturbado no es la idea de la máquina comiéndose la carne. Sino otra cosa. Mi noción de la magia ha sido corrompida. Mi noción de que lo imposible del mundo era cumplir los deseos de la cabeza sin necesidad del tacto. Lo suficientemente avasallador como para cancelar la pulsión del circo y la acrobacia, al menos en mí.

En mi trayecto, le pongo rostro a las circunstancias de la persona que se ha dejado intervenir el cerebro. Obviamente, no es la primera de la historia, pero bueno, cada época tiene sus propias formas de nombrar las mismas contradicciones. Lo que cambia, según yo, no es únicamente la noción de poder y economía, sino las aberraciones que inventamos para sorprendernos.

El chiste breve de controlar un mouse e imaginar un roedor de verdad, me dura nada. En una orilla del río. Esta orilla, por cierto. Un hombre, con audífonos y pepitas de calabaza en una mano y con el celular en la otra, le da de comer a unas palomas. Mueve la cabeza al ritmo de una sonoridad inaccesible para mí. Las palomas no tienen presión alguna de ser más de lo que son. Y su hambre, o lo que sea que las palomas entiendan por engullir comida cuando hay alimento disponible, les otorga el derecho de ir escalando el cuerpo humano.

Avanzo unos metros. Y la imagen de él me genera incredulidad. Tengo que voltear a ver de nuevo. Tengo que corroborar que mis ojos y el mundo no están en diferentes zonas horarias. Volteo. El hombre ahora tiene cubiertas las piernas y el regazo de un tornasol gris bellísimo. Y sigue procurándole las semillas a las palomas. No sé si continuar. No sé, para serles sinceros, si debo continuar.

De una bolsa de su chamarra saca semillas. Y en proporción al número de semillas que caen sobre el suelo, es el número de palomas que llegan a su alrededor. La divinidad no exige mucho para ser. Y ese hombre empieza a ser cubierto, despacio, pero sagradamente, por las palomas. Dejándole únicamente descubierta la mano con la que da de comer. De eso se trata la fe, de comer y ser comido.

El hombre ya es pura pluma. Yo lo miro. Y la tarde nos mira a él y a mí y a las palomas. Saca un puño. Entrega otro. El siguiente más escaso que el anterior. Así, hasta que me va siendo posible contar el número de semillas en su mano. Hasta que, de la decena, llegamos al uno. Y sé, porque no estoy loco, que este es el momento que estaba esperando. Cae la última semilla y llega la última paloma.

El hombre comienza su itinerario a un lugar inaccesible para mí. Airado. Su sombra en el suelo se me revela como un versículo apócrifo. Pero yo creo en él. Aunque no lo repito. Sólo continúo mis ojos en la sombra que va dejando por el suelo. Es obvio que la imagen de un hombre alado me regala, sin muchos problemas, el lugar común de Ícaro. De todas formas, creo en él. Y sigue su trayecto hasta una altura que ya no sé si mis ojos entienden. Soy breve ante el espectáculo. Y levanto mi mano para decirle adiós al hombre paloma.

La silueta del hombre alado se refleja muy poco ahora sobre el agua del Cherry Creek. Vuelvo a lo que estaba oyendo en mis audífonos. Vuelvo a pensar en la locura. Me siento satisfecho. No por mis conclusiones ni por lo que he comido. Aún así, miro a las demás personas que van corriendo para asegurarme de que no fui el único que atestiguó a las palomas y todo esto. Pero el mundo corre y va corriendo. Me toca carta llena. Mi premio es este. Tener el derecho a escribir lo que acabo de mirar. La gente me dirá que estoy loco. Qué estoy diciendo cualquier cosa. Y sí, estoy diciendo cualquier cosa, pero que no se confunda con locura. Esa está en otra parte. Ahí, en la saliva pegada junto al hueso. En lo que hace que nos despertemos a media madrugada, porque sentimos que una mano que se fue hace mucho, nos ha regalado el ademán junto al abdomen. Ahí.

O nada de eso. Más bien, nada de eso. Los locos ni siquiera se asoman por aquí. Están, de eso sí estoy casi seguro, comiéndose el interior de una tortuga, agarrando la sal de una ola como se agarra el deseo y mirando, sólo mirando, sin esperar a que tú o yo, tengamos algo inteligente que decir sobre los años que aún no tenemos.